En su convincente artículo, Doutje Lettinga nos incita a considerar críticamente la relación entre el activismo de las ONG transnacionales y el activismo popular revolucionario; y ciertamente hay un marcado contraste. Cuando las activistas Nadia Tolokonnikova and Masha Alyokhina salieron de la banda Pussy Riot y después se presentaron en el concierto benéfico de Amnistía Internacional de 2014, “Traer los derechos humanos a casa”, estaban muy lejos de sus orígenes radicales con el colectivo de arte, Voina. Asistir a un evento celebrado en una arena de basquetbol profesional, patrocinado por corporaciones multinacionales y accesible solamente a aquellos que podían pagar el costoso precio de admisión no fue precisamente un acto de resistencia. De hecho, las integrantes restantes de Pussy Riot criticaron a sus camaradas por incorporarse a la corriente dominante, y señalaron que el “activismo institucionalizado” choca fuertemente con los movimientos radicales de emancipación.
Pero una respuesta inicial e instintiva a la penetrante pregunta de Lettinga, “¿Qué tan revolucionarios son los derechos humanos”, podría ser “¡Muy revolucionarios!”. Después de todo, los derechos humanos exigen un enfrentamiento entre los ciudadanos y el Estado. Los derechos humanos ponen freno al ejercicio arbitrario del poder y corrigen los excesos del mercado. Afirmar que la dignidad de las personas debe ser prioridad en la toma de decisiones políticas y sociales es un acto subversivo. Solamente los radicales auténticos intentarían siquiera exigir que los poderosos sean transparentes y responsables. Y eso es precisamente lo que intentan hacer los derechos humanos al socavar las jerarquías tradicionales y rehacer la sociedad conforme a sus elevadas aspiraciones. Los derechos humanos consiguen recursos y reformas legales para mejorar el respeto a la integridad física, la protección de los vulnerables y la administración equitativa de justicia. Construir un orden político ideal regido por los derechos implicaría una transformación fundamental de todo Estado que jamás haya existido. Si los derechos humanos expresan una visión utópica, deben ser profundamente revolucionarios.
Si estos principios capturan la naturaleza esencial de los derechos humanos, entonces ¿por qué activistas radicales como las integrantes restantes de Pussy Riot se distanciarían de una empresa tan noble? ¿Cómo se explica esta tensión y cómo podemos entender sus orígenes y su impacto?
Stephen Hopgood describe a Amnistía Internacional como carente de “componentes básicos”: no hay prerrequisitos para la membresía, ni prueba de fuego filosófica, ni audición, ni compromiso de fe, ni juramento de sangre, ni afiliación partidista ni barreras para incorporarse. Desde la perspectiva ideológica de la Guerra Fría, esto se percibía como un rasgo atractivo. Los derechos humanos eran una categoría amplia que podía recibir a todas las clases liberales descontentas interesadas en las cruzadas morales y la búsqueda de la justicia. Las agrupaciones de defensa de derechos humanos se posicionaron como una alternativa, un enfoque aceptable hacia la política, con un mínimo común denominador. En cierto sentido, en esto consiste la fuerza y el significado de los derechos humanos universales. Se ajustan a cualquier visión del mundo que se tenga, sin anclajes ni vínculos. Los derechos humanos se pueden personalizar y pueden dar cabida a numerosas funciones.
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"Los derechos humanos se pueden personalizar y pueden dar cabida a numerosas funciones."
Como fuente de normas e ideas sobre el mundo, los derechos humanos han llegado a significar cualquier cosa para cualquier persona.
Un extraño ensamble de personajes entra a este vacío ideológico. Como fuente de normas e ideas sobre el mundo, los derechos humanos han llegado a significar cualquier cosa para cualquier persona. Los partidarios conservadores defienden la libertad de expresión mientras ignoran las amenazas contra los trabajadores. Los sindicatos utilizan el discurso de los derechos humanos, pero se han opuesto a extender los derechos a los trabajadores inmigrantes. Los opositores católicos del acceso a los servicios de salud para las mujeres enmarcan su agenda en términos de los derechos humanos y la libertad religiosa. Distintos actores se apropian de los derechos humanos y los aplican de manera selectiva a lo largo del espectro político, desde el movimiento BDS (Boycott, Divestment, and Sanctions, Boicot, Desinversión y Sanciones) hasta los derechos de los hombres, sin restricciones, sin permisos y sin decoro. En ocasiones, parece que “derechos humanos” no significa nada en particular. Los derechos humanos son reivindicaciones políticas sin política. En el mundo del activismo de derechos humanos, todo se vale; y ese es precisamente el problema.
Que los derechos humanos hayan asumido esta función en los asuntos globales del siglo XXI es resultado de la popularización de los valores de derechos humanos que han llevado a cabo las principales ONG transnacionales durante los últimos cincuenta años. El deseo de crear una base de apoyo amplia ha obligado a las organizaciones a emprender campañas de movilización y extensión dirigidas a las masas. En gran medida, las ONG transnacionales de derechos humanos huyen de cualquier cosa que se asemeje a una base ideológica, para así atraer al público más diverso posible. La creación improvisada de coaliciones oportunistas bien puede generar victorias a corto plazo para los activistas, pero también deja un vacío en el núcleo de los movimientos incipientes. Muchas organizaciones importantes quieren que los funcionarios electos y los ejecutivos corporativos los vean como aliados a los cuales cortejar, y no como rivales a los que deben temer. Lettinga tiene toda la razón al señalar que la imparcialidad también es una táctica útil para este fin: para reforzar la credibilidad, incluso cuando disminuye la destreza para presionar por cambios estructurales.
Resolver el debate sobre el carácter revolucionario de los derechos humanos se basa en una paradoja de forma y contenido. El activismo global de derechos humanos se aloja en las instituciones profesionales, las cuales se perciben como burocráticas, distantes y ajenas. Pero la forma de los derechos humanos también se expresa en estrategias de comunicación, de publicidad y mediáticas que dejan fuera el radicalismo para poder atraer a las masas. Las cualidades insurgentes de las reivindicaciones de derechos humanos se diluyen cuando se procesan mediante estrategias de posicionamiento de marca y se pegan en estampas para autos. El discurso de derechos humanos se debilita cuando adorna los labios de celebridades insípidas que solamente buscan aumentar su propio estatus. Las actividades de extensión que dependen de súplicas emocionales fáciles y narrativas simplificadas dañan el contenido radical de los derechos humanos ya que esperan muy poco de los posibles partidarios: van a donde ellos estén, en vez de tratar de conducirlos a donde deben estar. Los derechos humanos, como el arte, “deben elevar, no adular”, y cuando el comercialismo y el consumismo se convierten en las plataformas centrales para la lucha por los derechos humanos, no debe sorprendernos que nuestras demandas se reciban con escarnio.
La práctica de derechos humanos es absolutamente incompatible con el eje central subversivo del movimiento, y Pussy Riot articuló esta contradicción con elegancia en su carta de despedida para Masha y Nadia. A menos que la comunidad de derechos humanos desarrolle una voz, una voz asertiva, auténtica y consciente, su lenguaje seguirá siendo objeto de una apropiación indebida y los activistas populares revolucionarios seguirán buscando crear alianzas colaborativas en otros lugares. En vez de usar a Pussy Riot como un accesorio o truco publicitario para obtener prestigio cultural, las ONG de derechos humanos deberían aprender de ellas sobre la verdadera práctica radical. El momento promisorio en el que se encuentra actualmente la comunidad de derechos humanos puede ser un punto de inflexión hacia una dirección nueva y positiva, o el último suspiro antes de hundirse en la irrelevancia.