De acuerdo con un informe reciente del Pew Research Center, la violencia y la discriminación de los gobiernos contra los grupos religiosos, así como la hostilidad social por parte de una variedad de actores, han alcanzado niveles sin precedente en todas las regiones, excepto en América. El informe sobre la libertad religiosa más reciente del Departamento de Estado de EE. UU. refuerza este sombrío panorama: concluye que 2013 fue testigo del “mayor desplazamiento de comunidades religiosas en memoria reciente”, ya que millones de individuos de todas las religiones fueron “expulsados de sus casas por la fuerza debido a sus creencias religiosas” en “casi todos los rincones del mundo”.
2013 fue testigo del “mayor desplazamiento de comunidades religiosas en memoria reciente”, ya que millones de individuos de todas las religiones fueron “expulsados de sus casas por la fuerza debido a sus creencias religiosas” en “casi todos los rincones del mundo”.
Estos problemas no son algo nuevo. La lucha contra la discriminación y la intolerancia religiosas ha sido una de las principales prioridades del sistema internacional de derechos humanos desde la misma fundación de la ONU. Sin embargo, lo delicado del tema ha funcionado consistentemente como un obstáculo para el progreso. Fueron necesarias casi cuatro décadas de negociaciones para llegar a un acuerdo sobre un instrumento internacional (débil): la Declaración de la ONU sobre la intolerancia religiosa de 1981. Sin embargo, la declaración nunca se puso en práctica y actualmente está en gran medida olvidada.
Lo que es peor, alrededor del cambio de siglo, las diferencias ideológicas entre los Estados con respecto a la naturaleza del problema de la intolerancia religiosa y a la función específica de la ONU provocaron que la comunidad internacional se dividiera en dos bandos opuestos. Uno, dirigido por la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), buscó restringir la libertad de expresión cuando dicha expresión serviría para “difamar” religiones o a ciertos adeptos religiosos. El segundo, dirigido por la Unión Europea (UE), intentó subrayar la central importancia de la libertad de religión o de creencias como uno de los principios fundamentales (además del respeto pleno de otras libertades básicas como la libertad de expresión) de los esfuerzos internacionales para combatir la intolerancia.
En este contexto desesperanzador, en 2011, un grupo de Estados occidentales y de la OCI se unieron para proponer un nuevo enfoque: un enfoque consensuado con base en la reconciliación de las posturas de ambos “bandos”. Éste se convirtió en la resolución 16/18 del Consejo de Derechos Humanos. Con su mecanismo intergubernamental de implementación (el Proceso de Estambul) y los esfuerzos relacionados para entender la obligación de prohibir la incitación (es decir, el Plan de Acción de Rabat) proporciona el marco principal de la política global de la ONU para combatir la intolerancia religiosa, la discriminación, la incitación a la violencia y la violencia contra personas con base en la religión o las creencias.
Casi cuatro años después, el consenso en la ONU en torno al marco 16/18 está al borde del colapso. En vez de colaborar para poner en práctica el plan de acción 16/18, los Estados han regresado a las discusiones previas a 2011 sobre la naturaleza del problema, sobre el papel que debe desempeñar la comunidad internacional y sobre si la solución de la intolerancia reside en fortalecer el ejercicio de los derechos humanos fundamentales o en establecer límites más claros al respecto.
Estas divisiones reaparecieron, en gran parte, por la confusión conceptual de las personas encargadas de formular políticas sobre qué significa implementar la resolución 16/18 y lo que conlleva. En relación con esta opacidad conceptual (y de hecho a partir de ella), los Estados, particularmente los del grupo occidental y la OCI, debaten si la resolución 16/18 se está implementando con eficacia o no y, si no, quién tiene la culpa.
Un informe reciente sobre política redactado por el Universal Rights Group sugiere que es necesario moderar las expectativas de cambios medibles en las políticas de los Estados miembros de la ONU a partir de la resolución 16/18 al comprender que el impulso político principal detrás de la resolución fue internacional (“el juego de Ginebra”) en vez de nacional.
No obstante, el marco 16/18 y el Proceso de Estambul ofrecen un marco útil y, en teoría, viable para combatir la intolerancia religiosa. De hecho, nuestro informe identifica una serie de cambios políticos concretos, en los países occidentales, los Estados de la OCI y otros lugares, que se produjeron de acuerdo con partes del plan de acción 16/18. Esto incluye el establecimiento de mecanismos gubernamentales para abordar la tensión entre religiones y promover la comprensión y el diálogo, así como una creciente voluntad, de parte de los líderes políticos y religiosos, de alzar la voz contra los casos de intolerancia (y de una manera más sofisticada).
Flickr/United States Mission Geneva (Some rights reserved)
An Istanbul process meeting in Geneva. The 16/18 framework and the Istanbul Process offer a useful and potentially workable framework for combating religious intolerance.
Con todo, nuestro análisis también muestra que, a pesar de estas medidas positivas, la intolerancia y la discriminación religiosas siguen empeorando en casi todo el mundo. En 2012, el año después de que se adoptara la resolución 16/18, la hostilidad social con trasfondo religioso alcanzó un nuevo máximo: el 33% de los países del mundo registró niveles “altos” o “muy altos” de intolerancia, un aumento en comparación con el 20% de 2006/7.
Al examinar las causas subyacentes de la propagación continua de la intolerancia y la violencia relacionadas con la religión o las creencias, nuestro informe ofrece dos conclusiones fundamentales.
En primer lugar, encontramos una fuerte correlación entre la incidencia de la intolerancia religiosa en un país y los niveles nacionales de libertad religiosa y libertad de expresión. Los Estados que imponen restricciones importantes a la libertad religiosa o de creencias también tienden a imponer restricciones importantes a la libertad de expresión; y en los países en los que estas dos libertades básicas están restringidas, la incidencia de la intolerancia religiosa tiende a ser mucho mayor, en promedio.
En segundo lugar, la promoción del respeto de estos dos derechos fundamentales no basta, por sí sola, para combatir eficazmente la intolerancia. Por ejemplo, la hostilidad social en la UE aumentó más del 100% entre 2007 y 2012, a pesar de que el bloque obtuvo buenos puntajes en materia de libertad de expresión y libertad de creencias. Esto pone de relieve, en nuestra opinión, la importancia de que los Estados adopten una mezcla de diferentes medidas políticas, según lo prescrito por la resolución 16/18, si quieren asestar un duro golpe a la discriminación e intolerancia religiosas.
En marzo de este año, los Estados miembros del Consejo de Derechos Humanos se reunirán para debatir sobre la eficacia del marco de la resolución 16/18. Algunos Estados sostendrán que no es apto para su propósito y que debemos abandonarlo. Ése sería un error histórico. El problema principal de la estrategia actual de la ONU no es un problema de formulación de políticas, sino uno de implementación. Por lo tanto, los Estados deben aprovechar el momento para renovar su compromiso con la resolución 16/18, el Proceso de Estambul y el Plan de Acción de Rabat, y volver a dedicar sus esfuerzos a lograr una implementación plena, y urgentemente necesaria.