“El virus no discrimina; pero sus efectos, sí”. Esas fueron las palabras que pronunció el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, en la presentación de su reciente informe sobre las respuestas de derechos humanos a la COVID-19: We are all in this together (Todos estamos juntos en esto). La pandemia afecta desproporcionadamente a las personas ya de por sí vulnerables y marginadas, incluidas muchas minorías religiosas.
En todo el mundo, las minorías religiosas pertenecen por lo general —aunque ciertamente no siempre—a los segmentos más pobres de la población; tienen menos acceso a la educación y la atención médica, su situación de vivienda es inadecuada, su situación laboral es más insegura y sus ingresos son más bajos que los de la población mayoritaria. En lo que respecta a la COVID-19, esto significa que, junto con otros grupos vulnerables y marginados, tienen menos posibilidades de prevención y, si se enferman, menos acceso al tratamiento. Por ejemplo, en Pakistán, la mayoría de los trabajadores de saneamiento forman parte de la minoría cristiana o hindú. Estas personas, encargadas de la limpieza de hospitales, calles y alcantarillas, han trabajado en condiciones ínfimas desde hace tiempo y, en la situación actual, no cuentan con equipo de protección personal.
Los grupos religiosos minoritarios desplazados que viven en campamentos de refugiados son particularmente vulnerables. Por ejemplo, Cox’s Bazar, en Bangladesh, alberga a más de un millón de rohinyás que huyeron de represiones militares en Myanmar. Dada su densidad de población y condiciones antihigiénicas, la falta de agua limpia y la cantidad sumamente limitada de centros de salud, este campamento es un “polvorín” para la propagación del virus. Los Estados tienen la obligación de garantizar a todas las personas el derecho a la salud y el acceso a la atención médica básica. Esto se aplica también, y quizás con mayor razón, en situaciones de crisis como la actual.
Pero la COVID-19 no es solo una crisis de salud. También es una crisis “que exacerb[a] la xenofobia, el odio y la exclusión”, como afirmó recientemente el relator especial de la ONU sobre cuestiones de las minorías, Fernand de Varennes. En situaciones de crisis, el hostigamiento, la discriminación y la estigmatización suelen aumentar. La pandemia de COVID-19 no es una excepción. La inseguridad económica, la preocupación por la salud, el miedo y la frustración son factores propicios para la búsqueda de chivos expiatorios; y ese papel se asigna con frecuencia a los grupos ya de por sí marginados o vilipendiados. En más de la mitad de los países del mundo, las minorías religiosas ya son objeto de varios tipos de hostilidades sociales. En estos contextos, pueden correr riesgos particulares asociados a lo que algunos llaman “estigma del coronavirus”. Ahmed Shaheed, relator especial de la ONU sobre la libertad de religión o de creencias, manifestó recientemente su profunda preocupación por “el auge de la incitación al odio, utilizando a comunidades religiosas o de creencias, incluyendo a cristianos, judíos y musulmanes, como chivos expiatorios por la propagación del virus”.
En Turquía, circulan teorías de conspiración antisemitas en las redes sociales; en el Reino Unido, los grupos de extrema derecha culpan a los inmigrantes musulmanes por el virus; en Somalia, islamistas militantes sostienen que las “fuerzas cruzadas [cristianas]” están propagando el virus. La situación en India es especialmente preocupante. Después de que autoridades indias relacionaron varios casos de COVID-19 con una organización misionera musulmana, comenzaron a circular noticias falsas en las redes sociales que afirmaban que los miembros de la organización, y otros musulmanes, se habían dedicado a la propagación deliberada del virus, por ejemplo, escupiendo a otras personas. Con la etiqueta “corona jihad”, se acusa a los musulmanes de utilizar la COVID-19 como arma contra la población hindú. Incluso hay miembros del partido en el poder, el partido nacionalista hindú BJP, que han contribuido a difundir esa información falsa. En toda India, se han registrado ataques violentos contra musulmanes y actos de vandalismo contra mezquitas; boicots de pequeñas empresas; y casos de personas enfermas a las que se les niega el tratamiento en los hospitales.
