La desigualdad extrema como la antítesis de los derechos humanos

Un mundo en el que el 1 % más rico posee el 48 % de la riqueza mundial, y en el que este desequilibrio continúa acelerándose, es indecente. La desigualdad radical sostiene inevitablemente a la pobreza extrema, del mismo modo en que sostiene a la riqueza extrema. Y la pobreza extrema se puede definir mejor como una condición en la que la gran mayoría de los derechos humanos no tiene posibilidad alguna de hacerse realidad. En otras palabras, la desigualdad no es solamente una cuestión económica, sino también una de derechos humanos.

Algunos actores económicos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) han comenzado a hablar sobre las consecuencias económicas negativas de tales desigualdades. Sin embargo, no es casualidad que estas sean las mismas organizaciones que resisten con firmeza las políticas que incorporarían los derechos humanos a sus políticas y programas. Por supuesto, la culpa no es realmente de las organizaciones en sí, sino de los gobiernos que las controlan. Es revelador que, cuando se plantean cuestiones económicas y financieras en el Consejo de Derechos Humanos, invariablemente alguien argumenta que ese no es el foro adecuado y que esos asuntos deben tratarse en otros lugares. Y cuando se hacen esfuerzos por hablar de derechos humanos en los foros económicos, los mismos gobiernos insisten en que esas cuestiones se deben abordar en el Consejo de Derechos Humanos. En otras palabras, buscan colocar en compartimentos separados cuestiones que están profundamente entrelazadas.

La extrema desigualdad también debe verse como un motivo de vergüenza para el movimiento internacional de derechos humanos. 

La extrema desigualdad también debe verse como un motivo de vergüenza para el movimiento internacional de derechos humanos. Así como las instituciones económicas mundiales han eludido los derechos humanos, las agrupaciones principales de derechos humanos también han evitado abordar los aspectos económicos de los derechos. Sin embargo, no se deben confundir estas decisiones institucionales sesgadas y contraproducentes con la estructura real del derecho de los derechos humanos. Es una absoluta insensatez afirmar, como lo hace Samuel Moyn, que “incluso los derechos humanos perfectamente implementados son compatibles con […] la desigualdad radical”, o que los derechos humanos “no tienen nada que decir acerca de la desigualdad”.

Los derechos económicos y sociales son una parte fundamental de los derechos humanos, y debemos tener cuidado de no equiparar el esfuerzo determinado que han realizado los Estados Unidos a lo largo de varias décadas para negar y socavar el estatus de estos derechos con las realidades al exterior de los EE. UU. Los órganos de derechos humanos que interpretan la norma de igualdad han destacado desde hace tiempo que la igualdad formal no es un sustituto adecuado para la clase de igualdad sustantiva que requieren los principios de derechos humanos, incluso si no existe un “derecho a la igualdad” independiente, como tal, en el derecho de los derechos humanos.

Incluso en el ámbito de los derechos civiles y políticos, cada vez hay una mayor conciencia de que la captura del proceso político por la riqueza extrema, una tendencia que ha sido muy mal vista desde hace tiempo cuando ocurre abiertamente en los países en vías de desarrollo, ahora es una amenaza muy real en los países desarrollados, incluidos los propios Estados Unidos.

Estos acontecimientos deberían escucharse como un llamado de atención para el movimiento de derechos humanos. Ya no es posible ignorar que las cuestiones de recursos y redistribución son parte de la promoción de los derechos humanos. Las principales ONG de derechos humanos, incluidas Human Rights Watch y Amnistía Internacional, necesitan superar su profunda reticencia a incluir esta clase de temas en sus investigaciones, análisis y actividades de promoción. La consecuencia de no hacerlo actualmente es que, a pesar de todo su excelente trabajo para exhibir la magnitud de una gama específica de violaciones de derechos civiles y políticos, las estructuras y sistemas más profundos que sostienen la pobreza extrema e ignoran las desigualdades extremas, de hecho, persisten. El statu quo, por lo tanto, permanece intacto.

 
Flickr/John Christian Fjellestad (Some rights reserved)

Filipino youths view downtown Manila from a rooftop in a poorer neighborhood.


En relación con lo anterior, existe la necesidad de que los defensores de los derechos humanos reflexionen de manera más profunda sobre el vínculo entre los recursos y la naturaleza de la obligación de garantizar el respeto de los derechos civiles y políticos. Los enfoques existentes se han basado con demasiada frecuencia en la ilusión de que las consideraciones de recursos no son relevantes para evaluar el cumplimiento gubernamental de las obligaciones internacionales pertinentes. En consecuencia, las cuestiones sobre la disponibilidad de recursos y la igualdad de acceso a dichos recursos se han excluido en su gran mayoría de las partes más vibrantes del sistema internacional de derechos humanos, y han sido relegadas, en cambio, a los debates de menor categoría sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Irónicamente, en este último contexto se les dio una importancia abrumadora, de manera que la reserva incluida en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que las obligaciones de un Estado se extienden solamente hasta el máximo de los recursos de que disponga, se invoca con frecuencia para justificar casos abusivos de incumplimiento.

De manera más general, la comunidad de derechos humanos tiene que enfrentar directamente la magnitud en la que la desigualdad extrema debilita los derechos humanos. Un punto de partida es reconocer claramente que hay límites respecto al grado de desigualdad que puede conciliarse con las ideas de igualdad, dignidad y compromiso con los derechos humanos para todas las personas. Los gobiernos deberían hacer un compromiso formal con las políticas diseñadas explícitamente para eliminar la desigualdad extrema. Los derechos económicos y sociales deben convertirse en una parte integral de los programas de derechos humanos. Una campaña concertada para garantizar que todos los Estados tengan un piso de protección implementado sería una señal de transformación en este sentido. Ese concepto (elaborado inicialmente por la Organización Internacional del Trabajo, con el respaldo subsiguiente de la ONU y ahora incluso del Banco Mundial) se basa en la experiencia de una variedad de países de todo el mundo que han abordado con éxito la pobreza mediante programas con cobertura universal, formulados en términos de derechos humanos y de derechos jurídicos a nivel nacional.

Por último, la comunidad de derechos humanos en general necesita reconocer que la política fiscal es, en muchos aspectos, una política de derechos humanos, un concepto defendido desde hace tiempo por organizaciones de vanguardia como el Centro por los Derechos Económicos y Sociales. La naturaleza regresiva o progresiva de la estructura tributaria de un Estado, y los grupos y fines para los que otorga exenciones o deducciones, dan forma a la distribución de los ingresos y activos entre la población. Inevitablemente, esto afecta los niveles de desigualdad y disfrute de los derechos humanos. La implementación de medidas redistributivas adecuadas mediante las políticas fiscales es indispensable para garantizar un respeto pleno de los derechos humanos.

Lejos de tener poco que decir sobre la desigualdad económica, los derechos humanos exigen que los Estados rechacen la desigualdad extrema y hagan un compromiso formal con las políticas diseñadas explícitamente para reducirla, si no es que eliminarla. Estas políticas deben considerar los derechos económicos, sociales y culturales con tanta seriedad como los derechos civiles y políticos. Deben garantizar que haya pisos de protección social y regímenes fiscales destinados a reducir la desigualdad y hacer efectivos los derechos de todas las personas. Para que el movimiento de derechos humanos pueda impulsar a los Estados a que adopten esta agenda a favor de la igualdad, primero necesita corregir sus propios sesgos y vacíos, lo que incluye revitalizar las interpretaciones normativas de la igualdad y volver a incorporar las cuestiones de recursos y redistribución a la ecuación de los derechos humanos.