Artemisa: El modelo de seguridad en la defensa del medio ambiente y los derechos de las comunidades rurales

 

Según cifras del Ministerio de Medio Ambiente de Colombia, la campaña Artemisa en 2022 -apenas cuatro años después de su lanzamiento- había logrado asegurar más de 22.000 hectáreas de bosque que había identificado como en riesgo de deforestación. Sin embargo, esta campaña ha sido calificada como un caso de lavado verde de la violencia militar contra comunidades rurales e indígenas históricamente marginadas.

La campaña Artemisa, una iniciativa gubernamental del entonces presidente Iván Duque, consistió en una gran ofensiva militar destinada a proteger el patrimonio medioambiental. Su principal esfuerzo fue liderado por la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, integrada por el Ejército, la Fuerza Aérea, la Policía y la Armada, con el objetivo de proteger los recursos del Estado, combatir a los grupos armados ilegales y prevenir los delitos transnacionales, específicamente en los Parques Nacionales Naturales (PNN) del país. Fueron cerca de 22.000 hombres de la fuerza pública y cerca de 3.400 millones de pesos (700.000 USD) asignados a esta campaña, cuya misión era salvaguardar y proteger vastas áreas de tierras con alto valor ambiental en las regiones de la Amazonia y la Orinoquía, como el PNN Serranía de Chiribiquete, el PNN La Paya, el PNN Tinigua, el PNN Picachos, el PNN Serranía de la Macarena, la zona de reserva forestal de la Amazonia y la reserva natural Nukak.

Esta campaña, que surgió como parte del fortalecimiento de la política de defensa y seguridad del gobierno, contó con la integración de diferentes autoridades ambientales, judiciales y administrativas de Colombia, como la fuerza pública, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, la Fiscalía General de la Nación, la administración de Parques Nacionales Naturales y el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM). La campaña tuvo un total de dieciséis operaciones, que dieron como resultado la extinción del derecho de dominio y la confiscación de bienes para los autores de delitos como el daño a los recursos naturales. También dio lugar a la captura de 113 personas: 96 detenidas en flagrante delito y 17 por orden judicial. En Colombia, la Ley de Delitos Ambientales de 2021 refuerza el marco jurídico y penal contra la deforestación, además de crear otros cinco delitos ambientales, con penas de hasta 15 años de prisión.

A pesar de estos esfuerzos -el despliegue de recursos, la coordinación entre diferentes entidades nacionales y supranacionales y el trabajo de la fuerza pública- la deforestación no se detuvo. La pérdida de bosques en 2022 aumentó en comparación con periodos anteriores y, en contra de lo esperado, se concentró en gran medida en estas áreas naturales. 

Adicionalmente, la campaña ha sido tildada de injusta e innecesaria por su énfasis punitivo y carcelario y por dirigirse a personas y grupos históricamente excluidos y marginados, como las comunidades rurales e indígenas, en lugar de a los grandes acaparadores de tierras y a las estructuras criminales que operan en esos territorios. Según el Ministerio de Medio Ambiente colombiano, los mayores detonantes de la deforestación son la ganadería extensiva ilegal, los cultivos de coca y la tala ilegal.

Más allá de estos problemas, el marco ambientalista que rodeó la campaña es preocupante. Las comunidades rurales dedicadas principalmente a actividades agrícolas y de siembra han hecho uso del sistema legal para denunciar estas operaciones militares que parecen centrarse en reproducir patrones históricos de violencia en lugar de ofrecer resultados favorables para el medio ambiente. Las comunidades rurales e indígenas han denunciado la campaña por casos de detenciones arbitrarias, destrucción de propiedad privada e incautación de materiales, violencia contra las comunidades étnicas y violación de sus derechos civiles, en particular el de libre circulación. Este resultado es especialmente preocupante, teniendo en cuenta la situación histórica de las comunidades que han sido víctimas de múltiples violencias derivadas del conflicto armado, la presencia de grupos al margen de la ley, la falta de institucionalidad y la privación y/o limitaciones en el acceso a servicios básicos.

La victimización y a veces revictimización de estas comunidades a través de medios coercitivos y escenarios de terror debido a incursiones militares proporciona un caso de estudio crítico en la defensa de los derechos humanos. Aunque los Estados tienen un interés especial en la protección del patrimonio medioambiental, el uso de la fuerza militar contra civiles no es la solución. Esta práctica no sólo aumenta la desconfianza de las comunidades rurales e indígenas hacia los militares, sino que confirma lo que diferentes organizaciones de defensa civil y de derechos humanos han afirmado: que estas comunidades son la principal víctima del conflicto armado en Colombia, no sólo por la magnitud de la violencia contra ellas, sino también por la ausencia de cambios positivos en su situación. 

La campaña Artemisa acabó reforzando los patrones de violencia, exclusión y discriminación. La solución a los daños medioambientales no puede consistir en considerar a los miembros de las comunidades marginadas como actores criminales. Por el contrario, estas comunidades deben integrarse activamente en la lucha contra la deforestación. Según las últimas declaraciones de la Ministra de Medio Ambiente, Susana Muhammad, "La Policía y las Fuerzas Militares se centrarán ahora en cuestiones más preventivas y trabajarán mano a mano con la comunidad para contener una mayor deforestación de los bosques del país, especialmente en la Amazonia, donde en los últimos veinte años se han devastado más de un millón 800 mil hectáreas." 

Si este es el caso, es esencial promover políticas que fomenten la reconciliación entre la conservación del medio ambiente y las actividades de subsistencia de las comunidades que habitan los territorios. Además, es fundamental trabajar en el reconocimiento de los derechos de estos comuneros, otorgarles ciudadanía plena, abandonar las prácticas de minimización cultural y trabajar en la creación de escenarios redistributivos y de participación seguros en los que las comunidades tengan un papel activo en las decisiones que se toman en sus territorios.