Se está perdiendo la batalla por las mentes y los corazones

Durante décadas, Aung San Suu Kyi fue una figura icónica para el movimiento mundial de derechos humanos. Como firme opositora de una de las dictaduras militares más autoritarias del mundo, recibió el Premio Nobel de la Paz en 1991. En 2015, llevó a su Liga Nacional por la Democracia a una victoria aplastante en las elecciones de Myanmar. Incluso hay una canción de U2 sobre ella. A pesar de las limitaciones que todavía le imponen los militares, ha forjado un espacio democrático en el corazón de la política de Myanmar, algo impensable hace tan solo diez años. Sin embargo, su respuesta (o falta de respuesta) ante las atrocidades cometidas contra los musulmanes rohinyás durante las últimas semanas ha generado una tormenta de protesta y condena internacional. Algunos de sus antiguos defensores exigen que se le retire el Premio Nobel. El régimen mundial de los derechos humanos, que en algún momento la consideró como una de sus integrantes, ahora se enfrenta a una realidad problemática. No solo parece que Aung San Suu Kyi tiene sus propias opiniones sobre la legitimidad de los derechos de los rohinyá, sino que el pueblo de Myanmar sigue idolatrándola a pesar de su polémica posición.

"¿Qué nos dice esto sobre el posible futuro de los derechos humanos en un mundo posoccidental?"

¿Qué nos dice esto sobre el posible futuro de los derechos humanos en un mundo posoccidental? El significado y las necesidades de los derechos humanos no son ni evidentes ni particularmente persuasivos cuando se enfrentan a intercambios sociales, económicos y políticos que imponen costos a alguien más. Esto es especialmente cierto para las poblaciones mayoritarias que pueden lograr lo que desean con mayor eficacia a través de las urnas que a través del derecho internacional. Aung San Suu Kyi es demócrata, es una luchadora por la libertad y una líder del pueblo de Myanmar. Pero simplemente no es de orientación política liberal. De hecho, está resultando ser algo nacionalista, incluso populista; está consciente de que el grupo de apoyo que importa es el que vota por ella, no el que le da premios internacionales simbólicos. Ya se trate de Trump, May, Orban, Duterte o Suu Kyi, solo se necesita una pluralidad de votantes (o de electores del Colegio Electoral) para asegurar la elección. Suu Kyi, cabe mencionar, tiene niveles de aprobación superiores al 80 %.

Los derechos humanos como un activo desperdiciado

Como he argumentado anteriormente, el vasto conjunto de los casos de alto perfil, los tribunales y normas, y las leyes de derechos humanos internacionales pertenece al pasado. Es parte de un mundo que ya no existe, porque los derechos humanos ya no siempre les sirven a los grupos de clase media que los percibían como favorables, pero no amenazadores, para su propia posición privilegiada en la inequitativa distribución del poder social. Los derechos humanos funcionan cuando están integrados en una cultura liberal porque existe una coalición social de ciudadanos suficientemente empoderados para integrarlos, y no porque sean anhelos de libertad y justicia que podamos encontrar en otros idiomas desde hace milenios. En la medida de lo posible, estos ciudadanos han intentado limitar el acceso a los derechos a la “gente como nosotros” y, cuando resultaba difícil hacerlo, encontraron otras maneras de asegurarse de que la libertad genuina no amenazara el orden social establecido.

Flickr/totaloutnow/CC BY-NC-ND 2.0 (Some Rights Reserved).

Aung San Suu Kyi's response, or lack of it, to the atrocities perpetrated against Rohingya Muslims over the past few weeks has led to a storm of international condemnation and protest.


Uno de los elementos básicos de la teoría de la modernización es que la democracia requiere de una clase media, cuyo interés en constreñir el poder arbitrario (desde arriba) y protegerse de la revolución (desde abajo) la lleva a impulsar reformas del tipo liberal: derechos electorales, una prensa libre, libertad de expresión e igualdad ante la ley. Si analizamos este grupo a detalle, encontramos una gran cantidad de personas en una clase “media-media” para quienes lo más importante no es poder subir a la mayor seguridad de la clase media-alta, sino el miedo de que ellos y sus hijos puedan caer en la pobreza. Cuando percibe que sus intereses son amenazados, esta clase media-media bien puede estar dispuesta a apoyar políticas menos liberales, aunque sea de forma tácita al no oponer resistencia, a fin de proteger su propio estatus y seguridad social. Podemos ver algo de esto en el avance del populismo.

El fracaso del contrato social

La idea del contrato social es sencilla: a cambio de renunciar a cierto grado de libertad, los ciudadanos reciben protección, derechos de propiedad y una serie de servicios del gobierno. Pero como bien saben las minorías, esto solo es verdad a nivel conceptual. En un ejemplo obvio, el de la ley y el orden, las minorías y las poblaciones desfavorecidas a menudo enfrentan discriminación en los estatutos legales formales, en la jurisprudencia o en las acciones cotidianas de los agentes del orden. Como demuestra con escalofriante detalle 13th de Ava DuVernay, para los afroestadounidenses, las fuerzas del orden son algo que hay que evitar, ya que la policía es sinónimo de ataques racistas y a menudo mortales.

En consecuencia, el trabajo de activistas de todo tipo se ha dedicado durante décadas a desestabilizar las normas sociales en torno al género, la raza, la sexualidad y la religión, desafiando las expectativas de los ciudadanos “modelo” que anclan el contrato social. Este es exactamente el tipo de libertad —vivir plenamente como una persona en sintonía con sus propios deseos, intereses e identidad— que protegen los derechos humanos. Sin embargo, restablecer el viejo contrato social, suponiendo que esto fuera posible, podría significar discriminar a favor de aquellos que reclaman un lugar privilegiado en el órgano soberano para sus intereses y su identidad. Muchos populistas ven el movimiento de derechos humanos como una conspiración encabezada por las élites para robarles su derecho de nacimiento a los “verdaderos” ciudadanos a través de maniobras legales e institucionales a nivel internacional (y nacional). Esto margina a quienes han intentado reescribir el contrato para hacerse un lugar como ciudadanos plenos.

La frase “democracia liberal” se remonta tan solo a las décadas de los 1930-1950. No existe necesariamente un vínculo entre “liberal” y “democrático”; la oposición entre ambos ha estado tan presente en su historia como la alianza. Es perfectamente posible imaginar democracias que ignoren ciertos derechos fundamentales. Las esperanzas utópicas de los promotores de los derechos humanos, arraigadas en el optimismo de la década de los 1990, deben dar paso a una evaluación sobria del escenario político transformado al que se enfrentan los derechos. Es hora de que el movimiento de derechos humanos vuelva a unirse a la política progresista liberal de izquierda y ponga fin a su proyecto, que ha durado más de cuarenta años, de ofrecer un fundamento nuevo, legalista y muchas veces abstracto para desafiar el poder arbitrario y la discriminación. La batalla de la democracia significa convencer a la deteriorada clase media-media de que, además de ser lo correcto, le conviene defender lo “liberal” de la “democracia liberal” y seguir teniendo fe en los derechos humanos.