¿Así es como empieza? ¿Con ira, con las exigencias de millones de personas que sienten que les fueron robados sus derechos de nacimiento, con aquellos que afirman: “nosotros construimos este país, nosotros peleamos sus guerras, ¿cuándo será nuestro turno?”? Donald Trump es, por donde se mire, un candidato horrible para convertirse en presidente del Estado más poderoso del planeta, un narcisista impulsivo, racista y sexista que miente con desenfreno y odia con fervor. Sus ayudantes ya ni siquiera confían en él para que maneje su propia cuenta de Twitter. Y ahora es el abanderado de una coalición social que cada vez resulta más familiar: iracundos hombres (y mujeres) blancos de clase obrera con una educación formal pobre y perspectivas de empleo más pobres aún, junto con conservadores blancos descontentos de clase media, muchos de ellos religiosos, que están furiosos porque perdieron la guerra cultural. Ya nos hemos encontrado antes con esta coalición: es un caldo de cultivo para el fascismo. Los liberales se tienen que avivar, y tienen que hacerlo rápido. ¿La Corte Penal Internacional (CPI), los derechos humanos globales y las normas internacionales? Solo son los actos secundarios. Ahora la batalla es algo mucho más presente y visceral. Es la batalla de la democracia, y en esa lucha, los derechos humanos están demasiado comprometidos por su asociación con una élite muy liberal —precisamente la élite a la que odia la coalición Putin/Trump/Brexit— como para convertirse en un estandarte principal de movilización.
Press Association Images/Paco Anselmi(All rights reserved)
Donald Trump as he makes his acceptance speech in New York following his victory to become he 45th president of the United States.
Para la base de apoyo de Trump, sus tremendos y evidentes defectos son irrelevantes. Él es una granada de mano carente de políticas que pretende desencadenar una revolución. De su admiración por Putin y su estilo autoritario, hasta el machismo, la bravuconería sexual y el menosprecio de las minorías, las perspectivas de los derechos humanos en los EE. UU. —por no hablar de a nivel mundial— bajo el régimen de Trump son catastróficas. Para su coalición, los derechos humanos son un juego de trile impulsado por los liberales cosmopolitas para robarles la nación a sus herederos legítimos, y principalmente blancos. Que no quepa la menor duda, la derecha está avanzando; en Gran Bretaña, en Hungría, en Austria, en Dinamarca, en Alemania, en los Países Bajos, en la India y ahora, de manera más importante que en todos los anteriores, en los Estados Unidos. Si Marine Le Pen logra ganar en Francia en 2017, el fascismo realmente habrá llegado, tan solo setenta años después de que asumimos que había sido desterrado para siempre. Sacar a los inmigrantes, erigir barreras comerciales, poner a mi nación en primer lugar y para siempre, aplastar a los intelectuales con gafas, degradar a los antipatrióticos, envolverse en la bandera y humillar a los no creyentes. Trump incluso agregó una buena dosis de antisemitismo para completar. Después del Brexit, sostuve que se aproximaba el invierno para los derechos humanos.
Pues ya llegó.
Llegó porque el modelo de mercado liberal democrático que ha apuntalado cuarenta años de crecimiento en materia de derechos humanos ya no funciona. Llegó porque lo que se suponía que debía suceder, el derrame de riqueza, nunca sucedió de manera significativa. La época de los derechos, cuatro décadas de un nuevo y potente conjunto de reivindicaciones de dignidad, igualdad de trato y protección —a favor de la urbanidad, de la oposición dinámica a la autoridad—, se construyó sobre la base de algo que los seguidores de Trump ahora perciben como una mentira. Para ellos, los derechos humanos no fueron heraldos de una nueva era de distribución justa para todos sino una manera de robar la herencia de los verdaderos estadounidenses. Claro que los derechos humanos no fueron los factores que impulsaron este cambio, fueron parte de su ideología. Lo que lo impulsó fue un experimento democrático masivo en el se les pidió a millones de votantes de la clase obrera, en su mayoría blancos, cuyos antepasados —según dice su mitología— construyeron la nación, que esperaran pacientemente mientras se modernizaba la economía. Había que liberalizar los mercados y acabar con el poder de los sindicatos, y todos seríamos libres. Elección tras elección, conforme millones de personas salían perdiendo durante esta enorme transformación demográfica, donde los salarios se estancaban o caían, y la inmigración barata e incluso ilegal llenaba el sector de los servicios de trabajadores mal pagados, creció un “precariado“ cuya experiencia de vida cotidiana era la inseguridad crónica. Pero mientras que los inmigrantes ilegales y los recién llegados no tenían derecho al voto, los votantes blancos de clase obrera y sus compañeros de viaje culturalmente conservadores eran ciudadanos. Estaban furiosos. Los gobiernos de “izquierda” que prometieron una tercera vía —Clinton y Blair— les fallaron a los primeros y los gobiernos de “derecha” que no hicieron nada para frenar la inmigración y menospreciaron los valores cristianos les fallaron a los segundos. La combinación de clase y raza repentinamente volvió a adquirir relevancia, lo que planteó un gran desafío para un país con una historia racial tan problemática como los Estados Unidos. De pronto, todas las formas de diversidad estaban en la mira.
