Tiempos difíciles para los derechos humanos

Zbigniew Brzezinski, el asesor de seguridad nacional del presidente Carter que falleció este año, escribió en 1990 que: “Los derechos humanos son la idea política más magnética de la época contemporánea”. Varios académicos han llegado a cuestionar la exactitud de esta opinión en cuanto a las relaciones internacionales recientes, incluso antes de la elección de Donald Trump y su evidente minimización del tema.

Recientemente, escribí una reseña sobre cuatro destacados críticos de los derechos humanos internacionales. Stephen Hopgood, por ejemplo, considera que la atención a los derechos humanos de parte de los Estados de las Naciones Unidas y organizaciones similares es poco más que un imperialismo cultural occidental. Samuel Moyn escribió que la promoción de los derechos humanos universales es otro proyecto utópico, destinado a fracasar, similar al comunismo y los movimientos de liberación nacional. Eric Posner también considera que los derechos humanos en la política exterior de Occidente son una intención descarriada de hacer el bien con respecto a las naciones en desarrollo y una estrategia muy inferior en comparación con esfuerzos más prácticos como la asistencia económica. Finalmente, Emilie Hafner-Burton piensa que la única manera de escapar de las desilusiones actuales en materia de derechos humanos es hacer coincidir las acciones con los intereses nacionales de los Estados guardianes, evidentemente occidentales.

Estos cuatro académicos plantean muchos puntos válidos para ayudar a explicar la frustración generalizada de quienes tenían la esperanza de que la idea de los derechos humanos podría generar una política internacional con un rostro más humano. Sin embargo, cuando Hopgood utiliza el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) como ejemplo de un “proyecto civilizador europeo”, parece no comprender bien al CICR, el cual carecía de control general sobre el Movimiento de la Cruz Roja, aceptaba dos emblemas además de la Cruz Roja, no estaba dispuesto a retirarles el reconocimiento a las Sociedades Nacionales de la Media Luna Roja y la Cruz Roja, y no expresaba juicio público alguno sobre la mayoría de los Estados. Ese es un imperialismo occidental muy débil, si es que es imperialismo del todo.

Del mismo modo, el argumento de Moyn está equivocado en cuanto sostiene que los derechos humanos remontaron en la década de los 1970 solo cuando habían fracasado otras utopías. Desde mucho antes era ampliamente conocido que el comunismo soviético había fracasado en su intento de liberar a la humanidad, y los movimientos de liberación nacional de hecho habían sido exitosos en gran medida en su lucha contra el colonialismo. Esos movimientos nunca se expresaron de forma unánime sobre el carácter que tendría el gobierno una vez expulsados los colonialistas.

Posner simplemente asume, de forma errónea, que la idea de los derechos humanos es para el consumo extranjero y no tiene ningún valor añadido para los Estados Unidos y el resto de Occidente. Sin embargo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se está ahogando en su volumen actual de casos, y los Estados Unidos avanzan a trompicones mientras intentan evitar un enfoque de derechos humanos para la atención de la salud (la única democracia avanzada que ha tomado ese peligroso camino). También podemos observar el lamentable estado del sistema penitenciario estadounidense, que ciertamente podría beneficiarse de muchas normas internacionales sobre el tema si tan solo se decidiera a buscarlas.

Hafner-Burton es certera en su análisis, pero la solución que ofrece para la desilusión complica un problema básico: tomar medidas en cuestión de derechos humanos únicamente cuando lo permiten los intereses nacionales de Occidente sí hace que el proyecto de derechos humanos parezca imperialista. La “cura” realmente agrava la “enfermedad”.

Estas cuatro opiniones críticas se estaban formando antes de Brexit y del voto inglés para dejar la Unión Europea, antes de la elección de Donald Trump con sus prioridades sumamente nacionalistas para la política estadounidense, antes de que Vladimir Putin expresara con tal claridad que respaldaría un papel autocrático y atávico para Rusia y antes de que el presidente Xi Jinping en China emergiera como el líder más represivo en el país desde la atmósfera más relajada de la era Deng. Todos estos acontecimientos recientes y otros más confirman que la idea de los derechos humanos universales enfrentará tiempos difíciles. Muchos Estados importantes son decididamente autocráticos a nivel nacional y brutales en cuestión de política exterior: China, Rusia, Arabia Saudita e Irán son solo algunos ejemplos. Muchos Estados democráticos exhiben una doble moral egoísta, al aplicar los argumentos de derechos humanos a sus enemigos pero no a sus amigos: por ejemplo, los Estados Unidos y Gran Bretaña cuando se trata de Arabia Saudita e Irán. El propio Brzezinski sabía el mal que podía causar a Rusia el discurso de los derechos humanos, mientras que minimizaba esa retórica con respecto a China.

