Mujeres de San Basilio de Palenque, Colombia, posan con sus poncheras, con las que normalmente venden furtas y dulces típicos.
Ricardo Maldonado Rozo/EFE.
La pandemia de COVID-19 ha dejado a su paso una cantidad inmensa de enfermedad, muerte y desesperación, y seguirá causando serios problemas al mundo incluso cuando haya terminado. Por consiguiente, representa una tremenda amenaza para el disfrute de los derechos humanos en todo el mundo. En términos más concretos, se reconoce ampliamente que la pandemia (así como muchas de las medidas adoptadas para ponerle fin) ha amenazado o dañado gravemente el disfrute de los derechos humanos a la salud, la vida, la educación, la alimentación, la vivienda, el trabajo, la libertad, y la libre circulación y reunión, de miles de millones de personas de todo el mundo. Para muchas personas, resulta menos evidente que la pandemia (así como las principales respuestas a ella) también puede constituir un daño grave al disfrute de los derechos al desarrollo y la democracia, y a vivir sin discriminación ni violencia de género. Un hecho aún más preocupante es que estos peligros y efectos suelen agravarse en el Sur global, y en lo que concierne a las personas pobres y las marginadas por motivos de raza en todas partes del mundo.
La pandemia también ha puesto en vivo relieve la intensidad actual de nuestra interconexión como seres humanos y sociedades, incluida la enorme magnitud de nuestra vulnerabilidad mutua. Ahora, nos queda claro que un brote de COVID-19 “por allá” también es un problema de COVID-19 “justo aquí”. Como señaló recientemente Samantha Power, esta pandemia no terminará para nadie sino hasta que termine para todos. Esta realidad demuestra claramente la necesidad absoluta de expresar e intensificar nuestra práctica de solidaridad internacional, entre actores estatales y no estatales, a fin de optimizar el disfrute de los derechos humanos en todo el mundo. Simplemente no hay manera de ejercer “nuestros” derechos humanos de manera más plena “aquí” mientras están en riesgo los derechos humanos de la gran mayoría de la población mundial que vive “allá” (incluidos sus derechos al desarrollo, la salud, la educación, la alimentación, la vivienda y el trabajo). Ni siquiera las sociedades mucho más ricas del Norte global pueden disfrutar estos derechos humanos de manera óptima sin que haya un mucho mayor respeto por los derechos de sus poblaciones indígenas, personas pobres y comunidades racialmente marginadas. Todos estamos interconectados en materia de derechos humanos.
Ahora, nos queda claro que un brote de COVID-19 “por allá” también es un problema de COVID-19 “justo aquí”.
Por consiguiente, si queremos que el mundo “después” de la pandemia se parezca algo a la visión de la buena vida plasmada en los textos progresistas de derechos humanos, que se han propuesto o acordado desde hace décadas, los actores estatales y no estatales deben comenzar a tomar la solidaridad internacional mucho más en serio. Los actores estatales y no estatales deben prestar mucha más atención a la clase de solidaridad internacional concebida en el Proyecto de declaración sobre los derechos humanos y la solidaridad Internacional de la ONU, y ponerla en práctica de una manera mucho más completa. Esto implica la expresión de un espíritu de unidad entre las personas, los pueblos, los Estados y las organizaciones internacionales, que abarque la unión de intereses, propósitos y acciones y el reconocimiento de diferentes necesidades y derechos para lograr objetivos comunes.
“Después” de la pandemia, se necesitarán medidas mucho más audaces de las que hemos presenciado hasta ahora para que la solidaridad internacional se tome mucho más en serio en la lucha por la efectividad óptima de todos los derechos humanos en todo el mundo. Algunos ejemplos de medidas viables en ese sentido incluyen las siguientes: cooperación internacional eficaz para garantizar el acceso gratuito (o al menos asequible) para toda la población mundial a cualquier vacuna o tratamiento para la COVID-19, sin importar el lugar del mundo en el que se desarrollen; y modificaciones, en la medida que se requiera, de los regímenes de patentes nacionales e internacionales para garantizar dicho acceso gratuito (o al menos asequible) a las vacunas y tratamientos para la COVID-19.
Por otra parte, se requieren reformas estructurales en la economía global: detener la salida neta de fondos y otros recursos de los países del Sur global a los del Norte, para que los primeros puedan tener más recursos acumulados para hacer efectivo el derecho al desarrollo (sostenible) de sus poblaciones (por ejemplo, desarrollando sus sistemas de atención médica y educación, y alimentando a su población hambrienta); cancelar las deudas de los países más pobres del Sur global (o al menos ampliar en gran medida los regímenes de suspensión de deudas ya existentes) para ayudar a financiar la lucha contra la COVID-19 en esos lugares y mitigar las recesiones económicas que probablemente afectarán a la mayoría de los Estados después de la pandemia (de manera más grave a unos que a otros); y eliminar (o al menos suspender) las sanciones económicas impuestas a los Estados por algunas grandes potencias. Es preciso dar subvenciones financieras y condiciones de intercambio más favorables a la gran mayoría de los países del Sur global.
No hay manera de ejercer “nuestros” derechos humanos de manera más plena “aquí” mientras están en riesgo los derechos humanos de la gran mayoría de la población mundial que vive “allá”.
También necesitamos desmercantilizar la atención médica y tratarla en cambio como el derecho humano básico que es, lo que incluye establecer mecanismos que ofrezcan acceso universal a las medicinas y la atención médica en todo el mundo. Se debe garantizar el pago de suplementos a los ingresos de las personas más vulnerables tanto en el Norte como en el Sur global, a fin de detener los aumentos esperados en el desempleo, el hambre, la falta de vivienda y la pobreza masivos durante y “después” de la pandemia.
Los Estados del Consejo de Derechos Humanos y la Asamblea General de la ONU deben adoptar el Proyecto de declaración sobre los derechos humanos y la solidaridad Internacional de la ONU. Esto ayudaría a concentrar las mentes en la necesidad absoluta de practicar la solidaridad internacional en la lucha por hacer efectivos los derechos humanos de todas las personas. También ayudaría a proporcionar un recurso vital adicional de derecho indicativo para quienes libran las batallas relevantes.
Por último, los Estados deben adoptar y ratificar el Proyecto de instrumento jurídico vinculante de las Naciones Unidas sobre el derecho al desarrollo, ya que es muy necesario contar con un elemento de derecho vinculante para fomentar una mayor rendición de cuentas y configurar con mayor firmeza el comportamiento de los Estados y otros actores en lo que respecta a la efectividad del derecho al desarrollo en casi todo el mundo. Si no se logra una efectividad mucho más plena del derecho al desarrollo, sobre todo en el Sur Global —algo que será imposible sin un aumento importante de la solidaridad internacional—, la situación mundial en materia de derechos humanos “después” de esta pandemia no será mejor de lo que es hoy.