No es ningún secreto que las violaciones de los derechos humanos se han producido durante mucho tiempo tras los muros de las prisiones. El trabajo forzoso, el encadenamiento de mujeres durante el parto, el confinamiento solitario indefinido —actos que serían denunciados como tortura en otros contextos— se normalizan en los entornos penitenciarios, que han sido tratados como lugares de derechos disminuidos de privacidad, autonomía y debido proceso. Estas violaciones son racialmente dispares, con las comunidades negras y otras comunidades marginadas desproporcionadamente criminalizadas y encarceladas.
Al mismo tiempo, los avances tecnológicos en vigilancia, evaluación algorítmica de riesgos y otros análisis basados en datos amplían el estado carcelario más allá de los muros de la prisión en nombre de la reforma penitenciaria o la seguridad pública. Los intentos de encontrar «alternativas» más humanas al encarcelamiento, como el creciente uso de monitores de tobillo o aplicaciones de reconocimiento facial para la «cárcel electrónica», introducen el control carcelario en espacios no carcelarios, formando lo que la jurista Kate Weisburd llama el «hogar carcelario». Se están produciendo extensiones similares en áreas como las fronteras, la educación y el bienestar infantil.
A través del uso extendido de tecnologías carcelarias, la tortura psicológica tradicionalmente confinada a los muros de la prisión ahora impregna las experiencias cotidianas. Estas tecnologías someten a un número sin precedentes de personas, incluidas aquellas que no han sido acusadas de un delito, a formas indiscriminadas y difusas de tortura psicológica.
¿Qué es la tortura psicológica?
Los daños deshumanizadores de la tecnología carcelaria están bien documentados por los estudiosos y las organizaciones, pero su categorización como tortura psicológica ha recibido menos atención. Esto se debe en gran parte a que la tortura psicológica es notoriamente difícil de definir, ya que sus métodos para inquietar y desorientar a las víctimas dependen tanto del individuo como del contexto específico. Además, las líneas difusas de la tortura psicológica hacen más fácil justificar su uso, especialmente porque la tortura física se ha vuelto menos aceptable socialmente.
Aquí, entendemos por tortura psicológica la imposición intencionada de un sufrimiento mental o emocional grave para manipular, controlar o quebrantar la voluntad de una persona. Implica inducir ansiedad, invertir objetos o entornos que antes eran reconfortantes en fuentes de amenaza e infundir una sensación generalizada de miedo o daño inminente que puede recaer sobre uno mismo o sobre otros. La tortura psicológica afecta no solo al sujeto de la tortura, sino también a su mundo, incluida su comprensión de su lugar en la sociedad, su familia y su comunidad.
La tortura psicológica es empíricamente comparable a la tortura física en el sufrimiento mental que causa. Las tácticas comunes para la tortura psicológica incluyen la desorientación, la privación del sueño y el estricto control del entorno y el cuerpo de la víctima. Al controlar el cuerpo y la autonomía de la víctima mediante posturas forzadas y estresantes, humillación y exposición a condiciones duras, se afecta cada aspecto de su existencia, dictando cuándo usar el baño, cuándo y qué comer, y cómo posicionar su cuerpo. Estos métodos están diseñados para privar a la víctima de su identidad, sentido de control y capacidad para saber en quién y en qué confiar.
El uso de tecnologías carcelarias extiende estas formas de tortura psicológica a espacios no carcelarios. A continuación, identificamos tres formas en que los dispositivos de vigilancia electrónica (sistemas utilizados para controlar la ubicación y los movimientos en tiempo real de las personas que forman parte de sistemas legales o carcelarios, como los monitores de tobillo GPS, la vigilancia móvil y las etiquetas de identificación por radiofrecuencia) pueden torturar psicológicamente a sus usuarios.
Desorientación
Los teóricos de la tortura discuten cómo las tácticas de desorientación pueden invertir el significado de los objetos familiares, transformando objetos de comodidad ordinaria en fuentes potenciales de daño. Bajo vigilancia electrónica, la vida en el hogar se fragmenta estrictamente y la realidad se distorsiona. Los miembros de la familia se convierten no solo en cuidadores, sino también en supervisores y ejecutores no oficiales. Los movimientos normales, como ir a comprar, las citas médicas y los desplazamientos al trabajo, deben programarse y aprobarse con precisión, lo que convierte la imprevisibilidad mundana de la vida cotidiana en una fuente de posible reincarcración.
