La criminalización de los derechos humanos

Crédito: Alejandro Ospina

El derecho internacional de los derechos humanos, el derecho humanitario y el derecho penal están experimentando una transformación muy significativa pero en gran medida no reconocida. Están dando cada vez más prioridad a una estrecha gama de "crímenes atroces" a expensas de gran parte de la agenda mucho más amplia que también deberían abordar.

Este proceso de criminalización ha ido ganando velocidad durante dos décadas y ahora está empezando a transformar las principales prioridades tanto a nivel nacional como internacional. Aunque el enjuiciamiento de criminales atroces debe formar parte de la respuesta global a las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario, un énfasis desproporcionado en la criminalización plantea grandes riesgos. Sólo se procesará a un número muy reducido de individuos, pero las violaciones no penales quedan marginadas y se siguen ignorando los remedios estructurales. Además, la criminalización empodera a jueces y abogados penalistas en detrimento de los movimientos sociales, desplaza el foco de atención hacia la responsabilidad individual en lugar de la colectiva, refuerza la problemática dinámica Norte-Sur y distorsiona la asignación de recursos.

 

Tendencias

La preocupación por la criminalización refleja una filosofía particular sobre la mejor manera de abordar las principales patologías de las sociedades. Otorga un papel central a los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y a los investigadores, fiscales y jueces. Aunque en teoría debería ser sólo una parte de la respuesta, corre el riesgo de convertirse en dominante en la práctica.

Algunos ejemplos (analizados en profundidad en mi reciente artículo en el Journal of Human Rights Practice) incluyen la priorización del enjuiciamiento de la violencia sexual en lugar de esfuerzos más amplios para defender los derechos de las mujeres en los conflictos; la abrumadora atención de la Corte Penal Internacional a los "crímenes atroces" a expensas del enjuiciamiento de muchos otros delitos; el énfasis insistente en los mandatos recientes de las comisiones de investigación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en la responsabilidad penal individual; la creación de mecanismos de investigación enormemente costosos (para Myanmar, Siria y el ISIS en Irak) orientados casi en su totalidad a futuros enjuiciamientos; y la presión para alegar genocidio en un gran número de situaciones con el fin de demostrar que se trata del "peor" crimen atroz. Al mismo tiempo, los recortes en la financiación están socavando la eficacia potencial de las actividades básicas de derechos humanos de la ONU, como la supervisión de los órganos creados en virtud de tratados y las funciones de rendición de cuentas de los titulares de mandatos de los procedimientos especiales.

Al centrarse en los "crímenes atroces", inevitablemente se da prioridad a la recopilación de pruebas y a las actividades encaminadas a cumplir las estrictas normas exigidas para el enjuiciamiento penal. Los gobiernos han reforzado este énfasis imponiendo sanciones penales en respuesta a una gama cada vez mayor de violaciones, y los actores de la sociedad civil siguen su ejemplo intentando ampliar la gama de crímenes para incluir el ecocidio, el domicidio y el omnicidio. La lógica parece ser que si el problema no se clasifica como delito, no se tomará en serio.

En ámbitos como la lucha contra el terrorismo y la justicia transicional, a menudo se hace excesivo hincapié en criminalizar determinadas formas de comportamiento para poder procesar a los individuos, en lugar de abordar el contexto más amplio en el que hay que buscar soluciones.

Otra manifestación del poder mágico que se atribuye a las sanciones civiles y penales es la prisa de los gobiernos occidentales por demostrar sus credenciales en materia de derechos humanos imponiendo sanciones a personas acusadas de corrupción o de violaciones de los derechos humanos. Estas sanciones selectivas, imitadas ahora por China y Rusia, pueden considerarse una forma de castigo penal en la que se acusa de delitos a personas concretas y se las castiga mediante la imposición de sanciones. Estas medidas suelen ser simbólicas: permiten a los gobiernos ganar puntos y eludir las cuestiones más importantes que deben abordarse.

 

Consecuencias

Pocos defensores de los derechos humanos se oponen a estos avances por sus propios méritos. ¿Quién negaría que la rendición de cuentas es crucial, que hay que luchar contra la impunidad y que los culpables deben ser procesados y castigados?

Pero cuando se sitúan en el centro del escenario, estos procesos tienen un precio considerable. Hacen hincapié en la responsabilidad individual de los autores, lo que a menudo conduce a que unos pocos malhechores carguen con toda la culpa, mientras que la sociedad en general sigue sin rendir cuentas. La distribución de recursos y poder queda intacta. También refuerzan una distorsión geopolítica problemática, en la que los países del Norte Global están decididos a perseguir los crímenes atroces, que es mucho más probable que tengan lugar en el Sur Global. Por el contrario, los problemas acuciantes del Sur Global no suelen tratarse como atrocidades, y su persecución está radicalmente infrafinanciada.

En los ámbitos del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional, estas cuestiones se han tratado en instructivos debates sobre el coste de centrarse indebidamente en los crímenes atroces. Destacados comentaristas en cada campo han advertido de las consecuencias negativas. Debe establecerse un equilibrio adecuado antes de que sea demasiado tarde.

 

El camino a seguir

El mayor reto es cómo lograr el equilibrio. La persecución de los crímenes atroces es importante, pero también lo es la necesidad de abordar adecuadamente otras violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario. Quizá sea aún más importante la necesidad de ir más allá de la obsesión por las violaciones estrictamente definidas y abordar también cuestiones estructurales como la pobreza extrema, la desigualdad masiva y los arraigados marcos de discriminación racial y sexual.

Estudios detallados han demostrado la urgente necesidad de abordar el descontento económico y la exclusión que alimentan el auge del autoritarismo, el antiliberalismo y el populismo. Ignorar las causas sociales y económicas subyacentes y, en su lugar, confiar excesivamente en un puñado de procesos penales es una receta para el fracaso.

La cuestión sigue siendo cuál es la mejor manera de abordar el creciente desajuste entre los retos más acuciantes en materia de derechos humanos y las respuestas institucionales a las que está dando prioridad la comunidad internacional.

El primer paso es reconocer que existe un problema. No sólo los gobiernos, sino también la comunidad de derechos humanos en su conjunto -en consulta con las víctimas de violaciones de derechos humanos en sentido amplio, más que con los supervivientes de atrocidades dramáticas- deben detener la prisa por adoptar soluciones basadas en el derecho penal y, en su lugar, identificar un conjunto de prioridades más equilibrado y eficaz. El derecho penal internacional debe formar parte de esa visión, pero no debe ser la cola que menea al perro.