La derrota de Trump es una buena noticia para los derechos humanos, en los EE. UU. y más allá de sus fronteras. Después de centrar gran parte de su atención en el populismo autoritario, la comunidad de derechos humanos está lista para pasar a un nuevo capítulo. Sin embargo, a pesar del alivio que sentimos el pasado noviembre, sería un error no hacer una autorreflexión en este momento.
Pero ¿estamos preparados para examinar de forma colectiva nuestros propios prejuicios, errores e impulsos autodestructivos? Es hora de aceptar la verdad: estamos perdiendo nuestra capacidad de transmitir mensajes sobre la justicia, la igualdad y la dignidad humana. Si queremos seguir vigentes y que más personas nos escuchen de nuevo, tenemos que hacer una introspección. Esta es una oportunidad única para ver el mundo tal como es y arreglar nuestras propias fallas.
¿Cuáles son?
Nuestra primera falla es empírica. A menudo, no procesamos los hechos por sesgos cognitivos, prejuicios ideológicos y categorizaciones maniqueas. La elección de Trump no fue impredecible. Al hacer esta afirmación, no estoy reinventando la rueda. Sin embargo, en 2020, muchos cometieron el mismo error que habían cometido en 2016 (se preguntaron: “¿¡Cómo es posible que tantas personas hayan votado por Trump!?”).
Debemos descartar las explicaciones simplistas (“Todo es cuestión de supremacismo blanco”) y analizar los hechos. En 2020, Trump obtuvo una mayor proporción del voto de prácticamente todas las minorías (a la vez que perdió apoyo entre los hombres blancos). Los determinantes sociales de las decisiones de voto son importantes, pero no son una ciencia absoluta. Los seres humanos tienen autodeterminación. Los resultados de noviembre de 2020 deberían ser una llamada de atención.
No debemos dar por sentado que todo se solucionará con eliminar la supresión del voto y la manipulación de los límites de los distritos electorales (gerrymandering). Trump supo muy bien cómo captar los diferentes tipos de miedos y enfados. Denunciar los usos deshonestos de la “corrección política” no debe ser un pretexto para criticar con deshonestidad a quienes cuestionan los excesos de la corrección política. Nos guste o no, Trump captó objetivamente la ira ante lo que muchas personas consideran como corrección política.
También debemos escuchar a quienes nos advierten sobre los peligros de los análisis de desigualdad que son reduccionistas en cuanto a la raza. Si pensamos que toda persona es “o privilegiada o impotente, o blanca o de color, o racista o antirracista, u opresora u oprimida”, entonces corremos el riesgo de quedar “sorprendidos por el mundo tal como es”. La realidad social es compleja.
No debemos dar por sentado que todo se solucionará con eliminar la supresión del voto y la manipulación de los límites de los distritos electorales (gerrymandering).
Además, hay que reconocer que si bien la desinformación trumpiana es escandalosa, cada vez se produce más desinformación e información errónea desde todos los bandos. He visto a activistas que comparten información sin comprobación alguna cuando esta refuerza su visión del mundo y que ponen en duda la información verificada cuando esta refuta dicha visión.
La obsesión con la justicia y los resultados (raciales, sociales, etc.) no debe superar la razón. “No encaja con lo que creo, por lo tanto debe de ser erróneo” no está muy lejos de la ceguera ideológica de los partidarios de Trump. Tenemos que volver a legitimar el proceso, la deliberación reflexiva y el cuestionamiento interno.
También tenemos que volver a legitimar la racionalidad empírica. Un enfoque excesivo en las emociones y experiencias subjetivas es tan peligroso como la desinformación respaldada por Trump.
Nuestra segunda falla es emocional y moral. No me malinterpreten: las emociones y la empatía son fuerzas poderosas que impulsan el trabajo en derechos humanos. Sin embargo, el hecho de que los activistas de derechos humanos sostengan que tienen una superioridad moral incuestionable puede dar lugar a muchos errores: maniqueísmo, generalización excesiva, catastrofismo, razonamiento emocional y prejuicios cognitivos más amplios asociados con la incapacidad de dialogar racionalmente con puntos de vista opuestos.
Durante la era Trump, la comunidad de derechos humanos se encontraba en un estado de indignación constante (yo también caí en esta trampa de vez en cuando, al leer los tuits de Trump). Nuestras certezas morales nos llevaron a la falta de matices, a la condescendencia moral y a la demonización de los adversarios. Estas certezas también hicieron que muchos de nosotros perdiéramos el sentido del humor y nos convirtiéramos en una miríada de Jorges de Burgos (en El nombre de la rosa de Umberto Eco, Jorge de Burgos es un monje que demoniza la risa, tachándola de blasfema).
