Por lo general, el movimiento internacional de derechos humanos no ha logrado penetrar en la conciencia de las sociedades en las que ocurren los peores abusos. Sigue siendo en gran medida un proyecto de élites integrado por activistas y abogados que usan un lenguaje global en vez de vernáculo. De hecho, las encuestas sugieren que, fuera de América Latina, los pobres y con menos educación saben muy poco al respecto, incluso en países con medios de comunicación libres. Con frecuencia, sus marcos normativos son religiosos, no seculares ni legales.
Incluso cuando los habitantes de las ciudades se alteran y salen a las calles, a menudo les falta cohesión y perseverancia para lograr resultados. A pesar de los numerosos comunicados de prensa emitidos por el sistema de derechos humanos de El Cairo para informar a los funcionarios egipcios de lo que “debían” hacer, para junio del 2012 las multitudes urbanas que clamaban por reformas en la plaza Tahrir descubrieron que se enfrentaban a una decisión electoral entre los candidatos de un movimiento social islamista intolerante y de una junta militar. La Hermandad Musulmana y el ejército podían organizar sistemáticamente las calles y las casetas electorales para luchar en obtener el poder político, pero el movimiento de derechos humanos, no.
Massive crowd fills Tahrir Square to mark the Egyptian uprising (January 2012) ElsamRezo/Demotix All Rights Reserved.
Como reflexión sobre los fracasos de la agenda progresista en casi todos los Estados de la Primavera Árabe, algunos activistas se preguntan si desperdiciaron una oportunidad al no movilizar su propio movimiento de masas unido y disciplinado. La Hermandad perseguía sus objetivos con gran enfoque y determinación; mientras que las facciones islámicas moderadas y laicas, si bien podían asistir a los mítines, no podían ponerse de acuerdo sobre un candidato común.
Los obstáculos a la creación de un movimiento social de masas en favor de los derechos humanos vienen tanto de las élites como de las bases. Por el lado de la oferta, el fundador de Human Rights Watch, Aryeh Neier, escribió en openGlobalRights que los movimientos populares son peligrosos porque en ocasiones violan los derechos, por lo que no se les debe alentar. Stephen Hopgood argumentó que los activistas suelen estar más interesados en realizar rituales autopurificadores de asignación de culpas que en obtener resultados en la práctica. Por el lado de la demanda, los oprimidos suelen usar el lenguaje cotidiano de la justicia social, en lugar del lenguaje de los derechos “justiciables”, y sus opiniones se basan con frecuencia en las ideas religiosas de la comunidad.
Esto suscita la pregunta de si el movimiento de derechos humanos necesita emular los métodos de los movimientos religiosos populares para poder competir con ellos. Y si es así, ¿cómo? ¿Debe el movimiento mundial de derechos humanos incorporar literalmente a los aliados religiosos para tener penetración en las sociedades del Sur Global en cuyas bases populares los liberales laicos son pocos o inexistentes? ¿O debe operar el movimiento de derechos más como una religión carismática y evangelizadora, pero laica? ¿O es suficiente trabajar para crear un movimiento social sistematizado, vinculado a grupos de apoyo laicos y progresistas?
Existen muchos antecedentes sobre la religión como la vía para una reforma social exitosa en las sociedades desarrolladas y en vías de desarrollo. Los misioneros en el siglo XIX y principios del XX tuvieron un efecto mucho mayor que el que tienen los proselitistas de derechos humanos de hoy en día, por ejemplo, al convertir a millones de chinos al cristianismo y mientras tanto convencerlos de no vendar los pies de sus hijas y de comprometerse a que sus hijos no se casaran con muchachas con pies vendados. Finalmente, el impulso de la reforma se extendió más allá de la comunidad de conversos y a la sociedad en general.
Ciertamente, incluso a los misioneros en ocasiones les resultaba difícil convencer gente sobre ciertas reformas. En las décadas de los 1920 y 1930, las iglesias cristianas obtuvieron resultados mixtos, en el mejor de los casos, con respecto a la mutilación genital femenina en Kenia. En el corto plazo, la lucha contra esta costumbre cultural sirvió los intereses de los políticos nacionalistas, quienes la representaron como ejemplo de opresión imperialista. En el largo plazo, las iglesias fueron más exitosas en las ocasiones en las que establecieron un debate sobre la costumbre que en aquéllas en las que hicieron del cambio una condición rigurosa para permanecer en la congregación.
