Democracias iliberales y derechos humanos: un nuevo libro de jugadas

Muchas de las medidas contra los derechos humanos —las campañas de desprestigio, por ejemplo— no son algo nuevo, los ataques ahora provienen de gobiernos electos, a diferencia de las dictaduras del pasado.


La proliferación de gobiernos y movimientos populistas crea serios riesgos y desafíos para los derechos humanos en todo el mundo, desde la India, Venezuela y los Estados Unidos hasta Turquía, Hungría, Rusia y Filipinas. Sin embargo, el auge de estos gobiernos podría tener un efecto positivo inesperado: presionar al movimiento de derechos humanos para que haga cambios en su arquitectura y estrategia que antes eran indispensables y ahora son urgentes.

Ante el declive del orden global angloestadounidense —que se refleja en el Brexit, la elección de Trump, la proliferación de nacionalismos iliberales en todo el mundo y la creciente influencia de Rusia y China—, las respuestas que ofrecieron muchos analistas y profesionales en el movimiento de derechos humanos tendían a agruparse en dos extremos: escepticismo y actitud defensiva. Los escépticos anunciaron los “últimos días” del proyecto internacional de los derechos humanos, con base en una visión según la cual los derechos humanos fueron impuestos por Europa y Estados Unidos. Desde esta perspectiva, el fin de la Pax Americana sería también el fin del movimiento. La visión de los escépticos es tan intrigante como inexacta, ya que olvida que este régimen global se construyó en parte con las ideas y la presión de Estados y movimientos del Sur global (por ejemplo, la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 y los movimientos poscoloniales de la década de los 1960).

Sin embargo, reconocer la historia y los logros del movimiento no implica que las tácticas dominantes en materia de derechos humanos, bajo el orden euroestadounidense, carezcan de defectos graves. Tampoco implica que, con el declive de ese orden mundial y las tribulaciones de la democracia liberal, las tácticas convencionales vayan a ser más adecuadas o eficientes de lo que han sido últimamente.

En el mundo multipolar, ya se estaba perdiendo la eficacia de la vieja estrategia de “bumerán” que consistía en acudir a Washington, Londres o Ginebra para que los gobiernos del Norte presionaran a sus contrapartes del Sur global a respetar las normas internacionales de derechos humanos. Mientras los líderes populistas avivan el nacionalismo y violan los derechos básicos de los grupos vulnerables, como las minorías religiosas y raciales tanto en el Norte como en el Sur, se ha debilitado aún más la escasa eficacia y legitimidad de las estrategias de “denuncia y descrédito” dirigidas a los centros tradicionales de poder.

Más aún, la proliferación de democracias iliberales ejerce una presión considerable sobre las fracturas y puntos ciegos de la arquitectura contemporánea del campo de derechos humanos. Los líderes populistas han aprendido a explotar esas debilidades de la arquitectura y el repertorio estratégico de los derechos humanos, incluidos, entre otros, la dependencia excesiva del financiamiento extranjero y el desequilibrio de poder entre las ONG internacionales y las organizaciones del Sur global. Es por eso que la segunda respuesta —la defensa y el refuerzo del statu quo del movimiento— tampoco es aconsejable para hacer frente al auge de las democracias iliberales, sean populistas o no.

Aunque muchas de las medidas contra los derechos humanos —las campañas de desprestigio, por ejemplo— no son algo nuevo, los ataques ahora provienen de gobiernos electos, a diferencia de las dictaduras del pasado. Además, estos regímenes populistas contemporáneos no se limitan a una ideología política o económica particular; en cambio, como sostiene el académico Jan Werner Müller, incorporan la combinación de dos rasgos particulares: el antielitismo y el antipluralismo. Estos líderes hacen una afirmación moral tan radical como excluyente: solo una parte de la población cuenta como “el verdadero pueblo”, mientras que los demás se perciben como enemigos del pueblo. La definición precisa de “la élite” y “el verdadero pueblo” depende del contexto sociopolítico específico y la dinámica de poder entre los sectores pertinentes de la población. Por ejemplo, en la Gran Bretaña del Brexit, “la élite” eran los burócratas de la Unión Europea y los financieros londinenses que, en opinión de los populistas del Brexit, vendieron la idea de la membresía del Reino Unido en la UE para enriquecerse. A menudo, se retrata a los defensores de derechos humanos como parte de este grupo de élite, y así encajan a la perfección dentro de la lógica moral populista básica de “Nosotros contra Ellos” que se opone directamente a los principios básicos de los derechos humanos. 

