La victoria de Donald Trump crea riesgos y desafíos muy serios para los derechos humanos. Pero puede tener un inesperado efecto positivo: llevar al movimiento de derechos humanos a hacer transformaciones en su arquitectura y sus estrategias que eran indispensables incluso antes de Trump, y que ahora se han vuelto urgentes.
Ante el declive del orden global angloamericano asociada con Brexit, Trump y la proliferación de nacionalismos iliberales alrededor del mundo, las respuestas de muchos analistas y practicantes se han aglutinado en dos extremos: el escepticismo y el defensivismo. Los escépticos anuncian la “agonía” del proyecto internacional de los derechos humanos, basados en una visión según la cual dicho proyecto fue impuesto por Euroamérica al resto del mundo. Desde esta visión, el fin de la Pax Americana sería también el del movimiento, como ha escrito Stephen Hopgood. El trabajo de Hopgood es tan provocador como inexacto, porque olvida que el régimen global de derechos humanos fue construido en parte con las ideas y la presión de estados y movimientos del Sur global, desde aquellos que crearon la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 hasta los países poscoloniales que impulsaron los tratados contra la discriminación racial y religiosa en los años sesenta.
Los escépticos se basan también en una lectura incompleta del impacto global del movimiento, hecha con frecuencia desde la perspectiva de la experiencia singular de los Estados Unidos. Por ejemplo, incluso si Samuel Moyn tiene razón cuando argumenta que el impacto del derecho internacional en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos es insignificante, generalizar este análisis al resto del mundo es empíricamente insostenible. Su aseveración va en contra de la abundante evidencia que muestra que la formación e implementación de normas internacionales como la Declaración de Durban o la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, en combinación con movilización política y legal, han hecho contribuciones clave a la causa de la justicia racial en países de todo el mundo. En términos más generales, los escépticos angloamericanos tienden a perder de vista un sinnúmero de procesos de “vernacularización” a través de los cuales los derechos humanos internacionales se han incorporado a constituciones nacionales, políticas públicas, decisiones judiciales, y discursos y acciones de los movimientos sociales locales.
Pero reconocer que la historia y los logros son más ricos de lo que sugieren los escépticos no implica negar que las tácticas de derechos humanos dominantes bajo el orden euroamericano han tenido fallas serias. Tampoco implica ignorar que, con el declive de dicho orden mundial, las tácticas convencionales serán aún más insuficientes, e incluso pueden ser contraproducentes.
En un mundo multipolar, ya venía en descenso la eficacia de acudir a Washington para que, en un efecto “bumerán”, el gobierno estadounidenses presionara a sus contrapartes del Sur a cumplir con los derechos humanos internacionales (al tiempo que Washington se eximía de hacerlo). Si Trump cumple sus promesas de campaña –atizando el nacionalismo y violando derechos básicos de grupos vulnerables como minorías religiosas y raciales—, terminará por quitarles la eficacia y legitimidad que les quedan a las estrategias centradas en Washington.
Más aún, el nuevo contexto ejercerá una presión considerable sobre las fracturas y puntos ciegos de la arquitectura contemporánea del campo de derechos humanos: la concentración de poder y fondos en ONG internacionales enfocadas en presionar los centros de poder en el Norte global, las dificultades de estas ONG para colaborar horizontalmente con las organizaciones del Sur Global y asumir agendas prioritarias para estas (como la justicia económica y los derechos sociales), la insuficiente conexión entre ONG profesionales y movimientos sociales, y el dominio desmedido del discurso y las estrategias jurídicas. De ahí que la segunda respuesta –la defensa y el reforzamiento del status quo del movimiento—tampoco es aconsejable para enfrentar los retos de la era Trump.
Los activistas y analistas de derechos humanos deberíamos haber enmendado estas fisuras en tiempos de relativa normalidad. Ahora tendremos que hacerlo en tiempos extraordinarios, con la dificultad adicional de estar enfrentando por doquier medidas contra las organizaciones de la sociedad civil, incluyendo en Estados Unidos y Europa.
Esta reconstrucción reflexiva del movimiento es un camino intermedio entre el escepticismo y el defensivimo. Propongo dos pasos para abonarlo. En primer lugar, desde el punto de vista analítico, hay que ampliar la visión sobre el pasado y el presente de los derechos humanos para tomar en cuenta las ideas y las prácticas muy diversas que están disponibles en el campo. Mediante iniciativas que van desde acciones directas hasta litigios, pasando por campañas virtuales y reformas constitucionales nacionales, las organizaciones y movimientos de todo el mundo han incorporado a sus contextos las normas y discursos internacionales de derechos humanos y expandido sus límites para incluir luchas por la justicia distributiva.
Por ejemplo, en un proyecto de investigación-acción de varios años, he estudiado cómo los pueblos indígenas de las Américas han expandido el significado y el impacto de su derecho a ser consultados sobre proyectos o leyes que los afectan. Aunque inicialmente el Convenio 169 de la OIT concebía la consulta en términos procedimentales-liberales y no daba a los pueblos indígenas el poder de vetar acciones que fueran contra sus territorios o su cultura, en la práctica las organizaciones indígenas y sus aliados han promovido exitosamente una interpretación más colectiva y sustantiva del derecho. Reinterpretados de esta manera, el lenguaje y las acciones de derechos humanos han sido las herramientas más eficaces para cuestionar las economías extractivas y luchar contra el cambio climático en lugares tan distintos como el territorio del pueblo sarayaku en la Amazonia ecuatoriana o, recientemente, en los territorios sioux en Dakota del Norte (EE.UU).
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Human rights language and actions have been among the most effective tools to question extractive industries and battle against climate change in places like Standing Rock, located in the Sioux territories of North Dakota, United States.
Algo similar ha sucedido en el ámbito de los derechos socioeconómicos. Aunque inicialmente generaron dudas entre académicos y defensores de derechos humanos en el norte global, los esfuerzos de ONG, movimientos sociales y académicos principalmente en el sur han logrado incorporar estos derechos al repertorio legal y político del movimiento. Y en casos que cubren la gama desde campañas para limitar las patentes y promover el acceso a las medicinas en Sudáfrica, hasta la regulación de las cadenas de producción y distribución de alimentos en India, los actores y herramientas de derechos humanos han contribuido a movimientos sociales más amplios contra la desigualdad y el mercado desregulado.
En segundo lugar, desde el punto de vista estratégico, es importante construir sobre iniciativas de colaboración transnacional promisorias para contrarrestar la asimetría del campo, asimetría que los escépticos critican con razón. Un orden geopolítico multipolar requiere estrategias de activismo más descentralizadas y colaborativas. Como escribí en otro artículo en este espacio, han sido particularmente exitosas las estrategias de “bumeranes múltiples”, consistentes en acciones coordinadas entre varias organizaciones en distintos países para poner presión simultánea sobre los gobiernos a los que tienen acceso. En algunas ocasiones se trata de alianzas entre organizaciones nacionales, como en la campaña que bloqueó los ataques de los estados latinoamericanos contra el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. En otras ocasiones se basan en trabajo transnacional coordinado por una red de organizaciones nacionales e internacionales, como CIVICUS,INCLO o la Red DESC.
Los derechos humanos no son la única herramienta necesaria para defender la dignidad individual y la justicia social frente al ascenso de los nacionalismos iliberales. El proverbial martillo no debe hacer que todos los problemas se vean como puntillas. Pero sería un error arrojarlo por la borda, mucho más cuando el bote requiere reparaciones urgentes en medio de la tempestad.