Los empresarios políticos, Trump, Le Pen, Farage, Wilders, salieron a decir: existe otra vía. Con celeridad, indicaron que los inmigrantes, las minorías religiosas, los refugiados, los beneficiarios de la ayuda exterior y el sistema liberal eran el problema. Sus seguidores saben que la élite liberal los ve como ignorantes, retrógradas, una vergüenza. Pero con la ayuda de Trump encontraron su voz, que dice: ustedes pueden tomar el control. Solo tienen que quitarle el poder al gobierno y expulsar a los extranjeros que robaron sus trabajos o los están realizando en China. Sí se trataba de una enorme conspiración, después de todo. Ustedes tenían razón. Se ha incumplido el contrato social (blanco). Y ustedes se vieron forzados a mostrarse agradecidos, la policía de la corrección política los obligó a tolerar a quienes atacan todo lo que ustedes representan y destruyen sus valores más preciados.
Ya no se trata de la izquierda contra la derecha...Es la élite liberal alejada de la realidad contra los demás.
La elección de Trump cambió todo esto. Ya no se trata de la izquierda contra la derecha, porque buena parte de la base de apoyo natural de esa izquierda se ha perdido (ojalá que no de manera permanente —un rayo de esperanza— pero, vaya oportunidad perdida que fue la candidatura de Sanders). Es la élite liberal alejada de la realidad contra los demás. Y ¿saben qué? Los liberales van a perder. Su ideología característica, el libre mercado y los derechos humanos, será una de las primeras cosas en desaparecer. Resulta atractiva para un grupo demográfico demasiado pequeño. ¿Por qué la gente no se ha dado cuenta de esto? Porque las élites liberales hablan con otras élites liberales y a menudo en la ciencia política los árboles no dejan ver el bosque.
Trump hizo todo lo posible para perder y aun así ganó.
¿Puede resolver alguno de estos problemas? Por supuesto que no. Es imposible revertir los tremendos cambios económicos sin detener el comercio y el crecimiento; en ese caso, el aumento de equidad se lograría a expensas de una enorme contracción económica. ¡Recordemos que prometió recortes de impuestos para los ricos! Lo que se necesita es un plan a largo plazo de readaptación profesional, inversión estratégica en la educación y una buena cantidad de trabajo de investigación y desarrollo para la nueva economía. Todo lo cual requiere coordinación, en lugar de una serie interminable de enfrentamientos bipartidistas en los sistemas político y jurídico. Se requerirá la ayuda de los mismos expertos, cuyos nombres están ahora tan desprestigiados, para formular y poner en práctica el plan. Estos son grandes problemas y tomará tiempo para que salgan a la superficie. ¿Y qué sucede con el corto plazo?
Hay muchas áreas en las que los derechos humanos se verán perjudicados, pero vamos a destacar tres de ellas. Nombramientos a la Corte Suprema: al menos uno (con la probable aprobación del Senado republicano) será suficiente para derogar Roe vs. Wade, y puede ser que Trump tenga tres durante sus cuatro años de gobierno. Aguanta, Notorious RBG. Inmigración: si el plan realmente es deportar a millones de trabajadores indocumentados, entonces los campos de internación, las redadas en la madrugada a cargo de miles de funcionarios gubernamentales armados, las muertes y los asesinatos bajo arresto, los enfrentamientos fronterizos con armas de fuego y la miseria lacerante son casi inevitables. Y la política exterior: Assad y Putin saben que pueden aplastar a Alepo con impunidad porque al presidente Trump únicamente le interesa algo que ellos también quieren, un ataque aéreo masivo contra ISIS. Con esto ni siquiera empezamos a hablar del repudio de Trump de generaciones de consensos en la política pública exterior estadounidense respecto a la OTAN, su tendencia a hacer exigencias unilateralmente a otros países que no hay manera de realizar sin negociaciones y acuerdos, y su compromiso con la tortura. No cabe duda de que las actitudes tóxicas de Trump también afectarán el clima general para los derechos, para las mujeres, para las personas con discapacidades y para las minorías de una manera profundamente negativa al legitimar la discriminación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Para defender los derechos humanos a nivel mundial, luchar contra Trump y el Trumpismo. Luchar contra el fascismo. Poner fin a esta búsqueda desafortunada de instituciones y normas mundiales fallidas, como la CPI, la penalización del delito de agresión y la Convención sobre los Crímenes contra la Humanidad, e ir a donde en verdad está la lucha, en el terreno, en las legislaturas nacionales, en los tribunales nacionales, donde realmente existe un “nosotros” contra “ellos”. Acoger la política nacional, en lugar de la internacional. La lucha ahora se trata de la democracia, de la organización democrática, de acercarse a los demás, de crear coaliciones de apoyo que debiliten las bases fascistas y de abordar, con seriedad, la clase, la raza y la identidad. El fascismo se combate reconstruyendo el apoyo a favor de la política democrática progresista dentro de las fronteras nacionales, y no construyendo castillos en el aire de la normativa internacional. Ahora, es en las urnas nacionales, más que en el derecho internacional, donde se debe ganar la batalla por los derechos humanos.