En vez de liberar a las personas, enfocarse en la “identidad” puede esencializarlas

Fotografía del 15 de junio de 2020 que muestra a la defensora de derechos humanos y líder de la Asociación Mujeres Tejiendo Sueños y Sabores de Mampuján, Juana Ruiz, mientras luce un tapabocas elaborado por las tejedoras para prevenir el contagio de la covid-19, en Mampuján (Colombia). Las hábiles manos de los artesanos que en remotos lugares de América Latina bordan, pintan o tallan obras que son muestra de su inmensa diversidad cultural. EFE/ Ricardo Maldonado Rozo[ACOMPAÑA CRÓNICA: LATINOAMÉRICA ARTESANOS]


Mis abuelos paternos migraron desde el Medio Oriente y el Norte de África hasta el Caribe francófono. Mis abuelos maternos eran inmigrantes europeos en el Cono Sur de Latinoamérica. Viví la mitad de mi niñez en el aire frío, seco y liviano de una ciudad sembrada en la cima de los Andes, y la otra mitad de mi niñez inmerso en los aromas cálidos de las flores y las lluvias de la selva húmeda tropical, en un hermoso valle de ríos dulces que bañan el Pacífico. 

Quizá estas raíces mixtas son el porqué me siento extraño dentro de los discursos de la identidad y por qué me parece que puedo verlos como desde el exterior. Como lo veo, actualmente hay un acuerdo generalizado —a lo largo de un espectro de activistas, académicos y organizaciones que defienden los derechos humanos, promueven la igualdad y trabajan con comunidades marginalizadas— acerca de la importancia de situar la identidad como un punto central de las narrativas de resistencia y emancipación. 

Esta es una reacción normal y justificada, pues las desigualdades tremendas y trágicas insertas en los códigos legales y culturales de las sociedades como en la que vivo —machista, clasista, racista, heteronormativa y regionalista— están basadas en la producción y reproducción de los imaginarios colectivos hegemónicos. Estas normas compartidas perpetúan los prejuicios anclados en la esencialización de las identidades, que justifican de forma tácita la imposición de unas diferencias injustas y refuerzan las jerarquías de poder. 

Hay, sin embargo, una tensión: al centrar las resistencias en la idea de identidad, sin quererlo podríamos estar contribuyendo a la reproducción de los discursos que la esencializan. 

Como sociedades que están volviéndose cada vez más concientes de nuestros crímenes históricos, abusos, privilegios y errores, debemos adoptar más acciones afirmativas y medidas de reparación cada vez más robustas para lidiar con nuestras injusticias estructurales múltiples, deplorables y prevalentes. Entre ellas está, por ejemplo, la segregación social, política y económica de, y la violencia contra, afrodescendientes; la exterminación y desposesión de pueblos indígenas y campesinos; y el maltrato y la discriminación de los pobres, las mujeres, homosexuales y habitantes de las provincias marginalizadas de un Estado centralista. Pero debemos adoptar esas medidas porque están orientadas hacia las personas, familias y comunidades que, de distintas maneras, han sido víctimas de las injusticias producto de las construcciones sociales de su “identidad”. Al hacerlo, estamos tomando la decisión, como una sociedad más conciente, no sólo de nuestras responsabilidades históricas sino también de nuestras posibilidades históricas, de reconocer la humanidad compartida dentro de nuestra rica diversidad.

Al centrar las resistencias en la idea de identidad, sin quererlo podríamos estar contribuyendo a la reproducción de los discursos que la esencializan. 

Como recuerda Amartya Sen en su libro Identidad y violencia, “la violencia está promovida por el cultivo de un sentido de inevitabilidad de una identidad supuestamente singular, y a menudo beligerante, que se supone que tenemos y que aparentemente nos hace unas exigencias extensas (a veces del tipo más odioso)”. 

Al adoptar una posición de resistencia y emancipación basada en la esencialización de la identidad, corremos el riesgo de reforzar y legitimar de forma inconciente los códigos culturales que se imponen sobre individuos y comunidades, tanto desde afuera como dentro del poder ejercido por las élites locales. Como Seyla Benhabib lo señala en The Claims of Culture: los argumentos basados en la cultura pueden tener consecuencias iliberales, al “establecer fronteras rígidas y firmes en torno a las identidades culturales” y conllevar a la necesidad de “‘vigilar’ estas fronteras para regular la membresía interna y las formas de vida ‘auténticas’”. a Una vez escuché a un líder anciano de una comunidad afro referirse a un joven que había decidido dejar su pueblo para estudiar matemáticas en una universidad en el exterior que “para mí, él ya no es una persona negra”. 

