En todas las regiones del mundo, hay movimientos populares espontáneos que exigen una mejor gobernanza, estado de derecho y justicia. En este preciso momento, numerosos ciudadanos descontentos están saliendo a las calles de Líbano, Chile, Hong Kong y Egipto, entre otros. Sin embargo, a medida que más y más personas tratan de ejercer sus derechos democráticos, las detenciones arbitrarias y las medidas represivas —incluido el uso de la fuerza injustificado, y muchas veces letal, contra los disidentes y manifestantes— se están convirtiendo en la norma, desde Rusia hasta Ruanda.
El Monitor CIVICUS, un índice de las libertades cívicas en 196 países, muestra que solo el 4 % de la población mundial vive en países que protegen plenamente las libertades cívicas. Según la relatora especial de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos y la lucha contra el terrorismo, el 66 % de las comunicaciones enviadas por los titulares del mandato en seguimiento de las violaciones de derechos humanos se refieren al uso de medidas antiterroristas, o medidas de seguridad en términos más amplios, para restringir a la sociedad civil. De acuerdo con un informe reciente, esta cifra extraordinariamente alta “pone de relieve el uso abusivo e indebido de las medidas antiterroristas en contra de la sociedad civil y los defensores de los derechos humanos desde 2005. En 2017-2018, la proporción fue ligeramente superior, del 68 %. Esta sólida prueba empírica, medida entre 2005 y 2018, afirma que los ataques contra la sociedad civil no son un aspecto aleatorio o incidental de las leyes y prácticas antiterroristas”.
El problema se originó a principios del siglo XXI. Después del 11 de septiembre, cuando la atención del mundo se centró en la lucha contra el terrorismo, la administración en funciones en Estados Unidos fue capaz de instrumentalizar a sus aliados y a las Naciones Unidas para apoyar una “guerra contra el terrorismo” mediante la promulgación de leyes y prácticas cuestionables. Convenientemente, se hizo caso omiso de normas bien establecidas, como la prohibición de la tortura y el derecho a un juicio imparcial. Se estableció una estructura mundial de lucha contra el terrorismo diseñada para ser opaca y, por lo tanto, no tener que rendir cuentas. Cabe argumentar que esta estructura no ha cumplido su propósito de acabar con el terrorismo.
Lo que ha hecho, sin lugar a duda, es proporcionar a los gobiernos y líderes políticos el mejor pretexto del mundo para silenciar la disidencia. Estados tanto autoritarios como democráticos han reutilizado el discurso antiterrorista para crear marcos jurídicos que les permiten aplastar la disidencia en nombre de la lucha contra el terrorismo, por cualquier medio posible y sin los mecanismos de rendición de cuentas que se requieren.
Estados tanto autoritarios como democráticos han reutilizado el discurso antiterrorista para crear marcos jurídicos que les permiten aplastar la disidencia.
El resultado es un claro desmantelamiento de la democracia y el deterioro de las libertades cívicas. Este problema es global y cada vez más preocupante. Entre 2001 y 2018, al menos 140 gobiernos aprobaron leyes antiterroristas. El problema no radica necesariamente en las leyes, sino en el mal uso que se hace de ellas. De acuerdo con el International Center for Not-for-Profit Law, tan solo en 2015 y 2016 se aprobaron 64 leyes que restringen a la sociedad civil.
A veces, el proceso es lento y constante, y a veces es acelerado. Las campañas de desprestigio comienzan cuando los líderes declaran que la disidencia es antinacionalista, opuesta al interés público y a la soberanía estatal, como ha estado sucediendo en India. Esta retórica se adentra rápidamente en terrenos peligrosos. De pronto, los críticos se transforman en “traidores” y poco después se les tilda de “terroristas”, como ha hecho en fechas recientes el gobierno chino con respecto a los manifestantes en Hong Kong. Se determina que las salvaguardias constitucionales y las leyes que impiden que el ejecutivo se extralimite en las democracias son obsoletas para hacer frente a las emergencias fabricadas.
