Ver la justicia climática a través de una lente multiespecie

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Basándose en décadas de trabajo por la justicia medioambiental, quienes se enfrentan a los inmensos y muy desiguales impactos del cambio climático se han estado organizando para garantizar que las respuestas a nivel mundial y nacional se basen en la ética de la justicia climática. A través de este concepto y de las formas institucionales que podrían aplicarlo, los activistas tratan de poner firmemente sobre la mesa de negociación las exigencias éticas que se derivan de las grandes disparidades en las contribuciones al cambio climático y de las vulnerabilidades e impactos resultantes. Como seguimos comprobando en las batallas en curso, la justicia climática sigue siendo -en el mejor de los casos- una aspiración, e incluso en esta forma, el debate se ha detenido en el límite de la justicia para los seres humanos. 

Dado que, hasta hace muy poco, todos los sistemas occidentales dominantes de derecho y gobernanza excluían sistemáticamente a otros animales y ecosistemas como sujetos de justicia, su exclusión en el ámbito de la justicia climática podría parecer perfectamente natural. Sin embargo, si uno se detiene a considerar el daño masivo que el cambio climático y los desastres provocados por el clima están causando a los animales no humanos y a los sistemas ecológicos, su vulnerabilidad a tales daños y la realidad de que no han contribuido en modo alguno a este estado de cosas, su marginación podría empezar a parecer, en el mejor de los casos, extraña y, en el peor, injusta. ¿Qué ocurre cuando la justicia climática se interpreta y aplica a través de la lente de la justicia multiespecífica? 

Esta es una pregunta compleja, por lo que aquí la abordo a través de algunas reflexiones sobre los incendios forestales del Verano Negro de 2019-2020 en Australia, que mataron a unos 3.000 millones de animales salvajes (vertebrados) y a un número no contabilizado de animales de granja y de compañía. Se estima que también murieron 44 humanos, una cifra grave pero incomparable con la escala de muertes y desplazamientos de otros animales. 

"Los incendios forestales", como se les conoce en Australia, son una parte intrínseca de las ecologías australianas, con especies tanto vegetales como animales adaptadas a ellos. Sin embargo, en 2019-2020, la intensidad y la escala de la conflagración provocada por el hombre superaron ampliamente y socavaron las estrategias de supervivencia de los animales salvajes. Incluso aquellos que pudieron escapar a hábitats ya fragmentados y dañados se encontraron en desiertos de refugio, comida y agua. Al mismo tiempo, la violencia lenta y rápida de la domesticación erosionó las capacidades de -o las oportunidades de- otros animales para emprender cualquier forma de huida. 

A pesar de encontrarse en la primera línea de fuego de los incendios mortales, los animales -aparte de aquellos cuya condición de mercancía en la ganadería les confería "valor"- no encontraron ayuda del Estado ni de los organismos encargados de proporcionar seguridad frente a los desastres "naturales". Aparte de los consejos sobre dónde colocar a los perros y gatos en caso de incendio en una residencia privada y de la tolerancia concedida a las personas que deseaban llevar pequeños animales de compañía a los centros de evacuación, el Estado relegó a los animales a su estatus asumido dentro de los regímenes existentes. O bien eran propiedad privada -por lo que eran responsabilidad de los "propietarios"- o bien eran "fauna salvaje" y, por tanto, sólo eran legibles en términos de su función dentro de los sistemas ecológicos. Incluso las especies emblemáticas o fundamentales que, por su situación de peligro, podrían haber merecido la intervención del Estado en virtud de algunos regímenes legislativos cayeron en el lado equivocado de la protección contra catástrofes. A esto se añade la amarga ironía de cómo las concepciones dominantes de la "naturaleza" -definida como ese espacio fuera de la cultura que hay que "dejar en paz"- se manifiestan en una época en la que la "naturaleza" se ha impregnado de la violencia humana en forma de desarrollo sin trabas y de los efectos derivados de las emisiones de carbono. 

Sin embargo, esta imagen institucional oficial sólo cuenta una parte de la historia. Sobre el terreno, miles de personas de las comunidades afectadas por los incendios (y de fuera de ellas) se movilizaron de acuerdo con su idea de que los demás animales -compañeros, de granja y salvajes- son miembros de sus comunidades de interés y de las redes sociales que hacen posible sus vidas. A medida que los incendios se acercaban y quemaban, personas de toda la costa este procedentes de distintos ámbitos -algunas de las cuales ya cuidaban de los animales, pero también otras- se organizaron espontáneamente, transportando, ofreciendo pastos temporales y cuidando de los animales domésticos, intentando rescatar a los animales salvajes y proporcionando comida y agua a los supervivientes que volvían a entrar en los paisajes arrasados. Como han revelado las entrevistas realizadas por nuestro equipo del Instituto de Medio Ambiente de Sídney a los cuidadores de animales, lo hicieron arriesgándose y pagando un alto coste y prácticamente sin apoyo de los organismos estatales y los regímenes reguladores oficiales, cuando no desafiándolos. 

Hay dos grandes disyuntivas en juego. La primera, con la que he encabezado este artículo, es entre la realidad de que otros animales son víctimas de los efectos letales de ciertas formas de vida humanas (en este caso, a través de desastres provocados por el clima) y la completa abnegación de responsabilidad por esos impactos por parte de las instituciones humanas formales. Sin embargo, hay una segunda cuestión, y aquí podríamos discernir las semillas de una transformación radical. Esta disyuntiva revela cómo las instituciones formales conciben a otros animales y las prácticas de las instituciones informales que vemos surgir a nivel comunitario, las que podrían considerarse tanto en tensión con las estructuras del excepcionalismo humano como incrustadas en ellas y el tratamiento de los animales como mercancías, propiedad o naturaleza remota. A la luz de estos discursos e instituciones emergentes, otros animales son sujetos de la justicia climática.

La existencia de tales impulsos, acciones y formas de organización sugiere un camino para desafiar las lógicas institucionales dominantes que normalizan la injusticia multiespecie, un potencial que cada vez más personas están tratando de realizar a medida que se intensifica la violencia contra otros animales y los mundos más que humanos en los que existen. Incluso podría decirse que están cumpliendo lo que a menudo se considera la condición más fundamental para la legitimidad del Estado: ofrecer seguridad a quienes se encuentran bajo su jurisdicción. La desviación radical de la teoría clásica que sugieren, sin embargo, es que el pacto de seguridad se extiende también a otros animales. 

No obstante, para que estas interpretaciones alternativas del clima y, de hecho, de la justicia política se conviertan en algo más que un lugar de contrapráctica, serán necesarios algunos cambios discursivos e institucionales radicales. Esto significa reformular formas de acción típicamente consideradas "privadas", "voluntarias" y "relacionadas con el cuidado" como "públicas", "justas" y "políticas". Al mismo tiempo, significa insistir en que las instituciones que dan legitimidad a cualquier Estado durante la era de la crisis climática se tomen en serio su responsabilidad de ofrecer seguridad a aquellos seres cuya capacidad de sobrevivir, y no digamos de prosperar, han socavado sistemáticamente. El primer paso puede ser reconocer que las redes que surgen en tiempos de crisis son algo más que "admirables" o indicativas del espíritu voluntario: están prefigurando un Estado legítimo que reconoce su deuda con la justicia climática multiespecies.