La Convención sobre Refugiados de la ONU ocupa una posición cada vez más marginal respecto a la manera en que se protege a los refugiados alrededor del mundo. Yo opino que esto es algo malo: para los refugiados y para los Estados.
Al presentar el borrador de la Convención sobre los Refugiados, hace unos 65 años, el primer secretario general de la ONU explicó que “[e]sta fase... se caracterizará por el hecho de que los refugiados llevarán una vida independiente en los países que los alojaron. A excepción de los casos ‘extremos’, los refugiados ya no serán mantenidos por una organización internacional como lo son actualmente. Se integrarán al sistema económico de los países de asilo y ellos mismos cubrirán sus propias necesidades y las de sus familias”.
Sin embargo, hoy en día, y a pesar de que 148 países se han unido a la Convención sobre los Refugiados, la realidad es todo lo contrario. A la mayoría de los refugiados actualmente no se les permite vivir vidas independientes. A la mayoría de los refugiados sí los mantiene una organización internacional. Y a la mayoría de los refugiados definitivamente no se les permite satisfacer sus propias necesidades.
En la actualidad, la mayoría de los refugiados no disfrutan la libertad de movimiento a la que tienen derecho conforme al derecho internacional. Como una ironía particularmente cruel, el organismo de la ONU para los refugiados, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), opera más campamentos de refugiados que cualquier otra entidad. Esta respuesta no solo es ilegal, sino absurdamente contraproducente. Los refugiados se convierten en cargas para los países de acogida y para la comunidad internacional y se ven debilitados en formas que a menudo hacen difícil que alguna vez puedan regresar a casa, integrarse localmente o reasentarse. El riesgo de la violencia en los campos de refugiados también es endémico; las mujeres y los niños son particularmente vulnerables ante la ira que surge con demasiada frecuencia cuando las personas están encerradas.
¿Qué salió mal?
Algo que no está mal es la Convención sobre los Refugiados en sí misma. La definición de refugiado (una persona con “fundados temores de ser perseguida” por motivos de discriminación) ha demostrado ser muy flexible, al identificar nuevos grupos de personas profundamente marginadas que no pueden beneficiarse de las protecciones de derechos humanos en sus propios países.
Al menos igual de importante, su catálogo de derechos específicos para los refugiados sigue siendo tan valioso como siempre. La teoría subyacente de la Convención sobre los Refugiados no se trata en absoluto de crear dependencia mediante dádivas. Por el contrario, garantiza los derechos sociales y económicos que necesitan los refugiados para poder recuperarse tras verse forzados a salir de su propia comunidad nacional; por ejemplo, a tener acceso a la educación, buscar trabajo y emprender negocios. Y como resultaba evidente para los Estados que redactaron el tratado, los refugiados no podrían empezar a cuidar de sí mismos, y mucho menos a contribuir al bienestar de las comunidades de acogida, si estaban encerrados.
Flickr/World Bank Photo Collection (Some rights reserved)
Operated by UNHCR, the Zataari Refugee camp in Jordan houses nearly 80,000 Syrian refugees.
Por esta razón, tan pronto como una persona refugiada se someta a la jurisdicción del país anfitrión, compruebe su identidad ante las autoridades y responda a cualquier inquietud relacionada con la seguridad, la Convención sobre los Refugiados exige que se le otorgue no solo la libertad de movimiento, sino también el derecho de elegir su lugar de residencia, un derecho que conservará hasta y a menos que se tome una determinación negativa sobre su solicitud de asilo. De hecho, un estudio reciente muestra que los países que sí facilitan la libertad de movimiento de los refugiados suelen obtener beneficios económicos a partir de la presencia de refugiados.
Entonces, ¿por qué tantos refugiados enfrentan restricciones a su libertad de movimiento? Parte de la razón es que establecer campamentos de refugiados es una respuesta sencilla y aplicable para todos que tanto la ACNUR como muchos de sus aliados humanitarios pueden implementar con rapidez y eficiencia. Cuando existe un imperativo político para actuar, el establecimiento de campamentos es una señal clara y concreta de compromiso. De hecho, incluso mientras el resto del mundo ignoraba en gran medida a los Estados de la región que recibían a la mayoría de los refugiados sirios, los donantes internacionales contribuyeron fondos para construir y operar campamentos de refugiados.
Lo más fundamental, sin embargo, es que negar los derechos de movilidad de los refugiados es una estrategia que resulta atractiva para los Estados que preferirían ignorar su obligación internacional de proteger a los refugiados. Aunque no están dispuestos a aceptar los costos políticos que acarrearía renunciar formalmente al tratado, hay Estados con recursos económicos y prácticos que durante años han intentado asegurarse de que los refugiados nunca lleguen a su jurisdicción, que es el momento en el que las obligaciones se vuelven inherentes. Sin embargo, las prácticas disuasorias se han desafiado en los tribunales cada vez con más frecuencia y éxito. Claro que los Estados más pobres, y los que tienen fronteras particularmente porosas, rara vez han podido desalentar la llegada de refugiados. En ese contexto, la detención de los refugiados, a menudo acompañada de otros malos tratos después de la llegada, se percibe como la segunda mejor manera en la que un Estado puede “enviar un mensaje” de que no está abierto a la llegada de refugiados.
