La elección de Donald Trump a la presidencia de los EE. UU. plantea una grave amenaza para los derechos humanos; en los EE.UU. y en todo el mundo. Para hacer frente a esta amenaza, el movimiento global de derechos humanos, y en particular sus componentes estadounidenses, debe cambiar sus prioridades y reorientar su trabajo. Es necesario someter a un escrutinio mucho más cuidadoso a las políticas estadounidenses dentro del país y en el extranjero. Bajo la dirección de Trump, se debe tratar a los EE. UU. como parias en materia de derechos humanos, peligrosamente incompetentes para defender los valores universales que el Sr. Trump desprecia de manera tan evidente.
Las cosas no pueden seguir como de costumbre. Sin embargo, en su comunicado de prensa posterior a las elecciones, Human Rights Watch (HRW), al mismo tiempo que documentaba las posturas anti derechos humanos de Trump y lo instaba a renunciar a ellas, también sugirió que hacerlo aumentaría la credibilidad de los EE. UU. para promover los derechos humanos y el Estado de derecho en el extranjero. HRW instó a un debidamente instruido Trump a centrarse en las “... progresivas restricciones, a nivel global, sobre la sociedad civil y la libertad de expresión; por ejemplo, en Rusia, China, Egipto, Etiopía y Bangladesh... y presionar para que cese la represión creciente en países cuyos gobiernos cada vez consolidan más su poder, como Turquía”.
Pedirle a Trump que defienda los derechos humanos es como pedirle a Nigel Farage que hable a favor de los derechos de los migrantes en Polonia.
¡No! Pedirle a Trump que defienda los derechos humanos en Bangladesh, Egipto o Turquía es como pedirle a Nigel Farage que hable a favor de los derechos de los migrantes en Polonia.
La reputación de Trump está irremediablemente mancillada. Si se dedicara a promover el respeto de los derechos humanos y el Estado de derecho en otros países, lo único que haría sería desacreditar la idea de que los gobiernos deben defender los derechos humanos en su política exterior. Aunque hay muchos diplomáticos estadounidenses dedicados que sí defienden estos derechos en el extranjero, los que decidan quedarse y servir al nuevo presidente deberían renunciar a hacerlo en gran parte (al menos en público). Ya hace tiempo que existen contradicciones en el financiamiento estadounidense para los derechos humanos en el extranjero; bajo la presidencia de Trump, muchas personas las considerarán indefendibles.
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Protesters confront Donald Trump in Scotland. For the irredeemably tainted Trump, championing international human rights would be more than unlikely—it might undermine the legitimacy of international action on human rights.
Algunos dirán que estoy exagerando la magnitud de la amenaza. Trump no está al nivel de Bashir Al-Assad, que bombardea de manera indiscriminada a su propio pueblo y supervisa un Estado policial que tortura a miles de personas. Tampoco es Omar al-Bashir de Sudán, que aún dirige una campaña homicida contra los aldeanos de Darfur. Además, Trump fue elegido democráticamente y debe gobernar junto a un poder judicial y un poder legislativo independientes que no se pueden controlar con facilidad, a diferencia de sus homólogos en China y Rusia.
Todo esto es cierto. Pero Trump ha abogado por los bombardeos indiscriminados, la tortura y los castigos colectivos; todos ellos delitos conforme al derecho internacional. Además, ha prometido deportaciones en masa, se burla abiertamente del poder judicial y menoscaba su independencia, predica el odio y la intolerancia, y se jacta de la agresión sexual. No ha hecho ningún esfuerzo por defenderse salvo en el caso de las acusaciones de misoginia.
Por otra parte, el poder de Trump y el predominio de Estados Unidos significan que sus políticas globales tendrán un impacto mucho más allá de los EE. UU. Sus promesas de retirarse del acuerdo climático de París, si se llevan a la práctica, equivaldrán a perder una década en la batalla para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Se trata de una década que no pueden permitirse los millones de personas que viven en ambientes sometidos al estrés climático; aumentarán los desplazamientos y la falta de seguridad alimentaria y de subsistencia. Asimismo, su amenaza de utilizar armas nucleares y de aceptar que los nuevos Estados las adquieran, representa un grave riesgo para millones de personas.
