James Hathaway tiene razón: el sueño de los redactores de la Convención sobre los Refugiados de 1951 no se ha hecho realidad. Si bien millones de refugiados llevan vidas independientes, hay millones más que no lo hacen, y solamente tienen derecho a una vida indigna en los campamentos que respalda la comunidad internacional.
Lamento esta situación tanto como lo hace Hathaway, y como él, me opongo a las personas que culpan a la Convención sobre los Refugiados por esta situación inaceptable. Donde nos distanciamos es cuando él argumenta que la solución radica en implementar la Convención tal como es. La Convención sobre los Refugiados no está equivocada, pero su alcance es limitado. Su implementación plena es algo necesario pero no suficiente para arreglar los problemas que más debilitan al régimen de refugiados. Concretamente, existe una distribución de responsabilidades estatales injusta y un desequilibrio entre la prohibición vinculante de devolver a los refugiados y un sistema informal de cooperación internacional, lo que significa que algunos Estados deben acoger a más refugiados que otros.
El Alto Comisionado para los Refugiados saliente, António Guterres, dijo que “...si hay un protocolo aún pendiente de redactar para complementar la Convención de 1951, se trata de uno sobre la solidaridad internacional y la distribución de la carga”. La Convención sobre los Refugiados no exige que las cargas se compartan de manera equitativa, ya sea en su modalidad financiera o territorial. La Convención no impone obligación alguna de admitir refugiados, a menos que se presenten en tus fronteras y negarles la entrada ponga en peligro sus vidas o su libertad. En general, las disposiciones positivas (integracionistas) de la Convención dan por sentada la admisión. La Convención responde la pregunta “¿quién es un refugiado?”, pero no aborda la cuestión más espinosa: “¿el refugiado de quién?”
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Migrants and refugees are stranded in Greece following border closures and tightened security in Macedonia and other Balkan States.
Dicho lo anterior, concuerdo con la visión de Hathaway de hacer funcionar el tratado. Pero basar todo el argumento sobre la responsabilidad compartida en la Convención sobre Refugiados, tal como está, tiene una desventaja política. Muchos Estados de acogida de refugiados no son partes del tratado y es poco probable que se unan al club a menos que les prometa un trato más justo del que se ofrece actualmente.
Por todas estas razones, la búsqueda de un nuevo modelo debe ser un esfuerzo que incluya más que solo implementar la Convención sobre los Refugiados. El núcleo de este modelo debe ser una responsabilidad común pero diferenciada, como sugiere Hathaway, y me gustaría ofrecer algunos comentarios sobre tres aspectos clave de su audaz propuesta.
El mundo necesita un paradigma de admisión de refugiados que no se base en la proximidad ni la afinidad, sino más bien en el tradicional deber de rescatar a las personas en apuros.
En primer lugar, yo llevaría más allá la propuesta de que “[n]o es necesario que exista un vínculo entre el lugar al que llegue el refugiado y el Estado en el que reciba la protección”. De hecho, debemos repensar todo el aspecto territorial de la protección de refugiados. Dónde “ocurren” los refugiados es casi invariablemente una cuestión de azar. El mero hecho de estar más cerca del país de origen de los refugiados no significa necesariamente que los ciudadanos de los países de acogida serán más compasivos. El mundo necesita un paradigma de admisión de refugiados que no se base en la proximidad ni la afinidad, sino más bien en el tradicional deber de rescatar a las personas en apuros, dondequiera que estén. Por lo general, se considera que la cooperación internacional para responder a los desastres es obligatoria, lo que permite el desarrollo de modelos de intervención altamente eficaces. Así, el lenguaje de los desastres y el rescate ofrece una gran variedad de conceptos y herramientas que se pueden utilizar en las emergencias de refugiados: la prioridad de salvar vidas, la evaluación rápida de las necesidades, la evacuación, el refugio, el “traslado a un lugar seguro”. También tiene implicaciones más amplias para la forma en que concebimos el rescate de los refugiados. Podría ser que a los refugiados del futuro no los definiera su capacidad de cruzar una frontera internacional, sino la capacidad (y voluntad) de la comunidad internacional para acercarse a ellos en el ejercicio de su deber de rescatar.
En segundo lugar, como propone Hathaway, hay que establecer “un sistema común internacional de determinación de la condición de refugiado y una evaluación de grupos a primera vista”. Esto es necesario no solo para reducir los costos de procesamiento, aunque esa es una consideración importante. No podrá funcionar ningún sistema de responsabilidad colectiva si no existe un consenso sobre si se trata de un flujo de refugiados o no. Desde que Fridtjof Nansen era el Alto Comisionado para los Refugiados en la década de 1920, las funciones de esa oficina han incluido forjar dicho consenso cada que se avecina una nueva crisis. Este entendimiento común de quién necesita protección no debería verse limitado por la relativamente estrecha definición de “refugiado” de la Convención de 1951. Es importante que lo acompañe la negociación de un plan de acción integral y específico para cada situación (como ocurrió en el caso de los vietnamitas en la década de 1980). Dicho plan deberá delinear las responsabilidades de los Estados, tanto cercanos como lejanos. No puede haber una sola solución mundial para la crisis mundial de refugiados. Sin embargo, creo que un enfoque grupal hacia el reconocimiento de la condición de refugiado y la distribución de responsabilidades, según cada situación, tiene un potencial que hasta la fecha no se ha aprovechado con suficiente firmeza.
En tercer lugar, las sugerencias indicadas anteriormente, y de hecho gran parte de lo que el propio Hathaway recomienda, requieren alguna forma de administración internacional de las crisis de refugiados, pero solo en la medida en que “internacional” significa “interestatal”. Cualquier noción de una administración supranacional, donde una organización internacional sustituya su propia autoridad, es un espejismo peligroso. Si se delegara la autoridad estatal de esta manera, probablemente estaría ocultando una abdicación deliberada de responsabilidad. Es decir, los Estados culparían de su propia falta de cooperación al máximo chivo expiatorio: la ACNUR. Los campamentos son la respuesta convencional a los flujos de refugiados porque permiten esta función de evasión de responsabilidad: un campamento administrado por la ACNUR es problema de la ACNUR.
“Cambiar la administración de la protección de los refugiados del nivel nacional al internacional” como sugiere Hathaway significa que los Estados delegarían a la ACNUR sus responsabilidades de protección. Esto debe evitarse. La ACNUR no puede y no debe asignar los fondos ni a los refugiados. Sin embargo, puede hacer algo más que simplemente administrar las cuotas una vez que se establezcan. Como se sugirió anteriormente, la ACNUR debería ser más directa en su papel de mediadora, impulsando soluciones duraderas y una distribución equitativa de responsabilidades. Al desempeñar este papel, también debe prestar más atención a las inquietudes de los Estados con menos recursos del régimen. Para dar solamente un ejemplo, los Estados más pobres, de primera línea, ya deben de estar hartos de escuchar que el reasentamiento en terceros países es la solución menos deseable, y que debe usarse de manera “estratégica”. Ellos interpretan esto como que unos cuantos refugiados serán reubicados en otros países, pero el grueso de los casos tendrán que integrarse a nivel local.
De acuerdo con el paradigma de rescate por el que abogo, el reasentamiento se llamaría evacuación y los países que se definen a sí mismos como “países de reasentamiento” ya no podrían establecer las reglas únicamente entre ellos, con la ACNUR a cuestas.