¿Comparte todo el mundo en el movimiento de derechos humanos la misma comprensión de los derechos humanos? Esta incómoda pregunta surge ahora con frecuencia durante las reuniones de trabajo, a medida que crece la preocupación no sólo por la política de identidad de la derecha y su impacto en los derechos humanos, sino también por los activistas “woke”, o “progres”, y su relación con los derechos universales (empezando por la libertad de expresión) y las metodologías de derechos humanos.
Una definición incipiente para los activistas “progre”, para efectos de este artículo, puede ser la de activistas críticos de la justicia social que hacen hincapié en la primacía de la identidad (racial, de género, etc.) y la experiencia vivida, formulan quejas y reclamaciones basadas en la identidad y pretenden desmantelar los “sistemas de opresión” (“supremacía blanca”, “patriarcado”, etc.).
En el fondo del discurso en torno al término “progre”, hay una tensión creciente entre la subjetividad y el universalismo. Como los enfoques y métodos “progres” surgen y se basan en un hiperenfoque en la identidad, la subjetividad y la experiencia vivida, conducen a un relativo desprecio por la objetividad y el empirismo, que están en el centro de los enfoques y métodos tradicionales de los derechos humanos. En última instancia, esto pone en juego la unidad del movimiento de derechos humanos.
¿Qué ocurre en la práctica?
Abogar por la ampliación de las restricciones y el debilitamiento de la protección de los derechos humanos
En nombre de la seguridad emocional y de la protección contra el discurso “insensible”, “dañino” u “ofensivo”, los activistas “progres” promueven la ampliación de las restricciones legales o de facto a la libertad de expresión. Sin embargo, según el derecho internacional de los derechos humanos, la mayoría de las expresiones ofensivas están protegidas, no prohibidas. El discurso prohibido es la excepción. La prueba y las normas establecidas en los artículos 19(3) y 20 del ICCPR son clave: el umbral para la prohibición es alto.
Los expertos en derechos humanos han subrayado que nadie tiene derecho a no ser ofendido. El derecho de los derechos humanos protege a las personas contra la discriminación, la violencia y el odio que constituye una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia. No las protege del daño emocional.
La máxima de “la respuesta al discurso del odio es más discurso” sigue siendo legal y moralmente válida. ¿Cómo abordar las ideas que te desagradan si no puedes acceder a ellas, especialmente si sólo se permiten las “opiniones seguras”? La gente tiene derecho a acceder a opiniones desagradables, a puntos de vista insensibles o desagradables, a chistes malos e incluso a creencias odiosas. La expresión ofensiva tiene una dimensión de libertad de opinión.
El resultado final de las constantes exigencias por “espacios seguros” es la aparición de personas que son incapaces de lidiar con las imperfecciones de los demás (o simplemente con puntos de vista adversos) y acaban abogando por restricciones a la libertad de expresión que van mucho más allá de las restricciones que permite el derecho internacional de los derechos humanos.
La ofensiva “progre” contra el “daño” también amenaza el “derecho gemelo” de la libertad de expresión: la libertad de religión o de credo. Las exigencias por espacios seguros y la defensa de las minorías se traducen en la afirmación de un derecho a no ser ofendido. Este uso de los sentimientos subjetivos de “ofensa” es similar a los intentos de algunos Estados de socavar los derechos universales en nombre de la prevención de la “difamación de las religiones”, un concepto incompatible con los derechos humanos.
Aunque una parte del movimiento “Je Suis Charlie” estaba compuesta por personas que apoyaban las opiniones expresadas en las caricaturas de Charlie Hebdo, también se trataba de defender el derecho de todos a hablar con libertad sobre cualquier tema. Sin embargo, para los “progres”, como la defensa del laicismo incluye el derecho a criticar las religiones (que puede ofender los sentimientos de la gente) y ser libre de cualquier religión, el laicismo es un blanco.
Mientras que movimientos como “Me Too” y las protestas contra el racismo y la violencia policial han llevado a la agenda pública cuestiones estructurales, la justicia popular de las redes sociales exige una condena inmediata. Desaparecen los requisitos probatorios y las normas mínimas de prueba (“más allá de toda duda razonable”, “motivos razonables para creer”). La carga de la prueba se invierte: es el acusado quien debe demostrar su inocencia.
Ciertamente, no se trata de procedimientos judiciales formales. Sin embargo, tienen efectos reales. No pretendamos que esto no cuente. El imperativo de escuchar y creerles a las víctimas no significa negarse a examinar los hechos o a respetar las garantías procesales. Significa escucharlas y creerles; y en la mayoría de los casos, los relatos de las víctimas son ciertos.
Al estar atrapados en su propia subjetividad, todos y cada uno de los grupos podrían utilizar sus agravios identitarios para formular reclamos basados en la identidad.
En nombre de la consecución de la equidad, los activistas “progres” descartan las normas democráticas básicas. Para “arreglar el pecado original del racismo”, algunos sugieren dotar a organismos no elegidos de herramientas disciplinarias o contar dos veces los votos emitidos por ciudadanos negros.