La COVID-19 también puede hacer que aumente la discriminación gubernamental contra las minorías religiosas. Las crisis suelen dar más influencia a los gobiernos, justificando acciones que serían impensables en otras circunstancias. Los gobiernos de todo el mundo han adoptado una variedad de medidas drásticas para evitar la propagación de la COVID-19, que incluyen el aislamiento y los toques de queda, las restricciones a las reuniones grandes y las prohibiciones de viaje. Estas iniciativas tienen consecuencias económicas graves para todas las personas. Pero dada su pobreza e inseguridad laboral, algunas minorías religiosas, junto con otras poblaciones vulnerables y marginadas, se ven afectadas de manera desproporcionada. Así, la emergencia de la COVID-19 acentúa las desigualdades sociales y económicas existentes.
También hay indicios preocupantes de que algunos Estados utilizan las medidas de precaución como pretexto para una discriminación más directa contra grupos determinados. Las restricciones gubernamentales sobre la religión son experiencias cotidianas para muchas minorías religiosas. Más de la mitad de las minorías religiosas del mundo son objeto de restricciones sobre, por ejemplo, el reconocimiento jurídico, el establecimiento de lugares de culto o las prácticas religiosas. En países donde ya se ve amenazado el derecho de las minorías a la libertad de religión o de creencias, existe el riesgo de que las medidas relativas a la COVID-19 lo limiten aún más.
En algunos lugares, las medidas que parecen ser proporcionadas se aplican de manera discriminatoria. En Nepal, se ha informado que la policía reacciona con mayor severidad cuando integrantes de la minoría cristiana violan la prohibición de reuniones grandes que cuando se realizan reuniones ilegales entre la población mayoritaria hindú. En Corea del Sur, las autoridades locales pidieron a los fiscales que iniciaran una investigación por asesinato contra el liderazgo de la Iglesia Shincheonji, con la que se relacionaron muchos de los primeros casos de COVID-19 en el país. En otros lugares, las medidas en sí parecen ser discriminatorias. En Sri Lanka, las autoridades de salud dictaminaron que las personas que mueran de COVID-19 deben ser incineradas, aunque las pautas de la OMS afirman explícitamente que es aceptable enterrarlas. Esto tiene consecuencias para la minoría musulmana del país en particular, ya que las tradiciones islámicas no permiten la cremación. Hasta ahora, tres víctimas musulmanas de COVID-19 han sido incineradas contra la voluntad de sus familias.
La COVID-19 también ha dado carta blanca a las autoridades, redes sociales y empresas de tecnología para vigilar los movimientos, la salud y los contactos de las poblaciones, a menudo sin ningún tipo de consentimiento. La pandemia ha justificado el abandono de muchos de los derechos de privacidad, si no es que todos, en aras de vencer al virus. Esto hará que los miembros perseguidos o vulnerables de la sociedad corran un mayor riesgo de ser hostigados o atacados por el gobierno u otros actores si existen datos que se puedan usar de forma indebida en el largo plazo. Solo con el tiempo sabremos si se revertirán estas medidas y se destruirán los datos recopilados cuando termine la emergencia.
La lucha contra la COVID-19 también debe consistir en combatir las desigualdades, la estigmatización y la discriminación que esta enfermedad revela y exacerba. Para ello, se requiere un enfoque de derechos humanos sólido. Como señaló el secretario general de la ONU, “las respuestas que se basan en los derechos humanos y los respetan obtienen mejores resultados en cuanto a vencer la pandemia, garantizar la atención médica para todos y preservar la dignidad humana”.
En una declaración reciente, el relator especial sobre la libertad de religión o de creencias instó no solo a los Estados, sino también a los líderes religiosos, la sociedad civil, los medios de comunicación y el público en general, a “que rechacen el odio y la exclusión y a ofrecer apoyo y solidaridad para aquellos que puedan ser víctimas en estos tiempos difíciles”. Y hay muchos ejemplos de personas que están haciendo precisamente eso. Los clérigos están denunciando el discurso de odio de miembros de su propia comunidad religiosa. Las empresas de redes sociales están eliminando noticias falsas. Las comunidades locales se están dando cuenta de que superar la prueba de solidaridad y humanidad compartida que nos plantea este virus es más importante que cualquier diferencia que exista.
Todos debemos estar alertas y no permitir que el virus se use para dividir, crear chivos expiatorios y discriminar. Debemos unirnos para proteger a la mayor cantidad posible de personas tanto de la enfermedad como de los efectos de las medidas de contención, a pesar de lo estresados y asustados que estemos.