Cuando se recurre a la justificación de la seguridad, es frecuente que las protecciones constitucionales queden al margen: por ejemplo, más de 2,000 activistas fueron detenidos en Egipto en tan solo dos semanas y 2,285 de ellos seguían bajo custodia en octubre de 2019. Los abogados y líderes de la sociedad civil catalogados como terroristas ahora tienen que afrontar toda la brutalidad de las leyes antiterroristas. En 2018, el 58 % de las acusaciones contra defensores de derechos humanos se realizaron en virtud de leyes de seguridad, según la relatora especial de la ONU sobre la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales en la lucha contra el terrorismo. Los ciudadanos en las regiones de Jammu y Cachemira administradas por India vivieron esta realidad recientemente, cuando India impuso toques de queda, detuvo a miles de personas e instituyó un apagón de comunicaciones casi total.
Conforme a esta manipulación, los defensores de la libertad pronto se convierten en el enemigo. Esta retórica no es nueva. Los gobiernos opresivos la han utilizado durante años. El gobierno del apartheid de Sudáfrica calificó de terroristas a los miembros del Congreso Nacional Africano. Muchos países consideraban que Nelson Mandela era un terrorista antes de que fuera reconocido como un héroe, precisamente gracias a la reutilización del discurso de seguridad para aplastar las aspiraciones democráticas. Sin embargo, muchas veces no sabemos quiénes son los defensores legítimos de la libertad sino hasta después de los hechos.
“Un enfoque dirigido por civiles, en el que participaran la sociedad civil y las comunidades, era la forma más eficaz de prevenir el extremismo violento”.
La diferencia entre entonces y ahora es que la estructura nacional y global que protegía a los gobiernos antes del 11 de septiembre no estaba tan institucionalmente arraigada ni era tan opaca como lo es ahora. Por ejemplo, tan solo en la estructura de la ONU para la lucha contra el terrorismo hay unos 18 órganos distintos. El legado de la estructura antiterrorista que crearon Estados Unidos y sus aliados después del 11 de septiembre incluye una cooperación intergubernamental en materia de seguridad sin precedentes. Si bien dicha cooperación no es por fuerza mala, su alcance actual da lugar a importantes violaciones de la privacidad y de otros derechos básicos. Criticar las acciones que realizan los Estados en nombre de la lucha contra el terrorismo es muy difícil, sobre todo para los gobiernos occidentales que fueron los principales creadores de estas estructuras opacas.
Uno de estos organismos intergubernamentales opacos es el Grupo de Acción Financiera (GAFI), que se estableció en 1989 para combatir el lavado de dinero y cuyo mandato se expandió después de los ataques del 11 de septiembre para incluir la regulación de fondos para frenar el terrorismo. En octubre de 2001, el GAFI emitió ocho recomendaciones especiales para los Estados; una de ellas se centra en las organizaciones sin fines de lucro. Aunque la intención de las recomendaciones era buena, los gobiernos que desean restringir el espacio para la sociedad civil han utilizado una interpretación inflexible de la reglamentación del Grupo en materia de flujos de financiamiento con el fin de reducir el financiamiento internacional que es crucial para los grupos de la sociedad civil. Ya sea debido a la manipulación de las leyes pertinentes o la detención de abogados y periodistas, el resultado es la destrucción de mecanismos importantes de supervisión y rendición de cuentas.
La ironía en el debate de la lucha contra el terrorismo es que estas estrategias jurídicas draconianas no están funcionando. No han llevado a un cese del terrorismo; de hecho, en muchos casos, han generado ideologías extremistas. La sociedad civil ha demostrado ser invaluable en la lucha contra el terrorismo, ya que ofrece un lugar en el que las comunidades pueden expresar sus quejas y presenta una narrativa alternativa a las ideologías extremistas. La relatora especial sostuvo que, en realidad, el enfoque contrario contribuye más al combate del terrorismo y el extremismo, afirmando que “un enfoque dirigido por civiles, en el que participaran la sociedad civil y las comunidades, era la forma más eficaz de prevenir el extremismo violento”.
¿Cómo pueden los Estados invertir en la sociedad civil y proteger la seguridad nacional al mismo tiempo?
Es necesario reformar estas estructuras antiterroristas opacas, o quizás desmantelarlas, para centrarse en estrategias que realmente funcionen y desenmascarar a los gobiernos que están desmantelando la democracia en nombre de la lucha contra el terrorismo. Que dejen claro lo que están haciendo en realidad, lo cual en muchos casos es silenciar la disidencia y debilitar el estado de derecho y el acceso a la justicia para mantener un poder adquirido de forma indebida.