En los últimos quince años, los movimientos para extender los derechos legales a distintos tipos de entidades no humanas han logrado victorias notables. En particular, el mundo ha sido testigo de la llegada de expresiones concretas de derechos para la naturaleza, los animales e incluso los robots, como demuestran leyes y sentencias en todas las jurisdicciones.
Las razones de estas innovaciones varían. Por ejemplo, la incorporación de las perspectivas indígenas a los sistemas jurídicos nacionales, la adopción de parte de los jueces de interpretaciones holísticas de la naturaleza que incluyen a los animales y los intentos legislativos de abordar cuestiones prácticas como quién (o qué) tiene acceso a los espacios públicos. A pesar de la diversidad de los orígenes recientes, todos estos ejemplos de derechos que van más allá de lo humano sugieren que se está produciendo un cambio importante en nuestra forma de concebir los derechos.
Sin embargo, estos avances han provocado la ira de todo el espectro político. Parte de la izquierda ha tachado estos avances de desviar la atención de los llamados "verdaderos" problemas de derechos humanos. La derecha ha denunciado el alejamiento de una visión eurocéntrica de la sociedad centrada en el ser humano. Los detractores de los derechos de los más que humanos, que normalmente discrepan en la mayoría de las cuestiones políticas, parecen extrañamente unidos en este tema. La antipatía hacia los derechos de los no humanos ha creado alianzas extrañas.
Lo que tienen en común los críticos de todas las tendencias es una incomprensión fundamental de cómo, cuándo y por qué cambian los derechos. Hay tres objeciones comunes a los derechos más-que-humanos y cada una de ellas se basa en una lógica profundamente errónea. Buscar un discurso participativo verdaderamente sólido sobre la evolución de los derechos exige identificar y superar estas líneas de razonamiento erróneas.
En primer lugar, algunos afirman que la idea de los derechos de los no humanos, en concreto de las entidades tecnológicas, es peligrosa. Los defensores de este argumento creen que debatir los derechos de los robots en particular ignora los peligros de un sistema capitalista que explota activamente a los grupos vulnerables y sólo sirve a los intereses de las empresas que tratan de eludir la responsabilidad por las acciones de sus productos. Curiosamente, este mismo grupo se muestra a menudo reacio al tema de los derechos de la naturaleza y los animales.
Una perspectiva más reflexiva sostiene que, en lugar de esconder la cabeza bajo la tierra, deberíamos prepararnos para un futuro incierto y anticiparnos a los posibles retos que puedan sacudir nuestros sistemas morales y jurídicos. Parece intuitivamente poco sensato arriesgarse a que nos agarren desprevenidos, dado el ritmo al que se producen las innovaciones sociales y tecnológicas hoy en día.
En segundo lugar, otro ataque a los derechos para el mundo más-que-humano alega que tales protecciones suponen una distracción de los problemas más acuciantes a los que se enfrenta la humanidad. Este argumento implica que los escasos recursos intelectuales deben destinarse a abordar determinados problemas y no otros. Muchos comentaristas plantearon esta objeción durante la controversia Lemoine, en la que un ingeniero de Google solicitó representación legal para un sistema de inteligencia artificial con base en que era sintiente y, por tanto, merecedor de derechos.
Pero este enfoque económico de la investigación científica es inexacto en el mejor de los casos y elitista en el peor. Como argumentan Sætra y Fosch-Villaronga, la tarea subjetiva de determinar qué problemas debe priorizar la sociedad se gestiona mejor en el ámbito de la política (esperemos que a través de medios democráticos deliberativos) que en el de la ciencia. Las conversaciones ampliamente participativas acerca de los objetivos de la sociedad aumentan la probabilidad de que los resultados obtenidos por los responsables de la toma de decisiones gocen de cierto grado de legitimidad democrática. Los intentos de control pueden revelar más sobre los prejuicios de quien defiende la postura restrictiva que sobre el tema en cuestión.
En tercer lugar, algunos afirman que los derechos constituyen un juego de suma cero. En otras palabras, los derechos ampliados a un grupo conducen necesariamente a la eliminación de los derechos de otro. Quizás de forma irónica, este argumento se ha utilizado en el pasado para negar derechos a grupos que ahora acordamos inequívocamente proteger. Los defensores de este argumento imaginan que los derechos constituyen un pastel que sólo puede cortarse en tantos trozos; el pastel en sí nunca puede hacerse más grande.
Sin embargo, la historia de los derechos humanos ofrece una fuerte réplica a este tipo de pensamiento. La lucha por los derechos humanos ha pasado a menudo de la exclusión inicial de ciertos grupos a la impugnación de su inclusión y, finalmente, a la ampliación de los derechos (con mucha sangre, sudor y lágrimas por el camino). Como escriben Schulz y Raman, "la adición de un nuevo derecho reconocido no vicia un derecho previamente reconocido".
A medida que surgen nuevos derechos, también pueden surgir nuevos conflictos entre los titulares de derechos existentes y los nuevos sujetos de derechos. Pero las legislaturas y las cortes pueden resolver estos conflictos. La perspectiva de nuevos conflictos no tiene por qué ni debe impedir la evolución de los derechos y la lista de entidades a las que se aplican.
Por supuesto, la aplicación de derechos más que humanos exigirá una reflexión cuidadosa sobre cómo podrían funcionar en la práctica. Por ejemplo, como pregunta Arpitha Kodiveri, ¿quién tiene autoridad para defender los intereses de la naturaleza? Si no se plantean este tipo de preguntas, se corre el riesgo de ahogar todo el proyecto de los derechos, que se ve constantemente atacado, continuamente reinventado por quienes tratan de descolonizarlo y que necesita urgentemente una recalibración en el Antropoceno. Podría decirse que la cuestión existencial más apremiante para los derechos humanos gira en torno a si la concepción actual de los derechos puede combatir eficazmente el tipo de destrucción ecológica global que ha hecho posible la misma supremacía humana que inspiró su aparición. Resolver este dilema exigirá debate, discurso y demostración. No debatir esta cuestión no es una opción.
Lejos de necesitar "menos ciencia ficción y más filosofía", quizá los derechos humanos necesiten más ciencia ficción para hacer frente a la velocidad e intensidad de los cambios sociales, medioambientales y tecnológicos que afectan a nuestro mundo. Me viene a la mente la destrucción creativa. Para que esta conversación sea productiva, debemos empezar con una comprensión clara y compartida de las condiciones en las que los derechos crecen para adaptarse a las nuevas realidades, a los nuevos participantes en el círculo moral y a las nuevas obligaciones hacia aquellos con los que compartimos este frágil planeta.