Las investigaciones sobre el cerebro sugieren que enfatizar las violaciones de derechos humanos puede perpetuarlas


A lo largo de las últimas décadas, gran parte de la labor en materia de derechos humanos se ha centrado forzosamente en sacar a la luz las violaciones de derechos humanos. Pero concentrarse exclusivamente en el comportamiento abusivo, sin prestar atención a lo contrario, tiene un costo.

De acuerdo con investigaciones psicológicas y neurobiológicas, la exposición reiterada a relatos de violaciones de derechos humanos puede tener el efecto no intencionado de incitar a las personas a realizar los mismos actos que deseamos eliminar. Por ejemplo, las acciones negativas reiteradas de algunos integrantes de un grupo específico llegan a percibirse como el comportamiento normal del grupo en su conjunto. Por consiguiente, los activistas deben lograr un equilibrio entre exponer las violaciones y demostrar un comportamiento positivo orientado hacia los derechos humanos. Al aprovechar la capacidad del cerebro para mentalizar y simular acontecimientos, los mensajes sobre comportamientos positivos podrían propiciar los cambios que deseamos ver en el mundo. 

Algunos de los momentos más oscuros de la historia humana tienen sus raíces en la deshumanización de grupos y personas. Si los activistas de derechos humanos pueden ver qué hay detrás de estas tendencias, pueden trabajar para afrontar las causas fundamentales y no solo los síntomas de la deshumanización. La investigación muestra que muchos de los procesos que contribuyen a la deshumanización no se basan necesariamente en una falta de empatía con el grupo victimizado. En cambio, se basan en mecanismos neurobiológicos orientados a mantener nuestro propio grupo a toda costa. De hecho, es posible que los fracasos en la promoción de comportamientos positivos y prosociales no dependan de nuestra capacidad de empatizar con el “otro” sino del grado en que nos identificamos y alineamos con nuestro propio grupo.

Las violaciones extremas de los derechos humanos a menudo se originan a partir de mecanismos neurobiológicos poderosos que llevan a los seres humanos a reflejar o simular lo que ven hacer a otros integrantes de su grupo. Investigaciones muy recientes muestran cómo la exposición reiterada a expresiones de odio, como leerlas repetidamente en los medios locales, podría preparar al cerebro para que emplee un lenguaje de odio o incluso cometa actos de odio. 

Esto puede resultar peligroso para los defensores de derechos humanos: cada vez que una organización, fuente de noticias o medio de comunicación enfatiza y resalta repetidamente una forma de violación de los derechos humanos, incluso para condenarla, se activa a la vez un componente muy específico del cerebro social que enfatiza el cumplimiento de las normas de nuestro propio grupo. Con el tiempo, el cerebro social justificará estos actos y encontrará formas de eximir de responsabilidad a nuestro grupo. 

Por otra parte, un estudio histórico publicado en 2012 mostró que el sentimiento de vinculación con un grupo no solo provoca una desconexión con los “otros” más lejanos, sino que podría conducir directamente a la deshumanización de esas comunidades. Los experimentos indicaron que, a mayor vinculación social de las personas con grupos muy unidos, menor es la probabilidad de que atribuyan estados mentales humanos a otras personas distantes. También es más probable que recomienden un tratamiento severo para esos otros distantes.

Pero ¿la empatía lo explica todo? Una gran multitud de organizaciones sin fines de lucro en todo el mundo ha trabajado sin cesar para aumentar la empatía entre grupos, aunque en gran medida ha sido mediante la concientización sobre el sufrimiento de los grupos marginados o pidiéndoles a las personas que se pongan en el lugar de los otros. Sin embargo, la incapacidad de sentir empatía con otras personas es algo que ocurre todo el tiempo.

Las investigaciones demostraron que cuando se presentan imágenes de personas con dolor, la activación de las partes del cerebro donde reside la empatía es considerablemente menor para los desconocidos que para seres queridos o personas de la misma raza. Otras pruebas muestran que es más fácil promover el comportamiento agresivo en las interacciones entre grupos que entre individuos. Cuando las relaciones sociales cambian de “yo contra ti” a “nosotros contra ellos”, las interacciones humanas suelen volverse mucho más agresivas.

Por ejemplo, en un experimento, los investigadores examinaron si actuar como miembros de un grupo competitivo, en lugar de actuar solos, conduciría en última instancia a un aumento en la disposición a dañar a los competidores. Usando imágenes de resonancia magnética funcional, o IRMf, se pidió a los participantes que realizaran una tarea competitiva, una vez por su cuenta y una vez dentro de un grupo. Después, se les pidió a estos mismos participantes que realizaran una actividad en la que tenían la opción de dañar a los competidores de otro grupo. Los resultados mostraron una activación cerebral reducida en relación con la empatía y la toma de decisiones morales entre los participantes que actuaban dentro del grupo, en comparación con los participantes que actuaban solos. Más adelante, esta activación reducida se vinculó con su disposición a dañar a una persona de otro grupo. 

La advertencia para los activistas de derechos humanos es que suspender nuestro sentido de moralidad individualizada a cambio de normas grupales es uno de los factores influyentes que conducen a la deshumanización. Pero ¿cómo revertimos los conceptos de deshumanización una vez que se han creado? Y si estos procesos están profundamente arraigados en mecanismos inconscientes, psicológicos y neurobiológicos que han evolucionado durante cientos de miles de años, ¿es posible desactivarlos o transformarlos?

La respuesta es: no tenemos que hacerlo. ¿Qué pasaría si utilizáramos la capacidad de nuestro cerebro para simular mentalmente un acontecimiento en el que, en lugar de imaginarnos o simular que dañamos a una persona, nos imaginamos ayudándola? Los investigadores analizaron si los mismos mecanismos que subyacen a los procesos relacionados con la empatía también podrían funcionar para apoyar la forma en que nuestro cerebro visualiza el mundo, a lo que llamamos simulación episódica. Sus resultados no solo mostraron que el acto de imaginarse ayudando aumentaba las intenciones reales de los participantes de ayudar a otras personas, sino también que cuanto más vívidamente podían las personas imaginar una situación hipotética, más probabilidades había de que ayudaran a otros.

Estos resultados se reprodujeron en el marco del Proyecto de Sesgo Implícito de Mindbridge, una serie de capacitaciones que aprovechan la neuroplasticidad del cerebro para cambiar la relación de una persona con el sesgo y la discriminación hacia los grupos sociales a lo largo del tiempo.

Otra investigación mostró concretamente la forma en que la simulación episódica positiva, en combinación con el aprovechamiento del cerebro social, puede tener como resultado la rehumanización de otro grupo. A través de una serie de experimentos realizados en Israel, los investigadores les pidieron a judíos israelíes que leyeran sobre miembros de su grupo que ayudaban a los palestinos. Descubrieron que los judíos israelíes que se dieron cuenta de que su grupo ayudaba a los palestinos mostraban una mayor humanización con respecto a los palestinos.

El reto para el movimiento de derechos humanos es contrarrestar la deshumanización generada por la influencia de los grupos y las imágenes de violaciones de derechos humanos con algo diferente. Al ejemplificar la clase de comportamiento que queremos ver —amabilidad, cuidado y empatía— podemos comenzar a rehumanizar a los grupos vulnerables.

Si la inhumanidad se puede aprender, también es posible aprender a ser más humanos. Comprender el cerebro puede ayudarnos a hacer precisamente eso.