La teoría de los derechos de los animales de Martha Nussbaum es una teoría política; es decir, una visión de la vida en la que cada criatura sintiente —capaz de tener una experiencia subjetiva del mundo, de sufrir y sentir dolor y placer, dotada de habilidades e inteligencia— debería tener la oportunidad de llevar una vida floreciente, según las características de su especie de pertenencia.
Pero a diferencia de otras teorías, la de Nussbaum aporta elementos orientadores para la construcción de normas y de un enfoque práctico de la justicia (y de identificación de la injusticia). Este atributo de la teoría radica en la lista de las capacidades que ofrece la autora: ámbitos de desarrollo y decisión que, asegurados, le permitirían a cualquier ser vivo sintiente llevar una vida digna o satisfactoria.
Sin embargo, ¿qué posibilidad tiene esta visión de los derechos de los animales de ser incorporada en ordenamientos jurídicos para asegurarles protección y garantías de vida digna a, al menos, algunas criaturas sintientes?
En países latinoamericanos, el desarrollo de la legislación de bienestar animal ha sido fragmentado, excluyente y poco garantista. Fragmentado, porque no ha obedecido a una visión ética o filosófica sobre la protección debida a los animales, muchos menos a una política de Estado, sino a presiones ciudadanas que van logrando posicionar algunos temas en la agenda legislativa.
Excluyente, porque está plagado de zonas de excepción —actividades crueles con los animales que, por intereses políticos o comerciales se mantienen desreguladas o sobre las cuales solo aplican normas económicas o sanitarias que en nada recogen los intereses de los animales, como sucede en la industria alimentaria—.
Y poco garantista, porque sólo establece obligaciones negativas de protección —como no causar sufrimientos innecesarios— u obligaciones positivas sobre aspectos vitales esenciales —como proveer alimento—. Además, estas obligaciones no van acompañadas de sanciones que cumplan su fin disuasorio, ni de medidas de exigencia a la justicia porque en ningún país de la región los animales tienen, aún, derechos en sentido estricto.
Aún así, esta realidad política y cultural no reduce la importancia de la teoría política de los derechos de los animales de Nussbaum. Todo lo contrario; le da valor actual a su propuesta de promulgar una Constitución Virtual, como guía aspiracional —que, en su momento, se pretendió con la Declaración Universal de los Derechos de los Animales (1978), cuya promulgación nunca ha sido confirmada— que oriente nuestros esfuerzos normativos locales, nacionales e internacionales para el bienestar integral de los animales.
No porque un documento tenga el poder de acelerar el cambio cultural o de cambiar las fuerzas políticas, siempre permeadas por intereses económicos, sino por el consenso global que podría estimularse y promulgarse sobre unos mínimos o libertades sustanciales en el trato y las relaciones con los animales, en países democráticos regidos por principios sociales y de derecho.
Además, un tratado o acuerdo internacional sobre la protección de los animales, escrito con una visión compleja de sus capacidades y de la corresponsabilidad que convoca a estados, ciudadanos e instituciones, podría forzar la toma de decisiones gubernamentales y ejercer presión en cuerpos legislativos que hoy evaden las discusiones u optan por apoyar medidas laxas e irrelevantes que les permitan esquivar los reclamos públicos.
Esta tarea, como dice Nussbaum, exigiría mucha evidencia. No sólo para contrastar, a manera testimonial, vidas florecientes con vidas impedidas, en aras de incentivar la reflexión ética —el asombro, la compasión y la indignación—, sino de hacer públicas las vidas miserables y truncadas de miles de millones de animales en el mundo, y de estimular el debate público sobre los sistemas opresivos de los que son víctimas y la responsabilidad colectiva que compartimos, como animales racionales, en la superación de la injusticia.
Ahora bien, hay que reconocer y exaltar los esfuerzos legislativos y judiciales que se han hecho en varios países de América Latina, donde existen escenarios de conflicto similares: espectáculos crueles defendidos como expresiones culturales, transporte terrestre y marítimo de animales explotados para consumo, sistemas de tracción animal, tráfico de animales silvestres, comercio de pequeños animales, y millones de gatos y perros sin techo, entre otros.
Aunque en estos países el avance normativo ha obedecido a una visión pragmática-parcial, apegada a lo posible, organizaciones sociales han movilizado planteamientos idealistas —como el de la teoría de las capacidades y el reconocimiento de los animales como sujetos de derechos (standing)— que a veces, incluso, quedan plasmados en las fundamentaciones de las normas o motivan decisiones judiciales progresistas.
En Colombia, es el caso de la ley 1638 de 2013, por la cual se prohibió el uso de animales silvestres en espectáculos circenses al defender la libertad corporal de la que debe gozar cualquier criatura para expresar sus comportamientos naturales, y al demostrar el maltrato inherente al cautiverio. O del Acuerdo de Bogotá 801 de 2021, que prohibió la comercialización de animales en plazas de mercado, tras evidenciar las condiciones tan precarias de cautiverio que no les permitían, ni siquiera, expresar comportamientos básicos (además de motivos sanitarios).
Ciertamente, no son normas que hayan estimulado el desarrollo de capacidades en animales, pero al ordenar el cese de actividades crueles, generaron oportunidades distintas de vida para ellos. En cambio, aunque ha habido sentencias judiciales interesantes, que han apelado explícitamente a la teoría de las capacidades, hasta ahora ninguna ha validado el estatus de sujeto de derechos de algún animal.
Actualmente, en vista de la trágica realidad de los animales en todo el mundo, creo que tiene enorme valor seguir buscando las maneras de librarlos de las peores formas de sufrimiento. Pero continuar enarbolando la bandera de sus capacidades e intereses es imprescindible para insistir en el reclamo ético y justo de reconocerles derechos —aunque sean básicos, inicialmente— y cambiar su estatus jurídico y moral en nuestras sociedades.