Las tasas de encarcelamiento por delitos relacionados con las drogas en América Latina están experimentado un aumento sostenido, a un ritmo superior al de otros delitos. A esto contribuyen el establecimiento de penas desproporcionadamente altas, el uso desmesurado de la prisión preventiva y la obligación de cumplir algún tiempo de la sentencia tras las rejas. De hecho, la imposición de sanciones a partir de la cantidad de droga incautada, sin considerar el papel de la persona que comete la acción, es un factor importante para el hacinamiento en las cárceles. Sin embargo, estas políticas no ayudan a prevenir los delitos de drogas, reducir de manera significativa el mercado de la droga ni evitar que siga prosperando la delincuencia organizada. Lo más importante es que estas políticas no hacen nada para resolver los problemas subyacentes por los que dedicarse al narcotráfico resulta atractivo para las personas vulnerables, como la pobreza, el maltrato y la falta de educación.
Ante esta situación, la Oficina de Washington en América Latina (Washington Office on Latin America, WOLA), el Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas (International Drug Policy Consortium), la Comisión Interamericana de Mujeres de la OEA y Dejusticia emprendieron la tarea de recopilar información sobre experiencias internacionales que impulsan un enfoque innovador frente a la respuesta punitiva tradicional al problema de las drogas. Uruguay, Costa Rica y Ecuador son tres países que han optado por implementar medidas alternativas en lugar de la respuesta punitiva tradicional a la delincuencia relacionada con las drogas; estos tres países han experimentado con medidas que buscan reducir los daños que produce la cárcel en personas en condiciones de vulnerabilidad y que no ostentan roles de liderazgo en el mercado de la droga. Estas políticas también han asumido el desafío de abordar los problemas relacionados con la inequidad y la pobreza de quienes son castigados por delitos relacionados con las drogas, que son predominantemente mujeres y jóvenes.
En Uruguay, el gobierno ha impulsado varios programas que están especialmente destinados a evitar que se cometan delitos relacionados con las drogas, proporcionar atención médica a personas con algún tipo de dependencia y promover la reinserción de quienes han estado en las cárceles. Estos programas se financian a partir de los recursos del Fondo de Bienes Decomisados (el órgano encargado de la recepción, el inventario y la administración de los bienes incautados y decomisados en causas por narcotráfico y lavado de dinero) y se han dirigido especialmente a las mujeres cis y trans encarceladas.
Flickr/Washington Office on Latin America (WOLA)/CC BY-NC 2.0 (Some Rights Reserved).
Rather than only focusing on prison and sentencing reforms, local governments should push for major interventions directed to improve the economic, social and cultural rights of this population.
De acuerdo con las evaluaciones de estos programas entre 2011 y 2014, en materia de inclusión social, el 50 % de las participantes de los programas trabajaban; el 72.7 % de ellas, dentro de la economía formal. En materia de consumo de drogas, el 66 % de las personas que participaron en los programas ya no las consumen, el 24% las consumen de forma esporádica y solo el 10 % de ellas consumen lo mismo o más que antes.
En Costa Rica, la ley nacional sobre drogas (Ley 8204 de 2001) se reformó en 2013 para incluir una mayor proporcionalidad y asegurar que dicha norma tuviera un enfoque de género (artículo 77bis). Esto incluyó el tratamiento penal diferenciado para las mujeres que introdujeron drogas al sistema penitenciario de manera directa frente a las mujeres que simplemente ayudaron a otras a hacerlo (por ejemplo, una reducción de los años de la pena impuesta, que pasó de 8 a 20 años, a una pena de 3 a 8 años). Ahora, el caso de cada mujer se considera y evalúa de manera individual, según sus circunstancias. Por ejemplo, las mujeres que se consideran en condiciones de vulnerabilidad (como las mujeres pobres, ancianas o con discapacidades y las madres solteras) reciben un tratamiento distinto en la determinación de penas en comparación con la población general.
Pero el cambio no paró con la reforma legal. En 2014 se creó un programa denominado la “Red Interinstitucional”, que busca “alejar a las mujeres en situación vulnerable del sistema judicial penal y la derivación hacia servicios de asesoría, tratamiento de drogas y formación laboral”. La red les facilita el acceso a subsidios económicos, becas, formación profesional y asesoramiento sobre la creación de microempresas, además de ofrecer apoyo para el cuidado de los hijos, de manera que las mujeres puedan trabajar y estudiar. Si bien aún no se han realizado evaluaciones detalladas sobre sus efectos, la Defensa Pública informó que hasta octubre de 2016 la red había ayudado a 231 mujeres encargadas del cuidado de 245 niños.
Finalmente, está el caso de Ecuador. Este país tenía una de las leyes de drogas más duras de América Latina, que había contribuido a incrementar el hacinamiento dentro del sistema carcelario y penitenciario (la capacidad alcanzó el 157 %). En respuesta a esta situación, en 2008 la Asamblea Constituyente indultó a 2,300 personas condenadas por delitos menores de drogas, el 30 % de las cuales eran mujeres.
Sin embargo, después de esto, el gobierno ha implementado reformas normativas contradictorias. En 2014 se modificó el código penal para introducir penas más proporcionales para los delitos de drogas. Se crearon distintos niveles conforme a la escala del narcotráfico (mínima, media y alta), se redujeron las penas para delitos menores de drogas y se distinguió entre traficantes y cultivadores, entre delitos violentos y no violentos, y entre traficantes y consumidores. Un año después de la entrada en vigencia de la reforma, el porcentaje de mujeres encarceladas por delitos de drogas bajó al 43 % de la población total de mujeres reclusas.
Lamentablemente, pese a los importantes resultados de la medida lograda en 2014, en 2015 el gobierno impulsó el aumento de las sanciones penales y una reducción de los umbrales que definen la mínima, mediana, alta y gran escala en materia de tráfico. El cambio fue desconcertante dadas las otras reformas, ya que el gobierno no explicó sus razones para implementarlo.
Por un lado, estas tres experiencias muestran que es posible y útil aplicar enfoques innovadores. Sin embargo también evidencian los límites de dichos programas, ya que estos buscan principalmente reducir los daños que surgen del creciente enjuiciamiento de personas vinculadas a delitos de drogas, pero no crean programas fuertes en materia de prevención que permitan actuar antes de que las conductas delictivas se produzcan y que puedan reducir las condiciones de pobreza y de falta de oportunidades. Así por ejemplo, ya se conoce el perfil predominante de las mujeres que están involucradas en delitos de drogas: mujeres pobres, con personas a cargo, con baja educación, desempleadas, etc. En lugar de concentrarse exclusivamente en reformar las condenas y el sistema penitenciario, los gobiernos locales deberían fomentar intervenciones a gran escala para mejorar los derechos económicos, sociales y culturales de esta población, particularmente de las mujeres en situación de vulnerabilidad que con tanta frecuencia son carne de cañón en el mercado de la droga.
Se publicó una versión de este artículo originalmente aquí, en Global Rights Blog de Dejusticia.