Pero, ¿por qué es tan frecuente que los Estados no estén dispuestos a recibir refugiados? La seguridad y la protección se mencionan con frecuencia, por supuesto. Si bien esas preocupaciones pueden ser reales, no hay evidencias empíricas de que los refugiados representen un mayor riesgo de delincuencia o violencia que los muchos otros no ciudadanos que cruzan las fronteras de forma rutinaria; ni, de hecho, que los que ya residen en el Estado, incluidos sus ciudadanos. En cualquier caso, la Convención sobre los Refugiados toma una actitud muy firme en esas situaciones: exige que se excluya de la condición de refugiado a cualquier persona de la que se tengan sospechas razonables de ser un delincuente, y les permite a los Estados expulsar a las personas que demuestren ser una amenaza para su seguridad o protección; incluso enviándolos de vuelta al país en el que eran perseguidos, si no hay otra alternativa.
La mayoría de los gobiernos creen que los refugiados que llegan a sus fronteras les imponen, a ellos y solamente a ellos, obligaciones incondicionales e indefinidas.
Más bien, la verdadera preocupación es que la mayoría de los gobiernos creen que los refugiados que llegan a sus fronteras les imponen, a ellos y solamente a ellos, obligaciones incondicionales e indefinidas. La idea de que la llegada de refugiados pueda subvertir en efecto la autoridad soberana de un Estado sobre la inmigración es comprensiblemente inquietante, incluso para los Estados poderosos. Para los Estados del mundo menos desarrollado, que reciben más del 80 % de los refugiados del mundo, el desafío puede ser intenso. No cuentan más que con la ayuda de la caridad de los países más ricos (a menudo muy insuficiente e inevitablemente mutable), y rara vez reciben un apoyo significativo para reducir la responsabilidad humana de la protección. De los aproximadamente 14 millones de refugiados que hubo en el mundo el año pasado, solo alrededor de 100,000 fueron reasentados; tan solo dos países, los Estados Unidos y Canadá, cubrieron la mayor parte de esta aportación lamentablemente insuficiente.
El desafío, entonces, es garantizar que los refugiados tengan acceso a una protección significativa de manera que se aborden las justificadas preocupaciones de los Estados y se aproveche la propia capacidad de los refugiados para contribuir a la factibilidad del régimen de protección.
La ironía es que la misma Convención sobre los Refugiados sugiere el camino a seguir. Rechaza un modelo basado en la caridad a cambio del empoderamiento de los refugiados. Presta mucha atención a las preocupaciones de los Estados sobre la seguridad y la protección. No exige la admisión permanente de los refugiados, sino únicamente su protección mientras dure el peligro en su país de origen. Y lo que es tal vez más importante, nunca pretendió que el régimen de refugiados funcionara de la manera atomizada y falta de coordinación que ha caracterizado la mayor parte de sus casi 65 años de historia. Por el contrario, el preámbulo de la Convención reconoce expresamente que “la concesión del derecho de asilo puede resultar excesivamente onerosa para ciertos países”, de manera que una protección genuinamente mundial “no puede, por esto mismo, lograrse sin solidaridad internacional”.
Esta no es solo otra gastada apelación a los Estados para que estén a la altura de lo que firmaron. Más bien, es una exhortación a que cambiemos radicalmente la manera en que se implementa el derecho sobre los refugiados. Las obligaciones son correctas, pero los mecanismos para implementarlas tienen defectos que con demasiada frecuencia llevan a los Estados a actuar en contra de sus propios valores e intereses, y que causan sufrimiento innecesario a los refugiados.
¿En qué sentido es preciso avanzar?
Un equipo de abogados, científicos sociales, activistas de ONG y funcionarios gubernamentales e intergubernamentales, de todas partes del mundo, trabajamos durante cinco años para concebir el modelo para un nuevo enfoque hacia la implementación de la Convención sobre los Refugiados. Llegamos a un consenso sobre una serie de principios básicos.
1. Las reformas deben abordar las circunstancias de todos los Estados, no solo de los pocos más poderosos.
La mayoría de los esfuerzos para “reformar” el régimen de refugiados en los últimos años han sido diseñados y controlados por Estados poderosos, como Australia y la Unión Europea. No se ha hecho ningún esfuerzo por compartir de manera equitativa y vinculante las cargas y responsabilidades mucho más pesadas del mundo menos desarrollado, ni siquiera al nivel de las aportaciones económicas o la garantía de oportunidades de reasentamiento. Esto condena a los Estados más pobres, y al 80 % de los refugiados que reside en ellos, a depender de un apoyo voluble y por lo general insuficiente, lo que suele ocasionar que no se respeten los derechos de los refugiados. También se trata de esfuerzos decididamente miopes, ya que la falta de alternativas significativas de protección cerca de casa es una motivación importante para buscar asilo fuera de la región; y esto a menudo favorece las estrategias de los contrabandistas y traficantes.