De vez en cuando, debemos dar un paso atrás y tomarnos menos en serio. La risa es buena para nuestro bienestar emocional; también es una de las armas más potentes contra el miedo y la injusticia.
No cabe duda de que muchas de las políticas que apoyaron Trump y sus cómplices son crueles y abusivas. No cabe duda de que tenemos razón al oponernos a ellas. Sin embargo, nuestra reacción suele ir más allá de la lucha contra las políticas; a menudo satanizamos a cualquier persona que sostiene o apoya opiniones que consideramos incompatibles con los derechos humanos. Esto es perjudicial para el debate racional, la objetividad y la curiosidad intelectual. Las redes sociales refuerzan este proceso de “colapso de nuestra capacidad de desacuerdo constructivo”.
Ahora bien, Trump manifiesta una forma extrema de narcisismo patológico, y estamos justificados al decir que es un sociópata fascista. Algunos de sus partidarios son supremacistas blancos violentos. Pero 74 millones de personas votaron por él, y no todas son sociópatas fascistas. Son personas que pueden tomar malas decisiones. Pueden errar, como todos nosotros. Los seres humanos somos complejos.
La mayoría de las personas no son opresoras terribles e irremediables. La mayoría de la gente no merece ser “cancelada”. (Es cierto, hay quienes usan el término de una manera deshonesta, pero la “cultura de la cancelación” sí existe y a veces ataca errores menores y opiniones legítimas). Como miembros de la comunidad de derechos humanos, debemos responder a los puntos de vista contrarios y criticar las ideas y las políticas, y no presuponer la inmoralidad de las personas ni recurrir a ataques ad hominem.
La pureza moral no existe. Quienes confían en que ostentan la verdad y quieren purificar el mundo suelen acabar convirtiéndolo en un infierno, como en La mancha humana de Philip Roth. Si no llevamos a cabo esta introspección, nos convertiremos en puritanos e iliberales.
Nuestra tercera falla es estratégica. Tratar de borrar la voz de las personas que no piensan lo mismo no es solo un error empírico y moral; es contraproducente. Debemos dejar de llamar “fascista” a toda persona que no esté de acuerdo con nosotros (incluso si acepta las violaciones de derechos humanos; incluso si votó por Trump). Llamar “privilegiado” al trabajador blanco de una fábrica que teme por su empleo (solo porque es blanco) es un error estratégico. Llamar “deplorables” a los votantes con los que no concordamos es un error estratégico.
Debemos mantener un debate abierto. Recurrir al “estoy-ofendido-y-por-lo-tanto-estoy-en-lo-correcto-y-por lo-tanto-eres-un-opresor-y-por-lo-tanto-te-cancelo” y a otras maneras de hacernos las víctimas no nos va a llevar a ningún lado. Debemos poner fin a este interminable proceso de indignación y fomentar una deliberación reflexiva y un debate racional; también dentro de la comunidad de derechos humanos.
Por desgracia, muchas personas siguen cometiendo ese error. Pensemos, por ejemplo, en las críticas contra el presidente Obama por sugerir que “desfinanciar a la policía” era un eslogan contraproducente. O la manera en que se trata a quienes se oponen al impulso de hacer “borrón y cuenta nueva”. O cómo se destruyen carreras o se destrozan personas no por un uso intencional de lenguaje ofensivo, sino por errores menores, expresiones torpes o incluso eufemismos.
Un estado constante de indignación no solo es perjudicial para la salud psicológica (ya que la gente se resguarda de las palabras e ideas que incomodan a algunos, y termina atrapada en burbujas); también es contraproducente. A largo plazo, si todo es motivo de indignación, entonces nada lo es.
Dejemos la indignación e ira constantes a las que nos han conducido las redes sociales. Nos brindan tranquilidad a corto plazo —el tipo de tranquilidad que proviene del sentido de pertenencia y “la deliciosa sensación de que tenemos todo resuelto”—, pero dificultan cada vez más la posibilidad de un debate abierto.
El trabajo en derechos humanos no se trata de defender verdades absolutas, de simplificar en exceso las cuestiones sociales y raciales, de obligar a la conformidad intelectual, de aislarse en las burbujas ideológicas y el pensamiento de grupo, ni de utilizar las emociones para imposibilitar el debate. Debemos dejar de suponer que conocemos por completo a los demás en función de lo que dicen o por quién votan. Debemos dejar de borrar la individualidad y la autodeterminación.
En cambio, debemos ver el mundo tal como es, y no como deseamos que sea. A largo plazo, no existe otro camino para la comunidad de derechos humanos. A corto plazo, la autorreflexión es vital para corregir nuestras fallas empíricas, morales y estratégicas.