Una pregunta fundamental, entonces, es si estos tiempos difíciles —caracterizados por lo que The Economist ha llamado la emergencia de un “nuevo nacionalismo“ y respaldados por autócratas (electos o no) con presupuestos militares ampliados— son el estertor agonizante de los derechos humanos internacionales tal como los conocemos. ¿O quizás una manera más precisa de interpretar los asuntos contemporáneos podría ser como parte de los altibajos esperados en la atención a los principios y las normas liberales? Después de todo, desde 1215, el acuerdo conocido como la Carta Magna, con su principio de gobierno limitado o constitucional, ha sido respaldado, ignorado, omitido, olvidado y redescubierto. ¿Deberíamos esperar que la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y su progenie normativa experimenten vicisitudes similares?

Flickr/UN Geneva (Some rights reserved)


Se puede argumentar que este tipo de documentos dependen de la acción humana en contexto: quién los promueve en la política nacional e internacional, y con qué habilidad y fervor. No hay ningún resultado garantizado. Siempre habrá discursos reaccionarios que se opongan a esta clase de documentos progresistas. Y sus defensores deben lidiar con ellos, como en el caso de la lucha contra las formas modernas de esclavitud o para garantizar la igualdad para las mujeres.

Lo que se requiere es defender las normas, incluso cuando resultan inconvenientes. Un ejemplo destacado es el senador Howard Baker, de Tennessee, quien defendió el gobierno constitucional y el Estado de derecho en 1974, incluso cuando significaba oponerse al presidente Nixon de su propio Partido Republicano. Algunas cosas son más importantes que la forma habitual de hacer política.

Lo que no ayuda son los incidentes como cuando el secretario de Estado Rex Tillerson critica a Irán por sus violaciones de derechos humanos, de las cuales hay muchas, mientras guarda silencio sobre la exportación saudí del Islam militante a través de escuelas religiosas en lugares como Pakistán y Bangladesh. Ciertamente, continuar con la aplicación generalizada de esta clase de doble moral, que reduce los derechos humanos a maniobras estratégicas estatales, causará graves daños, quizás mortales, a los derechos humanos.

Las palabras de Trump sobre un boicot al Consejo de Derechos Humanos de la ONU deben causarnos menos inquietud. En primer lugar, aún no ha ocurrido. En segundo lugar, George W. Bush se retiró del Consejo y después Barack Obama eligió renovar su compromiso. En tercer lugar, Ronald Reagan se retiró temporalmente de UNESCO y eso tampoco tuvo algún efecto transformador. Con frecuencia, los republicanos modernos apaciguan a sus partidarios enfatizando lo que perciben como un tratamiento injusto de Israel, tratando de anotar puntos políticos al agredir a un organismo de la ONU.

Sin embargo, los republicanos que atacan al Consejo de Derechos Humanos de la ONU por tener una doble moral harían bien en recordar que Reagan apoyó a quienes dirigían escuadrones de la muerte en El Salvador y atacaban las estructuras civiles en Nicaragua; todo en nombre del anticomunismo. George W. Bush autorizó la tortura de sospechosos de terrorismo detenidos por la CIA y el ejército después del 11-S. En su retórica de campaña, Trump degradó a las mujeres y a los mexicanos, entre otras cosas. Hasta ahora, los tribunales han anulado su prohibición de viajar con respecto a ciertos países como evidencia de un prejuicio religioso en contra de los musulmanes. Si bien es cierto que el Consejo, conformado por Estados, exhibe prejuicios en ciertas ocasiones, los Estados Unidos no siempre tienen las manos limpias en cuestión de derechos humanos.

Ciertamente nos dirigimos hacia tiempos difíciles para los derechos humanos, y la hipocresía y la doble moral de los Estados constituyen el meollo del problema. Esperemos que, al igual que la Carta Magna, las normas de derechos humanos experimenten tiempos mejores.