El aspecto del mundo y de nuestros sistemas de salud y sociedades después de esta fase de la pandemia dependerá de cómo pensemos nosotros colectivamente y, a su vez, de lo que nosotros hagamos para exigir a nuestros gobiernos y otros actores poderosos que cambien su forma de actuar. Tenemos que reducir la curva y presionar por la igualdad de acceso al equipo de protección, las pruebas, el tratamiento, el aislamiento seguro, las innovaciones y cualquier vacuna futura. Las acciones y la solidaridad en las que insistamos hoy determinarán la magnitud de la devastación económica en nuestros países, y en el resto del mundo, así como el sufrimiento masivo debido a la pérdida de medios de subsistencia, la escasez de alimentos y el aumento de la pobreza.
Debemos evitar volver a una versión idealizada de lo “normal” que oculte la injusticia estructural de la realidad previa a la pandemia. Recordemos que, justo antes de que estallara la pandemia, Oxfam anunció que 200 multimillonarios poseían tanta riqueza como el 60 % de la población mundial. No obstante, la estela de muerte y sufrimiento que ha creado esta horrible pandemia también logró algo que años de activismo quizás no pudieron lograr. Aflojó el control que ejercía el neoliberalismo sobre nuestras imaginaciones colectivas, lo que nos permite un replanteamiento mucho más amplio de nuestros modelos económicos y estructuras de gobernanza global, nuestros sistemas de salud y la economía política de la salud global.
Las señales de alarma son claras. Philip Alston, relator especial sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, advirtió que la COVID-19 podría llevar a la pobreza a más de 500 millones de personas adicionales. Algunos Estados han tomado medidas que habrían parecido imposibles hace apenas unos meses, entre ellas, nacionalizar los sistemas de salud, proporcionar pagos directos en efectivo y suspender los desalojos y ejecuciones hipotecarias. Mientras que demasiados otros han recurrido a las trilladas estrategias del amiguismo y un modelo estándar de autocracia que descuida a las poblaciones vulnerables.
Nosotros podemos organizarnos para insistir de forma colectiva en que se hagan cambios jurídicos y de políticas para generar consecuencias distributivas drásticamente distintas; no solo al interior de los países, sino también entre ellos.
Pero esta crisis está tan extendida, y supone una conmoción tan tremenda para decenas de millones de personas en todo el mundo, que muchas más personas se han convencido de que necesitamos desesperadamente cambiar de rumbo como una “comunidad global” colectiva. Las leyes de impuestos, antimonopolios, propiedad intelectual, regulación financiera y otras áreas, junto con un orden económico global antidemocrático, evolucionaron durante décadas para aumentar el capital privado, reducir las capacidades y recursos públicos y hacer que los gobiernos parezcan irrelevantes. El orden económico global quedó a la absoluta disposición de las élites. Nada de eso era inevitable; de hecho, fue producto de acciones orquestadas durante años. Y ahora —al igual que el New Deal surgió de la Gran Depresión en los Estados Unidos— nosotros podemos organizarnos para insistir de forma colectiva en que se hagan cambios jurídicos y de políticas para generar consecuencias distributivas drásticamente distintas; no solo al interior de los países, sino también entre ellos. Por supuesto, esta será una tarea sobrehumana, pero como dijo Albert Camus, autor de La peste, sobre hacer que la justicia volviera a ser imaginable tras el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, “llamamos sobrehumanas a las tareas que [nosotros, los humanos] tardamos mucho tiempo en realizar, eso es todo”.
Es igualmente importante lograr que la promoción de los derechos de salud y otros derechos humanos vuelva a ser central —y en algunos lugares siquiera pertinente— para las luchas políticas democráticas y por la justicia social. Quienes caminamos por este mundo con múltiples capas de privilegio tenemos que preguntarnos, con honestidad y humildad, cuál es la mejor manera de contribuir. Este no es el momento de aislarnos en nuestras particularidades. Nuestras campañas por la equidad en salud, los sistemas de salud pública y una solidaridad genuinamente global en cuestión de salud no pueden estar separadas de los movimientos por los derechos laborales y de la tierra ni de las campañas ambientales y contra el racismo.
En esta pandemia, se ha hecho dolorosamente evidente que la salud y los sistemas de salud reflejan el deterioro de la democracia en muchas de nuestras sociedades.
En esta pandemia, se ha hecho dolorosamente evidente que la salud y los sistemas de salud (tanto salud pública como atención médica) reflejan el deterioro de la democracia en muchas de nuestras sociedades. Esto no se refiere únicamente a las restricciones de las libertades civiles y el despliegue de tecnologías de vigilancia en nombre de la salud pública. La calidad de la democracia se refleja en la falta de justificación y rendición de cuentas con respecto a las decisiones gubernamentales que incluyen el acceso a las pruebas y la atención; la restricción de los derechos sexuales y reproductivos; las condiciones de trabajo de los proveedores de salud; y las medidas tomadas para proteger a las poblaciones vulnerables de las repercusiones del confinamiento durante esta pandemia.
Ya hace mucho tiempo que deberíamos haber aprendido esta lección sobre los vínculos inextricables entre la salud, los sistemas de salud y la democracia. En cambio, hemos aceptado un discurso que trata la salud como algo especializado y técnico. Hemos ignorado la abominable injusticia en cuanto a la salud, salvo que el dolor social simplemente llegue a ser demasiado. Al inicio de la pandemia de VIH/SIDA, millones de personas marginadas de todo el mundo tuvieron que actuar de manera colectiva para reivindicar sus derechos y declarar que no eran externalidades prescindibles, sino miembros de sus sociedades con plena igualdad. El VIH/SIDA dio lugar a una abundancia de investigaciones y una nueva arquitectura en la gobernanza de salud mundial. También nos mostró que, a pesar de lo crítico que será el tratamiento médico efectivo para conquistar la COVID-19, la movilización colectiva por los derechos y la dignidad moldeará la realidad a la que nos enfrentaremos después de la pandemia.
Esta es una nueva pandemia, con una nueva política y nuevas dinámicas. Pero no podemos permitir que el distanciamiento físico implique dejar de actuar. Por el contrario, si la organización física es mucho más difícil, esto se ve compensado por la facilidad con la que podemos intercambiar información, crear nuevas geografías de conexión a través de las fronteras y los movimientos, actuar de manera coordinada y establecer nuevas redes transnacionales en este mundo interconectado.
En todo caso, este “distanciamiento social” prolongado debería hacernos conscientes de que nuestras acciones (e inacción) tienen consecuencias de vida o muerte para otras personas, en nuestras comunidades y sociedades, e incluso en otros rincones del mundo. Es necesario que nuestra reflexión sobre lo que nos debemos mutuamente y sobre cómo actuamos vaya más allá de esta pandemia. Pensemos en la justicia climática o el orden económico global inequitativo. Lo que exigimos de nosotros mismos y de nuestros gobiernos en el Norte global todos los días determina las posibilidades de vida y las opciones de otras personas en el Sur global. Lo mejor que podríamos forjar a partir de esta calamidad global es, parafraseando a Pablo Neruda, una conciencia mucho más profunda de ser humanos diversos pero iguales y creer en un destino común, y actuar en consecuencia.