Trump representa un peligro casi único precisamente debido a que el poder y el prestigio de los EE. UU. y su acreditación democrática dotan de legitimidad y credibilidad a la intolerancia y el nativismo que, hasta ahora, solo los déspotas podían convertir en políticas públicas. La retórica de Trump contra los migrantes, y específicamente contra los musulmanes, envalentonará a los racistas en todas partes. Si cumple su promesa de deportar a millones de migrantes indocumentados o “ilegales” y sigue demonizando a los refugiados sirios e iraquíes, los derechos de los migrantes a nivel mundial se verán perjudicados; el régimen internacional de protección a los refugiados, que ya está debilitado, puede comenzar a desmoronarse.
¿Qué podemos hacer? Puede que Stephen Hopgood y Sam Moyn tengan razón al poner en duda la pertinencia y la utilidad de las normas internacionales de derechos humanos en la era de Trump. Como sostiene Hopgood, la prioridad es la política nacional, y como señala Moyn, los estándares de derechos humanos no ofrecen todas las respuestas a las desigualdades del capitalismo del siglo XXI (que contribuyeron a la victoria de Trump). Sin embargo, ambos argumentos eran ciertos antes de la elección de Trump. El valor de las normas internacionales de derechos humanos siempre ha sido su capacidad de influir en la política nacional, no de reemplazarla. Aún pueden hacerlo; o, por lo menos, vale la pena luchar por averiguarlo.
Hay dos tareas inmediatas. En primer lugar, las organizaciones mundiales de derechos humanos, y especialmente las que tienen su sede en los Estados Unidos, deben aumentar drásticamente los recursos que dedican a supervisar e influir en la legislación y la política estadounidenses. No todos los miembros del Congreso son insensibles a las obligaciones internacionales de los EE. UU. Tampoco lo son los tribunales estadounidenses. ¿Y qué importa si los argumentos exitosos se basan en un tratado de derechos humanos, en la Carta de Derechos de los EE. UU. o en ambos? En el caso de las ONG con sede en los Estados Unidos que ya dan prioridad a la promoción a nivel nacional, la cuestión es buscar mejores maneras de apoyarlas.
En segundo lugar, los EE. UU. bajo la presidencia de Trump deben ser tratados como parias en cuestión de derechos humanos. Los líderes y diplomáticos extranjeros que se reúnan con el nuevo presidente y con su equipo deben esperar enfrentarse con la prueba de China: ¿dejaron bien claras sus preocupaciones en cuestión de derechos humanos con respecto a las políticas estadounidenses? A nivel mundial, se debe desafiar repetidamente a Trump para que explique cómo sus políticas cumplirán las obligaciones internacionales de los EE. UU. en materia de derechos humanos.
Si los Estados Unidos deciden postularse para ocupar un puesto en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2017, hay que oponerse a su candidatura. De hecho, una coalición global de ONG podría pedir a los Estados del Consejo de Derechos Humanos de la ONU que organicen una sesión de crisis cuando Trump asuma el cargo. Únicamente se requiere el acuerdo de un tercio de los 47 miembros del Consejo para que se lleve a cabo dicha sesión.
Existen otras estrategias. Trump ha defendido abiertamente el uso de técnicas de interrogatorio, incluido el ahogamiento simulado, que equivalen a tortura conforme al derecho estadounidense e internacional. También ha hablado de usar tácticas contra los terroristas que constituirían crímenes de guerra. A pesar de que todavía no está en condiciones de ordenar tales actos, el hecho de que los defienda abiertamente podría tener consecuencias jurídicas, si no en los EE. UU., quizás en el extranjero mediante el uso de reglas de jurisdicción universal. Cualquier proceso en este sentido enfrentaría desafíos jurídicos y políticos innumerables. Pero no se requiere que sea exitoso para que cause un impacto. Dick Cheney no ha sido acusado por defender la tortura, pero rara vez sale de los EE. UU.
Por último, tal vez Trump atienda el llamado de HRW a “... dejar las provocaciones y la retórica de odio para gobernar con respeto para todas las personas que viven en los Estados Unidos”. Es mucho más prudente, sin embargo, suponer que no lo hará, y hacer planes en consecuencia. Hay demasiado en juego.