Lo mejor que le podría pasar al activismo de derechos humanos es, supuestamente, convertirse en un solo movimiento global, con objetivos comunes. Este movimiento ideal tendría una economía interna compartida en la que las necesidades (y no las inclinaciones de los donantes o la recaudación de fondos) determinarían las prioridades y dirigirían los flujos de dinero. La dirección hacia la que viajaría el movimiento sería el resultado de una deliberación democrática. Podríamos argumentar que la realidad, o la posibilidad, de un movimiento de derechos humanos global único es una creencia central para muchos activistas de derechos humanos prominentes; que todos en los “derechos humanos” están en esto juntos, en el mismo equipo y unidos por “los valores y la causa compartidos a los que servimos”.
Aparentemente, las tecnologías móviles y las redes sociales globales proporcionan a los activistas transnacionales las herramientas necesarias para este trabajo, al prometerles una comunicación cada vez más eficaz y acciones que prescinden de las fronteras nacionales. Ahora tenemos bumeranes múltiples y redes virtuales en los que se comparte ampliamente la información y las campañas de presión provienen de fuentes al interior y el exterior del Estado. Este tipo de efecto de lazo aprieta el nudo que rodea a los gobiernos renuentes por todos lados; un avance bienvenido para mejorar los resultados de derechos humanos.
Dicha “convergencia hacia el centro global” ofrece muchas posibilidades, como reconocen otros contribuyentes a este debate, pero también supone problemas evidentes. Algunos provienen del interior del movimiento global de derechos humanos, sobre todo en lo que se refiere al financiamiento y la determinación de prioridades. Sin embargo, estas explicaciones siguen asumiendo que la frontera en sí, la distinción entre el interior y el exterior del Estado, se puede superar, y que es posible domar al Estado. Después de todo, los derechos humanos se tratan de la irrelevancia moral de esa frontera con respecto a los derechos fundamentales de una persona.
Esta visión, de progreso en la justicia penal y social en la que los malos reciben justo lo que merecen, es sumamente atractiva incluso para aquellos de nosotros que dudamos que el activismo de derechos humanos siga siendo el mejor camino para volverla realidad. Pero lo que aparenta ser el centro global realmente sigue siendo el espacio internacional con una legitimidad local mejorada. Aquí es donde el mito de un solo movimiento global se vuelve objeto de escrutinio. Si el límite del Estado es real, siguen existiendo dos movimientos, con el Estado interponiéndose entre ellos.
Las instituciones del Estado aún controlan el espacio demográfico, social y económico en maneras que las convierten en actores fundamentales para la gran convergencia de derechos humanos. El Estado es el que firma los tratados y aplica las leyes, el que recauda los impuestos y vigila las fronteras. Este control del “centro” es la totalidad del modelo de operaciones del Estado. Al permitir, rechazar o regular los flujos de personas, dinero y bienes hacia adentro o afuera de su territorio, el Estado ejerce su poder fundamental.
Es inevitable que el Estado tenga un nivel de control considerablemente mayor dentro de sus fronteras, donde cuenta con jurisdicción legal y ejecutiva. Es la máxima potencia en ese espacio. En Rusia, el Estado define a las ONG de derechos humanos como agentes extranjeros. En Hungría, Egipto, la India y otros países, las restricciones al financiamiento extranjero sofocan las actividades de las organizaciones de derechos humanos. El Estado puede matar a los manifestantes a favor de los derechos humanos o hacer la vista gorda frente a quienes los asesinan. Puede, por supuesto, simplemente encerrarlos o atacarlos públicamente. Las restricciones a la comunicación son algo común. Y el Estado siempre puede obtener capital político al oponerse a los derechos humanos.
Demotix/Francisco Castillo (All rights reserved)
Police disperse a Chilean student rally. "Inevitably the state has significantly more control inside its borders where it has legal and executive jurisdiction. It is the pre-eminent power here."
El centro global, como espacio para la organización transnacional, no se puede situar, física, financiera o conceptualmente dentro del ámbito nacional. El Estado simplemente tiene demasiada presencia.
