Las pruebas de ADN pueden favorecer, y dificultar, el ejercicio de la acción penal en casos de violencia sexual

Zainab Mlongo

 El flagelo de la violencia sexual es un problema que finalmente está obteniendo atención crítica.



En enero de 2011, un taxista en una ciudad remota de Kenia violó a una recepcionista de hotel, de 28 años de edad, de camino al trabajo. Ella fue al hospital de inmediato y denunció el delito a la policía. El taxista fue condenado inicialmente por violación, pero tres años más tarde, una jueza del Tribunal Superior de Kenia en Mombasa anuló la condena. La jueza no negó que la víctima fue forzada a tener sexo, ni cuestionó las pruebas confirmatorias del médico.

En cambio, descartó el caso porque la fiscalía no analizó el ADN de las muestras biológicas de la víctima. De acuerdo con la jueza, “es necesario hacer esas pruebas para demostrar una acusación de violación de manera concluyente”. Finalmente, declaró al acusado culpable de atentado al pudor, una acusación menor que redujo su condena en prisión a tres años, y le impuso una multa de 30,000 chelines kenianos, alrededor de $300 dólares estadounidenses.

Esa decisión, que sigue siendo un precedente en Kenia hoy en día, refleja los peligros de una dependencia excesiva de las pruebas de ADN en todo el mundo. La expectativa de que “la ciencia lo demostrará todo” en realidad puede socavar la justicia para las personas sobrevivientes de violencia sexual.

No hay duda de que la tecnología del ADN en casos de violencia sexual ha fortalecido las investigaciones y las acciones penales. Gracias a la tecnología, la policía puede recolectar una mayor variedad de pruebas contundentes; además, el ADN puede conectar a un sospechoso con el lugar donde se cometió el delito. Pero las muestras de ADN solo tienen sentido cuando hay una muestra de referencia con la cual compararlas. Esto significa que ya se debe contar con un sospechoso identificado, por lo que la evidencia de ADN es menos relevante en casos de violación en grupo o violencia relacionada con conflictos, en los cuales los perpetradores suelen ser desconocidos.

"La expectativa de que “la ciencia lo demostrará todo” en realidad puede socavar la justicia para las personas sobrevivientes de violencia sexual".

Además, la evidencia de ADN no puede establecer si el contacto sexual fue consensual, una de las cuestiones más disputadas en estos casos. Y en muchas ocasiones, no es posible obtener muestras biológicas si, por ejemplo, el perpetrador usó condón, o si la persona sobreviviente se bañó después de la agresión o no acudió a una clínica hasta varios días después del suceso.

Pero no se les debe negar el acceso a la justicia a las personas sobrevivientes cuando no hay evidencia de ADN. La ausencia de ADN no significa que el delito no haya ocurrido, así como su presencia no debe llevar a los jueces a concluir que se cometió un delito.

El caso en Kenia apunta a la globalización del “Efecto CSI“, un fenómeno en el que los jurados y los jueces no declaran culpables a los acusados sin la clase de evidencia forense que ven idealizada en la televisión. Sin embargo, varios estudios sobre agresión sexual muestran que la mayoría de las víctimas no acuden a las instalaciones médicas en los tres o cuatro días posteriores a un ataque, que es el momento ideal para recolectar evidencia biológica. En partes de África central y oriental, puede ser complicado transportarse a las clínicas de salud; en la República Democrática del Congo, por ejemplo, las carreteras en mal estado, el combustible costoso y la falta de acceso a un vehículo obligan a las personas sobrevivientes en áreas rurales a caminar durante varios días para recibir tratamiento.

Además, la mayoría de los proveedores de atención médica en las regiones menos desarrolladas no han sido capacitados para recolectar muestras biológicas, como el ADN, ni tienen los recursos para hacerlo de forma adecuada. Las instalaciones de atención médica en las zonas rurales, incluso en los países de medianos ingresos, suelen tener acceso limitado o nulo a los kits posviolación. En los casos en los que sí se cuenta con este equipo, muchas de las víctimas no tienen el dinero suficiente para pagar personalmente los análisis de laboratorio de ADN. En algunos países, incluidas partes de los Estados Unidos, es posible que una persona sobreviviente de violación tenga que pagar entre $500 y $1,500 dólares por el análisis. Y luego están los conocidos retrasos en el análisis de los kits. Un laboratorio en Sudáfrica informó una acumulación de 20,000 kits posviolación no analizados, y las cifras registradas en los Estados Unidos han alcanzado la asombrosa cantidad de 400,000 kits sin analizar.

En Kenia, los analistas del principal laboratorio criminalista del país se lamentan de que, con frecuencia, las pruebas llegan degradadas o contaminadas debido a una recolección, empaque o entrega deficientes. En una visita, vi cómo la hoja de un panga, un machete de dos pies de longitud, sobresalía de su envoltura de papel. Con frecuencia, las muestras tienen poca o ninguna documentación sobre el etiquetado o la cadena de custodia, a pesar de que los tribunales suelen exigirla. El no recolectar, preservar o manejar adecuadamente la evidencia puede destruir un caso.

Kenia no es un caso único. Varios estudios que analizan los casos de agresión sexual en distintas partes del mundo muestran que cuando se trata de recolectar, documentar, preservar y administrar evidencia, existe una falta generalizada de capacitación y competencia entre los profesionales médicos, policiales y judiciales. Estos estudios también apuntan a una necesidad urgente de enfrentar los “mitos sobre la violación” en los que suelen creer los equipos de respuesta inicial: es decir, la tendencia a cuestionar la credibilidad de las víctimas y minimizar la gravedad del delito.

En lugar de invertir en tecnología compleja y, a menudo, costosa, los responsables de la formulación de políticas en países como Kenia deben priorizar una formación rigurosa para mejorar las competencias básicas. Los profesionales clínicos deben averiguar el historial de los sobrevivientes, realizar una evaluación física y psicológica completa y documentar sus hallazgos en formatos estandarizados para garantizar la coherencia y aportar información de manera más eficiente a las investigaciones policiales. Eso no requiere nada más allá de los conocimientos técnicos y una libreta.

Pero no solo los investigadores necesitan capacitación. También es necesario capacitar a los equipos de respuesta inicial para que asistan a los sobrevivientes. Physicians for Human Rights y nuestros aliados en Kenia y la República Democrática del Congo (doctores, enfermeros, agentes de policía, abogados, magistrados y jueces) hemos presenciado el extraordinario poder de la colaboración, como parte de una red, para desarrollar un formulario de admisión médica o una etiqueta de cadena de custodia estándares, instrumentos sencillos que han dado lugar a acciones penales exitosas.

La tecnología de ADN puede ofrecer a los jueces una tentadora manera de ir más allá de la espesura de los testimonios contradictorios, pero no puede sustituir a la formación y la investigación eficaces. La evidencia de ADN nunca debería ser un requisito para probar que se cometió una violación. En cambio, debe considerarse como una herramienta más para promover la justicia para las víctimas de violencia sexual.

El flagelo de la violencia sexual es un problema que finalmente está obteniendo atención crítica. Pero este caso en Kenia debe instarnos a ser cautelosos y no fundar una fe poco realista en los remedios rápidos tecnológicos. Las pruebas de ADN no son un sustituto adecuado del trabajo lento y diligente de capacitar al personal en todos los sectores y desarrollar las capacidades básicas dentro de los sistemas jurídicos nacionales. Solo con el conjunto íntegro de herramientas, los países podrán desafiar la profunda cultura de impunidad que permite estos delitos y brindar a los sobrevivientes la justicia que merecen.

Este artículo se publicó originalmente en el blog de Physicians for Human Rights.