La sustitución sistemática de la “igualdad” por la “equidad” en el discurso político oficial de Estados Unidos también procede de un trasfondo de justicia social crítica basada en la identidad. Si bien la legislación sobre derechos humanos reconoce la necesidad de luchar contra la discriminación indirecta y tratar de forma diferente a las personas que se encuentran en situaciones diferentes para hacer frente a las injusticias estructurales (la jurisprudencia de los comités de la CERD y la CEDAW es clara), existen criterios precisos para las medidas especiales de carácter temporal. La “equidad” es demasiado vaga.
Estas son algunas de las formas en que el activismo basado en la identidad socava los derechos humanos. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Cambios epistemológicos y metodológicos
Las ONG de derechos humanos han construido su credibilidad sobre la base de metodologías para recoger, verificar y analizar la información. Los métodos utilizados para el trabajo de derechos humanos (que son predominantemente métodos de las ciencias sociales) incluyen métodos cualitativos (análisis jurídico, entrevistas, observación directa, etc.) y cuantitativos (por ejemplo, análisis estadístico). Todos implican un análisis empírico y un razonamiento inductivo: la observación conduce a inferencias y (a menos que las pruebas sean insuficientes o no concluyentes) a conclusiones o generalizaciones.
Los métodos de derechos humanos son científicamente reflexivos. Incluyen reflexiones sobre la solidez de sus inferencias, el alcance, los sesgos y las limitaciones. Utilizan normas para la producción de conocimiento: recopilan información de forma neutral; usan argumentos racionales; formulan y comprueban hipótesis; cuestionan supuestos; buscan variables intermedias; comprueban la coherencia interna; valoran la (auto)duda y la modestia.
Centrarse exclusivamente en la subjetividad socava la base empírica de las conclusiones sobre derechos humanos.
El problema clave del activismo basado en la identidad es la sacralización de la experiencia subjetiva. La sacralización de la subjetividad y la experiencia vivida (que algunos llaman “epistemología del punto de vista”), que se inspira en los enfoques posmodernos y la teoría crítica, conduce a cambios en la forma de enfocar la objetividad y los procesos y normas de producción de conocimiento. Puede llevar a confiar en metodologías menos sólidas o, al menos, más discutidas.
En la lógica de Karl Popper, una teoría de los derechos humanos que no pudiera demostrarse falsa (que no fuera “falseable”) estaría más cerca de una religión o una ideología que de la ciencia. Por eso los enfoques teórico-críticos de los derechos humanos son problemáticos. Parten de sus conclusiones, se basan en el reduccionismo causal y eliminan la duda y la experimentación. Desde una perspectiva positivista/empírica, son epistemológicamente defectuosos.
No me malinterpreten: la subjetividad tiene valor. La empatía, la compasión y el reconocimiento de la diversidad de las experiencias vividas (por ejemplo, el reconocimiento de las amenazas múltiples e interrelacionadas a las que se enfrentan las mujeres de color) forman parte del trabajo de derechos humanos. Sin embargo, centrarse exclusivamente en la subjetividad socava la base empírica de las conclusiones sobre derechos humanos.
La verdad no es sólo la de las víctimas. Para evitar sesgos epistemológicos y metodológicos, necesitamos evaluaciones empíricas sólidas. “Se trata del impacto, no de la intención” no es un método válido de derechos humanos. La experiencia subjetiva del daño no puede ser una prueba válida para evaluar las restricciones a los derechos. Estas deben basarse en normas objetivas y criterios acumulativos (véase el Plan de Acción de Rabat en relación con la libertad de expresión).
Si se confía exclusivamente en la subjetividad (“me siento ofendido”) y se utilizan criterios vagos (“esa persona está ‘causando daño’”) para definir el alcance de los derechos y los criterios para las restricciones, entonces se permite a los que quieren destruir los derechos hacerlo: siempre habrá alguien que se declare ofendido.
Una receta para el desastre
Si los métodos basados en la identidad son más aceptados en el movimiento de derechos humanos y más decisiones se basan en “enfoques progres”, podríamos llegar a un punto en el que la gente considere que sólo su experiencia vivida cuenta; que es la verdad, que no puede ser cuestionada ni escrutada, y que la humanidad no es una, sino que está dividida.
A nivel colectivo, esto sería una receta para el desastre.
Al estar atrapados en su propia subjetividad, todos y cada uno de los grupos podrían utilizar sus agravios identitarios para formular reclamos basados en la identidad. Estas reivindicaciones chocarán inevitablemente entre sí y conducirán a una mayor atomización social.
El movimiento de derechos humanos debe encontrar el equilibrio adecuado entre la experiencia subjetiva y las normas objetivas. Debe averiguar cómo tener en cuenta la subjetividad y la diversidad de experiencias vividas sin poner en peligro el universalismo. El conflicto no está resuelto.