Por estas razones, el centro global, como espacio para la organización transnacional, no se puede situar, física, financiera o conceptualmente dentro del ámbito nacional. El Estado simplemente tiene demasiada presencia. El centro global tampoco puede ubicarse a lo largo de la frontera por la misma razón: se requiere del permiso del Estado para entrar y salir de su territorio, poseer propiedades y mover dinero. Los filántropos han entendido que a veces tienen que acceder a las exigencias de los Estados para seguir dando ayuda, mientras que se ha negado el acceso de reconocidos activistas internacionales de derechos humanos a países como Egipto y los EAU. Incluso en países como Brasil y Sudáfrica, que apoyan ampliamente los derechos humanos internacionales y que están clasificados como “libres” según Freedom House, continúan ocurriendo abusos considerables por parte de la policía y otros actores. No existe inmunidad diplomática ni extraterritorialidad ni valija diplomática para las agrupaciones de derechos humanos que pueda eliminar la frontera.
En el espacio internacional, el Estado no cuenta con tal poder ejecutivo. Para impedir las acciones de las agrupaciones internacionales de derechos humanos solamente puede condenarlas públicamente, buscar aliados para frustrarlas y apoyar leyes y reglamentos que obstaculicen los esfuerzos de derechos humanos o los redefinan. Éste es el ámbito en el que las ONG globales encuentran su plataforma. Pero el truco es el siguiente. Estas grandes ONG prosperan porque están basadas en los Estados que, hasta el momento, han influido más en el sistema internacional. ¿Se imaginan si Amnistía Internacional tuviera su sede en Sudáfrica o si Human Rights Watch fuera brasileña? ¿Conservarían el mismo nivel de influencia o enfrentarían un discurso de oposición soberano de parte de los ciudadanos británicos y estadounidenses cuestionando su derecho a criticar a los gobiernos de EE. UU. y el Reino Unido? La estrategia moving closer to the ground (acercarse al terreno) de Amnistía es un caso fascinante para poner a prueba todo esto. En otro espacio sostuve que el verdadero poder de Human Rights Watch proviene de su pasaporte azul. ¿Se imaginan a la organización brasileña Conectas acercándose al terreno mediante la apertura de oficinas en Nueva York y Londres para denunciar las violaciones de derechos humanos en los Estados Unidos o el Reino Unido?
El vínculo entre las democracias liberales occidentales, sus políticas exteriores y los derechos humanos tiene raíces profundas. El espacio internacional se sostiene porque estos Estados lo sostienen (y entonces, ¿es realmente internacional?). Favorece sus objetivos internacionales ya sea de forma directa (al usar los derechos de forma condicional para presionar a los demás) o indirecta (porque la globalización abre mercados y da acceso a mano de obra barata para las economías occidentales). Los derechos humanos son los benefactores. El centro, aunque internacional, realmente está arraigado en este poder occidental. Sigue siendo un espacio abierto por el momento, pero no necesariamente para siempre. Y como sabemos, cuando parece útil realizar una invasión masiva de la privacidad a nivel global (nacionalizar lo internacional) ni el gobierno estadounidense ni el británico tienen muchos reparos.
En otras palabras, siguen existiendo dos mundos. El internacional, que depende del apoyo de Occidente, y el nacional, en el que vivir en un país democrático con ingresos per cápita en aumento es la clave para obtener mejores resultados en materia de derechos humanos.
Aquí es donde se pondrá a prueba el mito de un solo movimiento de derechos humanos. Es probable que los integrantes de la creciente clase media del sur global prefieran los derechos civiles y políticos (aquellos derechos que protegen su persona, libertad de expresión y bienes) a los que requieren que se amplíe la recaudación de impuestos y el estado de bienestar, e incluso la redistribución de la riqueza. Esta clase media es la base de apoyo esencial de un Estado democrático. Esas son buenas noticias para los derechos de las mujeres y la comunidad LGBT, pero malas noticias para los derechos sociales y económicos. Las relaciones de clase globales se replican dentro de los derechos humanos a nivel internacional y nacional, en otras palabras. Es posible que la división entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales y económicos sea estructural y no temporal: un conjunto de derechos humanos para los ricos, el otro para los pobres. En un mundo con cada vez más desigualdad, esta tensión no puede sino aumentar.