Una mujer camina con sus hijas durante una manfiestación contra el desalojo el 15 de septiembre de 2020, en la toma de tierras de la localidad de Guernica, a 30 km de Buenos Aires (Argentina). Más de mil personas en condición de pobreza se instalaron desde el 20 de julio en un terreno de 100 hectáreas ubicado en Guernica, conformando la más grande toma de tierras en la provincia de Buenos Aires. EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
América Latina es la región más desigual del mundo y es también, a septiembre de 2020, la que registra más fallecidas por Covid-19. ¿Qué tienen que ver las desigualdades, la covid-19 y los derechos humanos? Las desigualdades persistentes explican por qué el virus y la recesión se ensañan con los grupos desaventajados. Al mismo tiempo, nos desaconsejan que aspiremos volver al estado precovid-19. Esta nota presenta los argumentos principales del libro colectivo que, prologado por Michelle Bachelet, acaba de publicarse en Argentina sobre covid-19 y derechos humanos.
La enfermedad, las medidas para contenerla y sus efectos sociales y económicos golpean más fuerte a las personas de menores ingresos o a quienes pertenecen a otros grupos en situación de vulnerabilidad y exposición a una discriminación múltiple e interseccional. Las y los pobres se contagian y mueren más por la covid-19 y disponen de menores recursos para lidiar con la recesión económica en Latinoamérica, que se estima que, hacia finales de 2020, haya treinta millones más de pobres. Y si son mujeres, migrantes, personas refugiadas, con discapacidad, en contextos de encierro, adultas y adultos mayores, niñas, niños o adolescentes, o pertenecientes a alguna minoría racial, étnica, religiosa, lingüística o sexual, se multiplicará el impacto sobre sus hombros.
Pero no es el virus lo que discrimina, sino las personas y la infraestructura social y económica que imponen unas (pocas) personas a otras (muchas). El retraimiento de los Estados en áreas profundamente sensibles para los derechos humanos –tales como vivienda, salud y educación–, un sistema económico-jurídico que legitima la concentración del capital hasta el paroxismo, un mercado laboral que institucionaliza la explotación, la creciente protección de patentes monopólicas, la naturalización de políticas fiscales regresivas, así como la mercantilización de derechos económicos y sociales explican un escenario en el que las desigualdades y la consiguiente pobreza se encuentran asociadas tanto a mayores niveles de contagio y letalidad de la covid-19 como a la violación de derechos sociales y económicos.
La enfermedad, las medidas para contenerla y sus efectos sociales y económicos golpean más fuerte a las personas de menores ingresos o a quienes pertenecen a otros grupos en situación de vulnerabilidad y exposición a una discriminación múltiple e interseccional.
Pensemos, por ejemplo, qué tan practicable es la recomendación sanitaria de lavarse las manos regularmente y quedarse en casa para una gran parte de la población que no tiene acceso al agua potable ni a una vivienda adecuada. O que las compras esenciales se realicen en línea cuando un alto porcentaje de la población no puede acceder a una tarjeta de crédito, o que no se viaje en transporte público cuando no existen opciones disponibles de transporte privado. O que la escolarización continúe por medios digitales, cuando un alto porcentaje de la población tiene acceso muy limitado a internet.
Así, no debe sorprender que esté emergiendo la noción de soberanía estratégica que pone ahora el foco en la responsabilidad y el poder de los Estados nacionales para proteger eficazmente la salud de la población y garantizar la provisión de bienes y servicios esenciales y con ello la reproducción social. Sería un modelo económico centrado en las necesidades y los derechos humanos de las personas antes que en la expansión del capital. Esta noción de soberanía estratégica desafía algunos pactos que se habían forjado durante la hiperglobalización, como el ilimitado flujo de comercio internacional, la protección de las inversiones extranjeras, la libre circulación de personas por el mundo, la inviolabilidad de las patentes intelectuales, la desregulación de capitales financieros, la financiarización de prácticamente todos los aspectos de la vida, la flexibilización laboral, la minimización de los sistemas de protección social, la disciplina fiscal cortoplacista y la mercantilización de servicios públicos esenciales, como la salud. Revertir esas tendencias no parece ser una mala noticia para los derechos humanos.
De hecho, como advierte Ignacio Ramonet, los gritos de agonía de las miles de personas enfermas y que mueren por no disponer de camas en las unidades de cuidados intensivos condenarán por largo tiempo a los fanáticos de las privatizaciones, de los recortes y de las políticas de austeridad. La OMS ya identificó a cada uno de los países de ingresos bajos que siguió la recomendación del FMI en los últimos tres años de recortar o congelar el empleo público como países que atraviesan déficits críticos en trabajadoras y trabajadores de la salud.
Si la nueva normalidad es un oxímoron que continuará beneficiando a las élites o si en cambio entraña una verdadera agenda transformadora depende de todas y todos nosotros. Es algo que se construye día a día, antes que nada, a partir de la confrontación de ideas. No podemos sobrestimar la trascendencia de imaginar una agenda transformadora y poner en palabras una perspectiva de derechos humanos para enfrentar la pandemia. De hecho, cuando observamos que países con PIB similares registran resultados muy disímiles en la protección de los derechos a la vida y la salud, es obvio que, además de contar con recursos, los Estados necesitan desplegar un “buen gobierno”, sobre cuya noción los derechos humanos deben formar una parte central.
Si la nueva normalidad es un oxímoron que continuará beneficiando a las élites o si en cambio entraña una verdadera agenda transformadora depende de todas y todos nosotros.
A fin de sopesar los costos y beneficios de proteger y promover los derechos humanos debemos tener concreción y articulación. Esto es evidente cuando estudiamos el impacto de las políticas sanitarias sobre los derechos humanos más allá de la vida y la salud física. Frente al paradigma médico –que privilegia los aspectos biológicos y la supervivencia de las personas– como discurso legítimo que influencia regulaciones y modela prácticas y representaciones sociales, se erige otro más holístico. ¿Hasta qué punto es legítimo ceder libertades en el altar de una visión estrictamente sanitarista? El derecho internacional de los derechos humanos ofrece pautas precisas para responder a esta pregunta fundamental, y este es uno de los puntos centrales que aborda el nuevo libro Covid-19 y derechos humanos. La pandemia de la desigualdad.
La gran desaceleración económica, que agrava los desafíos económicos a los que ya se enfrentaban varios países en América Latina en febrero de 2020, ha llevado a un aumento de la pobreza y a un retroceso en materia de derechos económicos y sociales. En este contexto, sólo las élites disponen de capacidad de resiliencia frente a cambios macroeconómicos bruscos. Otra vez vemos que, más allá de las acciones urgentes que deben desplegarse para atender a la población más afectada por la crisis, una agenda transformadora necesita estar sobre la mesa de discusión.
Los derechos humanos tienen una función científica, jurídica y política. Pueden aportar luces acerca de los intrincados procesos económicos, financieros, sociales y jurídicos que perpetúan las desigualdades. Es cierto que la eficacia de los derechos humanos es limitada. Los niveles de pobreza y desigualdades existentes en el mundo, y los presidentes que sugieren tomar sustancias tóxicas para combatir la Covid-19 o que recomiendan no usar barbijos, sin que ello acarree ninguna consecuencia jurídica, nos dan la pauta del impacto de los derechos humanos en el mundo real. Pero esto no debe llevarnos a abandonar la causa de los derechos humanos sino, precisamente, a reforzar su sistema de protección que, en gran medida, exige reformar las bases fundamentales del sistema económico imperante. Para ello es imprescindible investigar, contar y denunciar las relaciones entre pandemia, desigualdades y derechos humanos.