Hace más de un año, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la tortura sostuvo que la tortura es una práctica generalizada en México, una acusación que el gobierno mexicano rechazó con vehemencia. Para muchos observadores, la reacción de enojo de parte del gobierno mexicano se debió específicamente al vínculo entre el término “generalizada” y el Derecho Penal Internacional; de manera más específica, a la clasificación de los crímenes de lesa humanidad. Durante más de dos décadas, los sucesivos gobiernos mexicanos han enfrentado las presiones generadas por las recomendaciones no vinculantes de los órganos de tratados de la ONU, los titulares de mandatos del Consejo de Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las sentencias vinculantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero enfrentar la posibilidad de la responsabilidad penal individual es una cuestión totalmente distinta. El reciente informe de Open Society Justice Initiative ha dirigido los reflectores nacionales e internacionales hacia el polémico pero inevitable debate sobre la posible comisión de crímenes de lesa humanidad en México.
Por supuesto, el argumento de que las fuerzas gubernamentales y los grupos delictivos organizados cometen crímenes de lesa humanidad en el contexto de la brutal “guerra contra el narcotráfico” en el país no es algo nuevo. Ya ha estado sobre la mesa, y sobre el escritorio de la fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), durante algunos años. Pero el informe de Open Society es, hasta la fecha, la elaboración más detallada, rigurosa y contundente de esta postura. Basado en gran medida en una revisión cuidadosa y sistemática de los datos oficiales, el informe argumenta de manera convincente que hay “fundamentos razonables para considerar que existen actores tanto estatales como no estatales que han cometido crímenes de lesa humanidad en México”. La recomendación principal del informe, sin embargo, no es que la fiscal de la CPI deba abrir formalmente una “investigación preliminar” sobre la situación. Por el contrario, el informe sugiere la creación de una “entidad de investigación internacional, con sede en México, que tenga el poder de investigar y perseguir causas de manera independiente en materia de crímenes atroces y casos de gran corrupción”. En términos generales, esto podría parecerse a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el organismo internacional independiente de las Naciones Unidas creado, a solicitud del gobierno de Guatemala, para investigar a los grupos delictivos que han infiltrado las instituciones del Estado.
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Mexico's political climate has prompted human rights violations by both state and non-state actors.
La incompetencia flagrante de las instituciones mexicanas de procuración de justica ha sido bien documentada y es indiscutible. El rotundo fracaso de las autoridades en los casos paradigmáticos de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa y los 22 civiles asesinados en Tlatlaya corrobora dramáticamente este hecho. Las consecuencias de estos incidentes ha contribuido de manera significativa a la ya monumental falta de confianza en nuestras instituciones tanto de parte del público nacional como de la comunidad internacional. Dada la gravedad de la crisis, la magnitud de los agravios (colectivos) y el desolado panorama institucional, hay un claro sentido de urgencia. No podemos esperar hasta que finalmente nos decidamos y logremos tratar de reparar nuestras instituciones descompuestas. En efecto, parece que la única salida, la única alternativa para romper con el círculo vicioso de impunidad, es utilizar algún tipo de modelo mixto, internacionalizado.
Los gobiernos mexicanos consecutivos han fracasado rotundamente a la hora de establecer las responsabilidades por las atrocidades.
Por desgracia, el contexto político hará que adoptar tal institución resulte extremadamente difícil. Otro argumento clave en el informe de Open Society es que el principal obstáculo para la asignación de responsabilidades por los “crímenes atroces” observados se debe a una falta de voluntad política, más que a una falta de capacidad. “Los gobiernos mexicanos consecutivos han fracasado rotundamente a la hora de establecer las responsabilidades por las atrocidades (...) El obstruccionismo político, que comienza con la negación del gobierno respecto a la magnitud y naturaleza del problema, es el motivo fundamental de este fracaso”, concluye el informe
Pero ¿de dónde puede venir la voluntad política necesaria? Es difícil detectar los incentivos para las autoridades actuales (y posiblemente futuras), y los elementos disuasivos son claros. Es cierto que el gobierno de Peña Nieto está ahora en su momento de mayor debilidad, sobre todo en medio de las presiones nacionales e internacionales cada vez mayores por Ayotzinapa y otros casos, la inseguridad y la criminalidad persistentes, el hecho de que sus “reformas estructurales” no lograron generar crecimiento económico, las crecientes tensiones presupuestarias y las considerables derrotas en las elecciones estatales recientes. En este sentido, podría decirse que este es el momento de ejercer más presión y así conseguir concesiones importantes de un gobierno acorralado. Sin embargo, la aceptación de una entidad de investigación internacionalizada está kilómetros más allá de los límites que el mismo gobierno se ha impuesto. Además de la amenaza de enfrentar sanciones penales individuales, hay una noción arcaica del nacionalismo y la soberanía nacional que es un valor predominante y no negociable del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Del mismo modo, los intereses de los partidos políticos de izquierda en la promoción y defensa de los derechos humanos también se han detenido tradicionalmente ante una noción similar de soberanía. Además, los aparentes ganadores de las elecciones recientes (el anterior partido gobernante: Partido Acción Nacional, PAN) no tendrán una disposición muy distinta de la del PRI respecto a la recomendación de Open Society. Después de todo, uno de los suyos, Felipe Calderón, fue quien implementó originalmente la estrategia que llevó a los militares “a las calles”. Y, por supuesto, están las Fuerzas Armadas, que todavía tienen un poder informal de veto sobre las decisiones y políticas que puedan afectar directamente sus intereses. Tomando todo esto en cuenta, parece poco probable que se conforme una alineación de intereses internos para apoyar el establecimiento de un organismo independiente mixto o internacionalizado para la investigación de los “crímenes atroces”.
El informe de Open Society realmente es un duro golpe a las autoridades mexicanas; tal vez el más duro que han recibido hasta ahora en el contexto de la actual crisis de derechos humanos. Presenta una advertencia clara y fuerte para la sociedad mexicana, y seguramente tendrá una influencia importante en el debate nacional e internacional respecto a la crisis de derechos humanos en México. Sin embargo, el gobierno mexicano se opondrá ferozmente a la recomendación principal del informe. Y aunque está debilitado y severamente maltrecho, es probable que logre resistir; particularmente porque hay tantos otros actores poderosos, como actores clave dentro del PAN, el ejército y, paradójicamente, las organizaciones delictivas, que también tienen mucho que perder. No obstante, las organizaciones nacionales e internacionales defensoras de derechos humanos deben seguir adelante y hacer lo que han estado haciendo con valor y perseverancia. De manera lenta pero segura han logrado importantes avances en la promoción de reformas muy necesarias. Con suerte, esta vez serán capaces de llegar más lejos que nunca.