El actual Pontífice, quien recientemente llevó a cabo su primera visita oficial a México, es reconocido como “el Papa de los pobres”, de los tiempos cambiantes, del pensamiento social cristiano. Sin duda, durante su visita a México no solamente fue una figura carismática, sino también un protagonista para la denuncia de las violaciones de derechos humanos. De hecho, el Papa acuñó el término “mexicanización”, para referirse a la descomposición social marcada por el narcotráfico, y por la corrupción, la inseguridad y la violencia llevadas al extremo.
México ha sido centro de atención durante los últimos años por victimizar a los transmigrantes mexicanos y centroamericanos, y por los miles de casos de muertos y desparecidos en un país invadido por las organizaciones criminales. De acuerdo con Ansa Latina, la espiral de violencia derivada de la guerra contra los cárteles del narcotráfico, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, ha provocado más de 100,000 muertos, 27,000 desaparecidos y unos 250,000 desplazados internos.
Los dirigentes recibieron la visita del Papa únicamente como una ceremonia de espectáculo, y no para escuchar sus palabras.
El encuentro entre el Papa y los líderes políticos mexicanos no estuvo exento de complicaciones, debido al marcado interés del Pontífice en la defensa de los derechos humanos y el catolicismo social. El Papa Francisco destacó su preocupación por los efectos que ha tenido el neoliberalismo en los problemas de migración, pobreza, cultura materialista, exclusión social y deterioro ambiental. Pero las intervenciones religiosas en la política mexicana están reguladas por una constitución rígida, que ha intentado frenar cualquier acción directa de la Iglesia católica en la vida pública. En otras palabras, los dirigentes recibieron la visita del Papa únicamente como una ceremonia de espectáculo, y no para escuchar sus palabras.
También existía otro conjunto de expectativas sociales en torno a su visita. Los militantes de izquierda y los activistas de derechos humanos, relacionados con ciertas congregaciones religiosas católicas de corte progresista, y que no reciben apoyo por parte de las autoridades eclesiásticas mexicanas, deseaban que el Papa se pronunciara con firmeza sobre algunos temas de flagrante complicidad entre el Estado y las entidades delictivas, como fue el caso de las desapariciones forzadas de los estudiantes de Ayotzinapa. Otro grupo tenía la esperanza de que pidiera perdón a las víctimas de la pedofilia dentro de la Iglesia católica, sobre todo en el caso de Marcial Maciel, fundador de la orden de Los Legionarios de Cristo. Pero no ocurrió nada de eso.
Ante todo, el Papa se presentó como misionero y peregrino. Advirtió que cuando la política no vela por el bien común, el país se convierte en terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la violencia y la inseguridad. Exhortó de manera enérgica a los políticos a promover una política genuinamente humana, y los instó a no imitar la clase de leyes derivadas de una “cultura del descarte” a nivel mundial (por ejemplo, valorar más el dinero que la vida humana y el mundo natural). Pero a los pocos minutos de terminado el discurso, hubo una avalancha de aplausos y porras, “selfies” y el ritual de besamanos de los secretarios de Estado y sus esposas. Una vez más, el espectáculo triunfó sobre el contenido de fondo.
Por supuesto, para su visita pastoral, el Papa eligió lugares que simbolizaban problemas sociales nacionales: la Basílica, el lugar donde se encuentra la Virgen de Guadalupe (símbolo de la madre compasiva de los indígenas y los que sufren); San Cristóbal de las Casas en Chiapas, la sede de la teología indígena promovida por Samuel Ruiz; Ecatepec, municipio del Estado de México con altos índices de marginación y exclusión de los jóvenes; Michoacán, hogar de los cárteles del narcotráfico y la complicidad de las fuerzas policiales; y, finalmente, Ciudad Juárez en Chihuahua, ampliamente conocida por sus maquiladoras brutales, el feminicidio y la victimización de los millones de migrantes que buscan cruzar la frontera.
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Pope Francis leads mass in Mexico City at the Basilica Cathedral of our Lady Guadalupe.
Sin embargo, en cada uno de estos lugares se armaron paisajes de utilería, y en lugar de los espectadores locales y los representantes de la periferia social (como las personas mayores, los jóvenes, los pacientes, los presos, los migrantes y los obreros indígenas, entre otros), el gobierno acordonó áreas en las primeras filas para que las ocuparan “los privilegiados”, aquellos con invitaciones VIP de los empresarios y políticos.
A pesar de lo anterior, el Papa habló con autoridad moral y mostró su conocimiento de las problemáticas de todos los lugares que visitó. Denunció los motivos y a los responsables. Exhortó la necesidad de realizar un cambio urgente para poder salir de estos problemas. Instó a la creación de una cultura de inclusión de la diversidad (indígenas, jóvenes, mujeres u hombres, divorciados, presos) que se oponga a las políticas de discriminación. Durante su visita a Chiapas expuso su preocupación por la situación ambiental del mundo y aconsejó aprender de los indígenas y las personas mayores a vivir en armonía con la naturaleza. Dirigió sus discursos con severidad hacia ciertos sectores de las élites sociales, entre ellos a los dirigentes del gobierno, de la Iglesia y de los sindicatos. Cuestionó el sistema penitenciario. Hizo un gesto de aceptación para los divorciados. Afirmó que el problema de la migración forzada es el problema de nuestra era. Denunció la pobreza como la semilla del narcotráfico y la violencia. Por su parte, también habló con dulzura y trajo palabras de esperanza. Planteó los valores de la misericordia, el perdón y la solidaridad como esenciales.
Sin embargo, durante su último día en Ciudad Juárez, el Papa Francisco le dio un tono apocalíptico a su sermón. Comparó la frontera con el pueblo de Nínive que merece ser destruido a causa de su decadencia, y como si fuera el profeta Jonás hizo un llamado urgente a la conversión sincera para evitar el próximo cataclismo. Los instó a hacer de México una tierra de oportunidad y no una tierra para los traficantes de la muerte.
Aun así, su intensa actividad misionera y sus buenas intenciones fueron obstruidas por un México de impostura que, en aras del espectáculo televisivo, se esmeró por mostrar un país reinventado a través del nacionalismo cultural. Las audiencias privadas no fueron para las personas en los márgenes, como proclamó, sino que se destinaron esencialmente a las élites empresariales, políticas y eclesiásticas. Los padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa no asistieron a su misa en Ciudad Juárez. El padre Solalinde, uno de los sacerdotes mexicanos más activos en la defensa de los derechos de los migrantes, también estuvo ausente. No se invitó a estos símbolos importantes para los derechos humanos en México, con lo que verdaderamente se perdió la oportunidad de adoptar una postura durante esta visita.
En conjunto, la peregrinación del Papa se realizó en medio de júbilo y fiestas estruendosas, y entre todo el ruido y los espectáculos de fanatismo, no logró llegar realmente al profundo dolor de los mexicanos con un mensaje de esperanza y conversión.