En algunos casos, los movimientos sociales progresistas estuvieron afianzados en las tradiciones y redes religiosas incluso mientras perseguían objetivos políticos y sociales principalmente laicos. Gandhi recurrió a materias primas hindúes culturales y religiosas para activar un movimiento de masas que se opusiera a los impuestos opresivos, la discriminación contra las castas inferiores, el maltrato a las mujeres y el gobierno colonial. Estos temas culturales no eran solamente simbólicos, sino que también definían modelos de comportamiento para que los seguidores desarrollaran la autodisciplina y la concentración política necesarias para llevar adelante la estrategia de la desobediencia civil. Aún así, sin importar cuánto hincapié hizo Gandhi en la inclusión social y religiosa, el aura hindú del movimiento contribuyó a la fatídica división religiosa en el partido del Congreso y a la sangrienta separación del gobierno británico. La movilización en torno a la religión puede ser eficaz en una sociedad con una pluralidad de culturas, pero no carece de riesgos.
Si dejamos el Sur Global y nos enfocamos en la región del sur de los Estados Unidos, Martin Luther King fundamentó de forma similar su movilización de la comunidad afroamericana hacia una desobediencia civil eficaz en las iglesias de negros, sus redes sociales, sus figuras de autoridad, su estilo retórico distintivo y su filosofía de “poner la otra mejilla”. Esta estrategia tenía la ventaja adicional de contar con un lenguaje ético que compartían con aliados poderosos dentro de la mayoría racial dominante.
La estrategia basada en las iglesias de King estaba en armonía con tradiciones profundamente arraigadas de los movimientos de derechos humanos de inspiración religiosa en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Como señala Neier, los primeros movimientos populares a los que les interesaban los derechos de los demás, en vez de sólo los suyos, fueron inspirados por ideas religiosas y se organizaron en torno a las redes eclesiásticas. Los grupos religiosos disidentes en ambos lados del Atlántico, incluidos los cuáqueros y algunos evangélicos como los metodistas y los bautistas, se opusieron al comercio de esclavos y a su debido tiempo presionaron para abolir completamente la esclavitud. En Gran Bretaña, fomentaron una causa común con conservadores anglicanos de fuertes principios, como William Wilberforce, y con los nobles liberales pragmáticos y reformistas que identificaron una oportunidad para congraciarse con las incipientes clases medias al adoptar este popular tema.
En los Estados Unidos, los abolicionistas fueron un movimiento de masas impulsado por el entusiasmo del Segundo Gran Despertar de principios de la década de los 1830, cuando los calvinistas de ideas independientes se trasladaron de Nueva Inglaterra a las metrópolis emergentes del norte de Nueva York y Ohio. Inventaron su propio estilo de activismo religioso, populista y basado en reuniones al aire libre, que avanzó vertiginosamente desde el perfeccionismo religioso milenario al abolicionismo, el sabatismo, la abstinencia, la reforma de las prisiones y, lo más polémico, el feminismo. Esta manía sobrecalentada se apagó en unos cuantos años como resultado de las divisiones internas y la resistencia externa de la opinión pública dominante, pero sus brasas ayudaron a encender el fuego del discurso reformista con notas evangelizadoras que utilizaron más adelante políticos partidistas como Abraham Lincoln para resistirse al “Poder esclavista”. Hoy en día, algunos grupos humanitarios y de derechos humanos con bases religiosas, como el Comité Central Menonita, comparten el enfoque inclusivo, basado en los derechos y conciliador de sus contrapartes liberales laicos, al tiempo que explican honestamente sus motivaciones en términos religiosos, aunque no proselitistas.
La religión puede parecer un aliado extraño para los derechos humanos, dada la intolerancia que con frecuencia acompaña al celo religioso, particularmente en sus expresiones masivas y politizadas. Lo que es peor, incluso las religiones que en ocasiones defienden los derechos humanos pueden errar el camino. La reforma protestante, al pregonar el sacerdocio de todos los creyentes, a veces sonaba como la teología de la liberación de su época. Los calvinistas, por ejemplo, hablaron con elocuencia sobre el principio de la tolerancia religiosa, especialmente cuando los amenazados eran los hugonotes calvinistas, y usaban un lenguaje que sonaba muy parecido al de los Tom Paines y Thomas Jeffersons de la Ilustración. Los calvinistas John Milton y Roger Williams introdujeron por primera vez las doctrinas de la libertad de expresión y la inclusión cívica hacia todos los grupos religiosos. Y sin embargo, los calvinistas en el poder, ya fuera Calvino en Ginebra o los puritanos en Massachusetts, con frecuencia imponían una conformidad despiadada y a veces mortal. De forma similar hoy en día, el budismo Theravada de alguna manera logra conciliar una doctrina que suena iluminada e incluyente con prácticas políticas violentas y excluyentes en los lugares en los que es la religión mayoritaria, como en Sri Lanka, Birmania y el sur de Tailandia.