El desafío se presenta en forma de narrativas políticas, reformas legales y medidas coercitivas encaminadas a debilitar una de dos características, o ambas: la legitimidad y la eficacia de los actores de derechos humanos y de la sociedad civil en general. En conjunto, el resultado se ha convertido en una “guerra global contra las ONG”, cuyo guion parece seguir un libro de jugadas no escrito con medidas restrictivas que estos líderes tienen en común. Estas medidas se pueden clasificar principalmente en cinco tipos: 1) restricciones al financiamiento extranjero para las ONG; 2) campañas de desprestigio; 3) restricciones a los derechos fundamentales que asestan un golpe al corazón del trabajo de los medios independientes y las ONG; 4) cargas severas sobre la capacidad operativa de los actores de derechos humanos y la sociedad civil en general, y 5) cooptación de secciones de la sociedad civil.

Este libro de jugadas salva las divisiones geográficas e ideológicas, ya que los actores de derechos humanos y las ONG en todos los rincones del mundo se enfrentan a medidas similares que obstaculizan y socavan su trabajo. Por ejemplo, desde 2012, 98 países aprobaron leyes que restringen el espacio de la sociedad civil; el 36 % de estas leyes tienen que ver con el financiamiento extranjero. Además, países tan distintos como Rusia, Turquía, Camboya y Venezuela han acusado a activistas y ONG locales de tramar contra el Estado y fomentar la conspiración como agentes extranjeros. Estos gobiernos han utilizado otras estrategias comunes con efectos aún más graves, como limitar los derechos esenciales a la vida, la libertad, la asociación y la expresión por los que luchan los defensores y de los que dependen para su mera existencia. 

Es evidente que el desafío populista ha contribuido notablemente a esta creciente sensación de que hay una “crisis” en el campo. Sin embargo, los cambios concomitantes de largo plazo en la geopolítica, la tecnología y la demografía también han creado nuevos desafíos para el movimiento. Ante esta incertidumbre, ya es hora de que el movimiento emprenda una reconstrucción reflexiva. La comunidad de derechos humanos debe aprender de la represión contra la sociedad civil y los activistas y responder a ella para revitalizar nuevas formas de pensar y trabajar en materia de derechos humanos. Un libro reciente que editamos sobre el tema, y que sirve de base para este artículo, Rising to the Populist Challenge: A New Playbook for Human Rights Actors   (Responder al desafío populista: un nuevo libro de jugadas para los actores de derechos humanos), considera un diagnóstico actualizado sobre la erosión de la democracia y los derechos humanos y reúne un repertorio de respuestas escritas por académicos y defensores de derechos humanos para contribuir al nuevo libro de jugadas.  

A partir de nuestro trabajo anterior de investigación-acción y de las aportaciones de activistas y académicos en este volumen, postulamos que el nuevo libro de jugadas tendrá que poner menos énfasis en las estrategias tradicionales de denuncia y descrédito para, en cambio, crear vínculos con nuevos grupos de apoyo; esto incluye, entre otras cosas, apelar a las emociones, los valores y la imaginación del público, combinar la movilización en línea y fuera de línea, y desarrollar formas de colaboración horizontal entre las organizaciones del Norte y el Sur global. Además, fomentar un espíritu de innovación, incluso mediante la incorporación de otros movimientos, sectores y disciplinas, puede ayudar al movimiento a ir más allá de las herramientas tradicionales de defensa y promoción de los derechos humanos y adaptarse con éxito a las nuevas circunstancias hostiles.

Idealmente, los analistas y profesionales de derechos humanos habrían abordado las debilidades en el campo y desarrollado un nuevo “libro de jugadas” estratégico en tiempos de relativa normalidad. Ahora tendremos que hacerlo en tiempos extraordinarios. Sin embargo, las narrativas y estrategias novedosas que se presentan en el volumen demuestran que estos agitados tiempos también pueden ser momentos de inmensa creatividad, innovación y, sobre todo, esperanza.