¿Por qué la gente normalmente se abstiene de robar en el supermercado local? ¿Por qué los compañeros de piso intentan respetar los límites de los demás? La respuesta a estas preguntas parece obvia a primera vista: todos vivimos en sociedades cuyos miembros tienen derechos y deberes. Pero, ¿de dónde vienen estas normas? El origen de la moral humana es difícil de comprobar. Sin embargo, una crisis moral -en medio de nuestra incapacidad para detener la violencia en Oriente Medio, por ejemplo- nos obliga a revisar las tensiones locales que podemos controlar. Para lograr la paz mundial, primero tenemos que entender qué hizo posible la paz local.
Fundamentos filosóficos y religiosos
El equilibrio entre derechos y deberes se entiende como un contrato social, una teoría desarrollada por Jean-Jacques Rousseau, filósofo del siglo XVIII cuyas obras inspiraron la Revolución Francesa. Como el siglo XVIII se conoce como el Siglo de las Luces, la gente que piensa en los derechos tiende a olvidar que las teorías sobre los contratos sociales surgieron de una reflexión sobre los sentimientos humanos, no sobre la razón. Rousseau despreciaba el racionalismo de su siglo y hacía hincapié en el corazón por encima de la mente. Su contrato social era una continuación de su teoría anterior sobre los «nobles salvajes» que, según él, eran «perfectibles» (mejorables) y estaban imbuidos de una capacidad natural de simpatía que les llevaba a abrazar la colaboración como alternativa a la violencia.
Este mito sobre la naturaleza humana llevó a voces francesas del siglo XIX a pedir la abolición de la pena de muerte. La creciente conciencia entre filósofos, artistas y científicos sobre la noción de humanidad -y los privilegios especiales que se le conceden- les llevó a creer que ningún Estado tenía autoridad legal para matar a un ser humano. Los dos autores franceses más famosos del siglo XIX, Victor Hugo y George Sand (seudónimo de Amantine Dupin), creían que la pena capital nunca era justificable, siguiendo a Rousseau en la valoración de que los seres humanos son animales racionales y sociales que pueden aprender de sus errores y son naturalmente capaces de vivir en sociedades.
En la actualidad, 112 países han abolido la pena de muerte. Aunque los activistas han citado marcos jurídicos existentes, como artículos específicos de las Naciones Unidas, entre ellos el derecho a la vida y el derecho a vivir libre de penas degradantes o crueles, es importante considerar el giro jurídico contra la pena capital como el producto de un proceso histórico mucho más largo en el que tanto Occidente como Oriente -se entiende- desempeñaron un papel por igual.
Tanto los discursos filosóficos como los religiosos han conformado la forma en que las personas entienden el juicio, el perdón y la humanidad. Las filosofías occidentales y las religiones orientales desarrollaron principios fijos para organizar más racionalmente las sociedades, creyendo que la humanidad era lo suficientemente especial como para no tener que vivir según las «leyes de la selva», donde el fuerte triunfa sobre el débil. Aunque algunas sociedades han perdido apego a esas tradiciones filosóficas o religiosas, sus perspectivas sobre temas como la pena capital siguen estando determinadas por mitos filosóficos según los cuales la humanidad es buena por naturaleza y mitos religiosos según los cuales la razón humana es falible y necesita deidades misericordiosas que la juzguen.
Repensar los conflictos globales hoy
Un mundo global con paz significa extender la lógica que subyace a nuestra desaprobación de la pena capital más allá de las fronteras nacionales. Como investigadora de literatura comparada, analizo no sólo ciertos discursos de los siglos XVIII y XIX, sino también cómo se repiten hoy en día. Desde el ataque de Hamás a Israel el año pasado y las subsiguientes guerras israelíes contra Gaza y Líbano, me ha llamado la atención el resurgimiento de un discurso sobre la civilización que toma prestado y modifica a la vez el modo en que se entendía la naturaleza humana en siglos pasados.