La buena noticia, sin embargo, es que algunas religiones intolerantes, conservadoras o ambivalentes se han transformado en poco tiempo. No hace mucho, era común escuchar la opinión de que el autoritarismo siempre gobernaría en el sur de Europa y en Sudamérica debido al papel culturalmente opresivo que desempeñaba la rígida y jerárquica Iglesia Católica. Actualmente, hay investigaciones estadísticas que muestran una correlación positiva entre una población católica y las posibilidades de alcanzar la democracia en un país. Según una teoría sobre el “mercado para las religiones”, los populistas recién llegados a un mercado nacional, como los evangélicos en América Latina, pueden hacer que las esferas religiosas aferradas a la tradición dejen de apoyar a las élites conservadoras y comiencen a respaldar las reformas sociales. Cuando las condiciones se vuelven favorables, los movimientos reformistas pueden encontrar aliados religiosos sorprendentemente dispuestos a aceptar los principios liberales internacionales.
El liberalismo y el legalismo individualista son doctrinas exóticas en buena parte del mundo en vías de desarrollo, no sólo por las diferencias culturales históricas con Europa, sino sobre todo porque el Sur Global sigue aún bajo la fuerte influencia de la lógica de la sociedad tradicional. Como explicó Emile Durkheim, el tipo de individualismo que sustenta el pensamiento sobre derechos humanos fue un producto de la división de trabajo moderna en una economía de mercado compleja, con base en contratos impersonales, leyes impersonales y una solidaridad social arraigada en las diferencias complementarias en vez de en la uniformidad. En las sociedades que aún no son completamente modernas, una ética basada en el liberalismo inevitablemente parece algo insípido en comparación con una ética basada en las solidaridades comunitarias de la religión tradicional.
Esto tiene implicaciones potencialmente contradictorias. Por un lado, muchas religiones tradicionales en el Sur Global incluyen elementos comunales, excluyentes y no liberales. Como resultado, es posible que los activistas de derechos humanos encuentren pocos aliados interesados. Y los aliados que encuentren para ciertos temas, como los derechos de las minorías religiosas, pueden estar poco dispuestos a cumplir los estándares de las agrupaciones de derechos en otras materias, como las costumbres de género. Más aún, cuando las agrupaciones de derechos apoyan a las mujeres, las castas o las minorías oprimidas que intentan escapar de las restricciones de la religión dominante, es posible que se les acuse de contribuir a transgredir a la religión.
Por otro lado, en sociedades en las que la religión es la única alternativa, puede convenirle al movimiento de derechos humanos aprovechar sus redes sociales y apropiarse del lenguaje de la religión cuando le sea posible en las sociedades en transición. Esas alianzas no siempre se encuentran en los lugares más obvios. Una de las claves del sorprendentemente buen desempeño de la joven democracia de Indonesia, a pesar de la guerra separatista y los disturbios de cristianos y musulmanes, ha sido la moderación, la tolerancia y el compromiso con una política de participación y adhesión a las normas por parte de su partido político musulmán principal.
El poder de la religión en cualquier sociedad surge de su íntima relación con las delicadas cuestiones de la familia y la mortalidad, y del alcance abarcador de las exigencias que hace la religión sobre los afectos y las energías de los individuos al definir el propósito de la vida. Esto se intensifica con la dependencia de los individuos de la comunidad definida por la religión en las sociedades tradicionales y se aminora gracias a las oportunidades individuales de trabajar de manera independiente en las sociedades de mercado modernas. El liberalismo en las sociedades modernas establecidas desde hace mucho tiempo puede adquirir algunas de las características de una “religión civil”, pero en las sociedades que apenas se están modernizando, los conceptos liberales como los derechos humanos siguen estando incorporados débilmente.
En este tipo de contexto, es posible que la agenda de derechos humanos requiera la ayuda de la religión progresista para obtener aceptación organizacional y emocional. En algunas circunstancias, el trabajo organizado puede ofrecer una alternativa profundamente desarrollada a la religión, pero por lo general la organización laboral ha sido reprimida, controlada o diezmada por la recesión económica en las clases de Estados que enfrentan desafíos endémicos de derechos humanos. Es momento de que el activismo de derechos humanos piense con creatividad sobre cómo aprovechar el poder de la religión en favor de las reformas progresistas.