Las comunidades rurales con las que trabajo en Colombia ven difícil la cooperación entre sí para la defensa de sus territorios y formas de vida contra los poderes globales de fuerzas extractivistas tanto legales como ilegales, porque los instrumentos que la legislación nacional y la jurisprudencia ponen en sus manos para hacerlo están definidas sobre todo en términos de campesinos, identidades afro o indígenas que producen discordia en lugar de promover la coordinación. En 2011, distintas comunidades de la región de Montes de María se reunieron para negociar la creación de un “territorio intercultural” para integrar varios tipos de formas de propiedad comunitaria y de autogobierno estipuladas legalmente para distintos grupos étnicos y comunidades rurales. Hasta ahora, esa iniciativa no ha prosperado y ha experimentado unos conflictos cada vez más duros: las territorialidades basadas en la identidad producen una falta de alineación de los incentivos entre las distintas comunidades, lo cual yuxtapone sus intereses y produce brechas políticas entre territorios vecinos y a veces traslapados.

En últimas, estas limitaciones privilegian la “continuidad y preservación de culturas con el tiempo en lugar de su reinvención, reapropiación o incluso subversión”.

En esa misma región, como en muchas otras, los instrumentos legales, como la consulta previa (una consulta obligatoria por ley que debe hacerse a las comunidades étnicas que pudieran ser afectadas por proyecto de desarrollo), son instrumentalizadas de forma estratégica por carteles de abogados, agencias gubernamentales y empresas privadas para poner en conflicto a distintas comunidades, y a veces a distintos grupos en una misma comunidad, para obtener ganancias económicas o políticas. ¿Hasta qué punto los diseños institucionales para la reparación y la protección de identidades más bien dividen a las personas y comunidades y producen el efecto contrario de facilitar y aumentar la conquista global de territorios locales? 

La capacidad fundamental que permite a las personas actuar contra los poderes hegemónicos globales y las economías extractivas es la capacidad de obtener conocimiento de las distintas experiencias ricas de una humanidad común, de usar instrumentos legales y políticos internacionales y de interactuar con redes transnacionales y multiculturales de activistas para defender el pequeño territorio que cada persona considera como su hogar. En ese sentido, la emancipación local requiere de una ciudadanía cosmopolita. 

Tomemos un momento para repensar el lugar de la identidad en nuestras interpretaciones culturales y en nuestras propuestas para la intervención social. Quizá no debemos darle a la “identidad” una centralidad incuestionable. ¿Hasta qué punto, al hacerlo, invitamos la reproducción acrítica de ciertos patrones culturales y de identidad? Estos patrones pueden establecer límites epistémicos injustos para el autoconocimiento, la conciencia de las capacidades y el desencadenamiento de aspiraciones de comunidades e individuos que buscan, sobre todo, ser libres. 

Quizá el fulcro más apropiado para fortalecer las palancas de la resistencia y la emancipación, que tenemos la responsabilidad de defender, es el de nuestra humanidad común y no nuestras diferencias o insularidades. Quizá la verdadera descolonización de nuestras mentes e instituciones requiere una reinterpretación de nuestras luchas locales en términos de un reconocimiento cosmopolita de la universalidad de nuestros reclamos por dignidad y justicia. Los derechos humanos y los derechos a la ciudadanía pueden ser unas vigas más sólidas para enmarcar los reclamos concretos de justicia e igualdad, comparados con las telas de la identidad que son bellas pero ambiguas, legítimas pero confusas, fuertes pero quizá contraproducentes.  

Debemos recordar que las raíces alimentan, pero también atan.

 


Este artículo es parte de una serie publicada en asociación con la Iniciativa Joven sobre la Economía Política Global de Occidental College, la división de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal de Arizona y el Instituto de Desigualdades en Salud Global de la USC. Surge de un taller de septiembre de 2019 celebrado en Occidental sobre “Conversaciones globales transversales sobre derechos humanos: interdisciplinariedad, interseccionalidad e indivisibilidad.