El Primer Ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, fue el primero en enmarcar su guerra contra Hamás como una lucha entre el «mundo ilustrado» y los «salvajes». Políticos y periodistas de todo el mundo repitieron sus opiniones. Por ejemplo, cuando la Corte Penal Internacional emitió -y más tarde recibió-una solicitud de órdenes de detención contra representantes israelíes y de Hamás, el primer ministro canadiense Justin Trudeau condenó «el sentido de equivalencia entre los líderes democráticamente elegidos de Israel y los sanguinarios terroristas que lideran Hamás».
Tanto Netanyahu como Trudeau utilizaron un pensamiento dicotómico para comentar la naturaleza humana. Aunque repiten opiniones filosóficas sobre el salvajismo heredadas del siglo XVIII, ya no cuentan con la arrogancia racional que impulsó a Rousseau a imaginar un noble salvaje que no se oponía a la civilización sino que había sido el primero en crearla. Los periodistas occidentales también han tomado prestado y distorsionado el discurso religioso sobre los juicios finales cuando, por ejemplo, una columnista del Toronto Star utilizó un tono apocalíptico en su artículo de opinión sobre Gaza y concluyó que deberíamos «condenar a Hamás al infierno».
Ignorando los principios filosóficos y religiosos que dieron forma a sus sociedades, los partidarios occidentales de las guerras de Israel en Oriente Medio han demostrado que las leyes y valores locales que dan por sentados no se extienden más allá de las fronteras nacionales. Los canadienses y los ciudadanos del Reino Unido y de la UE violan lógicamente sus propios principios nacionales -que prohíben la pena capital- cuando apoyan el actual plan de Israel de bombardear a Hamás y Hezbolá hasta la sumisión.
Las bombas sólo son capaces de destruir barrios y desmembrar cuerpos humanos. No llevan a nadie ante la justicia, ni nos incitan a pensar en formas a largo plazo de hacer frente a las amenazas. Que Estados Unidos y el Reino Unido no negocien con terroristas por principio contradice un principio biológico y antropológico más antiguo: nuestra identidad como homo sapiens, o simios sabios. Los humanos heredaron esta etiqueta de los filósofos y profetas que celebraban el hecho de que, como especie, todos -sin excepción- somos capaces de comunicarnos unos a otros que la paz es más sabia que la violencia. Nadie es irrazonable, por definición.
Los defensores de la globalización -por ejemplo, los activistas de la solidaridad transnacional y las empresas transnacionales contra las que luchan- ven el mundo como una «aldea global». Ha habido signos de retroceso en ese proyecto, como el auge del nacionalismo y los ataques de Israel y Estados Unidos contra las Naciones Unidas y el Tribunal Penal Internacional . Sin embargo, los principios que sustentan la construcción de una aldea global son los mismos que garantizan la paz en las aldeas locales, donde la justicia retributiva de las mafias ya no es bienvenida.
A escala nacional, en 112 países, los legisladores han acordado que no se puede hacer frente a los asesinos en masa con la violencia del Estado, rechazando el enfoque del ojo por ojo. Esta lógica debe extenderse a un contexto mundial para proteger a los Estados más débiles de los más fuertes, evitar un ciclo de violencia y asegurarnos de que nuestra aldea global no recrea a mayor escala las selvas que nuestros antepasados abandonaron para construir sociedades.
La violencia patrocinada por el Estado, incluso en defensa propia, es un oxímoron y una refutación de la construcción del Estado. Si los humanos pueden matarse unos a otros, ¿por qué vivir juntos? Lo que sustenta la civilización humana es la simpatía, la tolerancia y la valentía necesarias para convencer a los demás de que no nos hagan daño porque, a la larga, se están haciendo daño a sí mismos.
En el último año, muchos políticos, periodistas y directores de universidades se han olvidado de este contrato social no escrito que creó la civilización humana hace cientos de miles de años. Violaron ese principio irónicamente en nombre de civilizaciones que olvidaron que sus antepasados ya habían establecido. Pero la primera y única civilización que tenemos nunca fue impuesta a la humanidad: los humanos la aceptaron, y los humanos -sean quienes sean y hayan hecho lo que hayan hecho- aún pueden aceptarla.