Manifestantes protestan contra la crisis climática en Cali, Colombia en Septiembre 2019. EFE/ Ernesto Guzmán Jr.
El cambio climático es quizá la mayor amenaza a la garantía y promoción de los derechos humanos a nivel global por su capacidad de amplificar, acelerar y exacerbar las desigualdades preexistentes. Sin embargo, poco se ha hablado acerca de su incidencia en la configuración de escenarios de inseguridad, violencia y maltrato hacia mujeres y niñas, y en especial a las rurales, negras, raizales e indígenas, quienes habitan principalmente los territorios más afectados por los efectos del cambio climático y la degradación ambiental.
Las violencias basadas en género (VbG) —por ejemplo, violencia sexual, doméstica o verbal; intimidación, acoso, abuso; privación económica, explotación sexual y trabajo sexual forzado— son un problema persistente y prevalente. Para muchas mujeres y niñas, el cambio climático puede ser una causa directa de VbG debido al desproporcionado efecto de las emergencias climáticas en comunidades donde históricamente las mujeres han enfrentado condiciones de abandono, despojo, marginación y pobreza.
Este riesgo se suma a la baja capacidad de adaptarse o recuperarse debido a las recurrentes limitaciones en el acceso a medios productivos y económicos para su subsistencia, lo cual genera más vulnerabilidad ante todo tipo de abuso.
Uno de estos escenarios se deriva de la recurrente aparición de economías ilegales después de eventos climáticos. La dependencia relativamente alta de las mujeres y las niñas a los trabajos del cuidado y su limitado acceso a los recursos económicos para adaptarse a escenarios de incertidumbre genera que las mujeres empobrecidas se vean obligadas a incorporarse en mercados clandestinos, que en su mayoría tienen altísimos costos ambientales asociados. Ejemplos de esos mercados son la deforestación, los cultivos ilícitos, el tráfico de especies silvestres o la minería ilegal.
Este riesgo se suma a la baja capacidad de adaptarse o recuperarse debido a las recurrentes limitaciones en el acceso a medios productivos y económicos para su subsistencia, lo cual genera más vulnerabilidad ante todo tipo de abuso.
Esto además genera ciclos de retroalimentación negativos debido a que estas actividades terminan agravando los fenómenos climáticos junto con prácticas transaccionales ilícitas como trabajo forzado, esclavitud e incluso en la aparición de redes de tráfico sexual.
En el departamento del Guaviare, Colombia, la tala y minería ilegal, además de la desaparición progresiva de los bosques por la expansión de los monocultivos o la frontera ganadera, han generado el desplazamiento involuntario de las mujeres y niñas indígenas empobrecidas hacia asentamientos urbanos y al incremento en los casos de explotación sexual. De acuerdo con la investigación de Pedraza Bravo, tanto la comunidad indígena Nukak Makú como los Jiw, quienes tradicionalmente se han alimentado de animales silvestres, terminan migrando hacia centros urbanos por la imposibilidad de acceder a alimentos o formas de sustento económico. En este escenario, las mujeres y niñas indígenas son reclutadas por las redes de prostitución forzada y son ellas quienes terminan pagando el precio más alto.
Otro efecto es que, debido a normas de género discriminatorias, problemas como el desplazamiento o la migración climática afectan desmesuradamente a las mujeres debido a la desigualdad en la capacidad de acceso a la propiedad privada, los límites en la posesión de la tierra o las dificultades en el acceso a servicios financieros.
En tales casos, las VbG refuerzan los privilegios y el control sobre los recursos naturales a los cuales no tienen acceso las mujeres. Distintas investigaciones han encontrado que la explotación física y sexual ha sido utilizada para intimidar mujeres y evitar que hagan reclamaciones sobre territorios o participen en actividades de recuperación y reasignación de tierras.
Hay evidencia investigativa suficiente para concluir que las VbG desalientan a las mujeres a que participen y sean agentes activos en las iniciativas de protección, gestión sostenible recursos naturales y la consolidación de comunidades climáticamente resilientes
Por otra parte, el acceso a servicios esenciales para las mujeres y las niñas, como la atención de la salud sexual y reproductiva, la educación, la protección social y la respuesta a la violencia de género, es interrumpido por la atención a desastres climáticos y se agravan sus impactos. Esto se acentúa además por las reiterativas apelaciones sobre las condiciones de hacinamiento e inseguridad en los campamentos de refugiados climáticos, que tienden a exponer aún más a mujeres y niñas a las VbG.
Otros desafíos adicionales para las mujeres y las niñas relacionados con los fenómenos climáticos están vinculados a sus roles como cuidadoras. En escenarios climáticos adversos derivados de los patrones climáticos cambiantes —lluvias más intensas, sequías prolongadas y temperaturas más altas o bajas—las mujeres y las niñas suelen ser responsables de asegurar el acceso a los alimentos de sus familias. Esto no sólo las hace más vulnerables a las agresiones físicas, sexuales o psicológicas, sino que también ocasiona la deserción escolar. Esta situación inevitablemente profundiza las tensiones entre los roles de género y agudiza la desigualdad en las dinámicas de poder.
Y es que, además de atentar en contra de los derechos más básicos, las VbG truncan todo intento de avance en materia de desarrollo, sostenible o no. Las implicaciones van más allá del mero bienestar físico y mental, en cuanto impiden que las mujeres asuman roles de liderazgo y se incorporen a procesos de toma de decisiones. Los factores de riesgo de VbG, tales como estrés y trauma, aumentan drásticamente después de desastres naturales o escenarios de estrés climático prolongado, lo cual incide de manera negativa en las capacidades de reincorporación a las sociedades productivas y limita las oportunidades de ejercer los derechos económicos y políticos de las mujeres.
Así mismo, las VbG impiden a sus víctimas y sobrevivientes ejercer sus derechos económicos y políticos, lo cual limita su acceso a la educación y al trabajo, engrandece las barreras para el acceso a la justicia y refuerza una cultura de impunidad. En este sentido, es importante anotar que la atención a las VbG se ve obstaculizada con frecuencia por factores culturales e institucionales —como vergüenza, estigma social y falta de servicios y garantías para las víctimas— que desincentivan la denuncia.
Es oportuno encaminar el accionar de los gobiernos a nivel global hacia la disminución del riesgo y la atención efectiva de los desastres asociados al cambio climático. Y a la par, entender que la construcción de comunidades con resiliencia climática requiere de enfoques basados en los derechos humanos, sensibles al género y que incorporen mecanismos que prevengan las VbG.
Ignorar esta dimensión sugiere un círculo vicioso, que termina debilitando el éxito de cualquier intervención asociada a la conservación de la biodiversidad y la consolidación de la paz. Es necesario entender que la igualdad de género, la erradicación de toda forma de violencia contra la mujer y la lucha en contra del cambio climático son demandas se refuerzan mutuamente. No entenderlo así es una oportunidad perdida.