2. Formular planes para los movimientos de refugiados, en vez de simplemente reaccionar a ellos.
El sistema internacional para los refugiados debe comprometerse a una división predeterminada de las cargas (económicas) y la responsabilidad (humana). Factores como las aportaciones anteriores a la protección de los refugiados, el PIB per cápita y la tierra cultivable pueden ser puntos de partida sensatos para asignar proporciones respecto a las dimensiones económica y humana de la protección. Pero, como dejó claro el reciente esfuerzo infructuoso de la Unión Europea para determinar esas proporciones después del hecho, solamente será posible implementar la lógica, basada en los seguros, de las asignaciones fijas si se realiza antes de que suceda un movimiento de refugiados específico.
3. Aceptar responsabilidades comunes pero diferenciadas para los Estados.
No es necesario que exista un vínculo entre el lugar al que llegue el refugiado y el Estado en el que reciba la protección mientras dure el peligro en su país; esto debilitaría la lógica de la migración económica disfrazada a través del procedimiento de asilo. Y en vez de pedirles a todos los Estados que desempeñen las mismas funciones de protección, debemos aprovechar la capacidad y la disposición de distintos Estados para que contribuyan de diferentes maneras. El núcleo de un régimen de protección renovado debería ser una responsabilidad en común pero diferenciada; es decir, que más allá de la obligación común de ofrecer primer asilo, los Estados podrían asumir una variedad de funciones de protección dentro de su cuota de responsabilidad compartida (protección mientras dura el peligro, integración permanente inmediata en casos excepcionales, reasentamiento residual); aunque todos los estados tendrían la obligación de contribuir a la distribución compartida de cargas (económicas) y responsabilidad (humana), sin favorecer una dimensión en detrimento de la otra.
4. Cambiar la administración de la protección de los refugiados del nivel nacional al internacional.
Abogamos por que una ACNUR revitalizada sea la responsable de administrar las cuotas, con autoridad para asignar fondos y refugiados con base en el respeto de las normas jurídicas; y la promoción del cambio a un sistema común internacional de determinación de la condición de refugiado y una evaluación de grupos a primera vista para reducir los costos de procesamiento, para así liberar fondos a fin de ofrecer un apoyo real y confiable a los países inmediatos de acogida, incluido el financiamiento inicial para fomentar el desarrollo económico que vinculará a los refugiados con las comunidades de acogida y que facilitará su posterior regreso a casa. Nuestros economistas sugieren que una reasignación de los fondos que se gastan actualmente en los sistemas nacionales de asilo sería más que suficiente para financiar este sistema. Y dado que, como se describe más adelante, un reconocimiento positivo de la condición de refugiado no tendría consecuencias inmigratorias a nivel nacional para el Estado en el que se evaluara dicha condición, sería posible obtener estos ahorros sin generar preocupaciones sobre la soberanía.
5. Ofrecer protección mientras dure el peligro, no necesariamente una inmigración permanente.
Debemos dejar claro que este es un sistema en el que la migración es un medio para lograr la protección, y no un fin en sí misma. Se fomentarían los regímenes de entrada controlada cuando fuera posible, aunque se debe respetar el derecho de los refugiados de llegar a cualquier lugar que esté a su alcance sin penalización por su presencia ilegal (de esa manera, se reduciría el mercado para los contrabandistas y traficantes). Algunos refugiados, como los menores no acompañados y las víctimas de traumas graves, requerirán una integración inmediata permanente, mientras que a otras, en cambio, se les deberán otorgar derechos de protección mientras dure el peligro. Una asistencia para el desarrollo creativa que vincule a los refugiados con sus comunidades de acogida mejoraría las posibilidades de integración local, y muchos refugiados finalmente se sentirían capaces de volver a casa. Pero en el caso de aquellos que siguieran sin tener acceso a cualquiera de estas soluciones de 5 a 7 años después de su llegada, se garantizaría un reasentamiento residual para los que aún estuvieran en peligro, lo que les permitiría rehacer sus vidas con derechos duraderos garantizados; un marcado contraste con la situación común actual de incertidumbre a menudo indefinida.
Si realmente queremos evitar que persista la tragedia humanitaria, no solo en Europa sino alrededor del mundo, es necesario poner fin al enfoque atomizado y caótico hacia la protección de refugiados que existe hoy en día. Ha llegado el momento no de renegociar la Convención sobre los Refugiados, sino de finalmente llevar a la práctica ese tratado para que funcione de manera justa y confiable.