Estas herramientas transforman los espacios cotidianos en posibles pruebas de criminalidad, creando estados de ansiedad e hipervigilancia. Los períodos de descanso y recuperación en el hogar se ven alterados, ya que las personas se preocupan obsesivamente por comprobar los niveles de batería y el estado de la conexión, ya que cualquier fallo técnico podría conducir a un nuevo encarcelamiento.
Privación del sueño
La privación del sueño es una táctica de tortura clave para derribar las defensas de un individuo. Mantener a una persona despierta mediante duchas frías forzadas o actividad física, ruidos fuertes o luces deslumbrantes puede provocar graves trastornos cognitivos, mala salud e incluso la muerte. Es bien sabido que las tecnologías de vigilancia electrónica provocan privación del sueño. Al ser dispositivos que se colocan alrededor del tobillo, una zona sensible del cuerpo, su volumen, la retención de calor y la presión sobre el cuerpo pueden causar molestias a través de la irritación de la piel, la sudoración exacerbada, el entumecimiento y el picor, lo que dificulta o imposibilita el sueño ininterrumpido. Estos dispositivos también perturban el sueño al inducir una estimulación constante: ruidos incesantes como pitidos, la necesidad de atención continua, ya que sus baterías requieren que se despierten repetidamente para cargarse, y alterar la homeostasis de uno durante el sueño al calentarse y provocar fluctuaciones de temperatura.
Estos dispositivos limitan el lugar donde sus usuarios pueden dormir al exigirles que permanezcan junto a una toma de corriente en todo momento. El usuario puede activar involuntariamente una alerta que, además de inducir miedo y estrés crónico, puede interferir aún más con el sueño, lo que resulta en hiperexcitación y casos de insomnio.
Control sobre los cuerpos y los entornos
El control del comportamiento, la hipervigilancia de la autoexpresión y la humillación también son tácticas comunes de tortura psicológica, que infunden en las víctimas una sensación de pérdida de control. La vigilancia electrónica ejerce control sobre el cuerpo del usuario al restringir su espacio, exigir atención constante y dictar cómo pasa su tiempo. Los usuarios a menudo temen el ostracismo social, lo que los lleva a ocultar sus dispositivos. Un usuario compartió que tenía que alternar entre tres tipos de pantalones que fueran lo suficientemente largos como para ocultar el monitor mientras estaba sentado. Al no poder usar pantalones de vestir en el trabajo, se veía obligado a destacar con jeans.
Más allá de la humillación, estos dispositivos obligan a las personas a tomar decisiones difíciles, comprometiendo su derecho a la higiene básica. Un usuario, al que solo se le permitían cuatro horas de movimiento tres días a la semana, no podía compaginar el trabajo y unas prácticas universitarias, y acabó sacrificando elementos esenciales como el jabón y la ropa. Estas herramientas no solo restringen los derechos básicos, sino que también causan daños psicológicos al degradar y controlar el cuerpo, dictando lo que la persona puede comer, cómo puede cuidarse y creando estrés a través de elecciones forzadas y la posición corporal.
Transferencia de contextos
A medida que las tecnologías carcelarias se extienden a contextos cotidianos, tienen el potencial de torturar psicológicamente a sus usuarios. La conexión entre la vigilancia electrónica y la tortura psicológica revela que el daño psicológico surge del compromiso forzado e incesante que requieren las aplicaciones carcelarias de estas tecnologías. Su presencia ubicua en la vida diaria exige una atención constante, crea una falsa sensación de daño inminente y desgasta al usuario, lo que finalmente conduce a angustia psicológica, interrupción de la gestión de la vida y, en última instancia, a una sensación distorsionada de sí mismo y de su capacidad de acción.
Estas cuestiones ponen de manifiesto cómo la tortura psicológica se normaliza cada vez más como medida punitiva, tanto en sus formas menos evidentes, como la vigilancia electrónica, como en sus más directas manifestaciones simbólicas. Consagrar la protección de los derechos humanos requiere no solo abordar la nociva materialidad de estos dispositivos, sino también centrarse en alternativas liberadoras para garantizar que las «reformas» tecnológicas no sometan a las personas «a tortura o a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes».
Este blog forma parte de la serie Tecnología y derechos humanos de OGR.