En Estados Unidos, en todos los niveles del gobierno y de las políticas, se ha producido un fracaso sistemático importante para acabar con la crisis de la vivienda. Lo que hacen estas políticas y prácticas es mantener a las comunidades pobres y marginadas —en especial a las mujeres pobres y sin hogar— en el mismo ciclo de abusos que el sistema ha perpetuado contra ellas.
Esto puede ser especialmente perjudicial para las supervivientes de la violencia doméstica, ya que su decisión de abandonar una relación abusiva o una situación de vivienda puede, por desgracia, llevarlas a quedarse sin hogar. Un estudio de 2016 publicado por la Administración para Niños y Familias encontró que entre el 22 % y el 57 % de todas las mujeres sin hogar reportan la violencia doméstica como la causa directa de su situación. Por tanto, creo con firmeza que la justicia en materia de vivienda es justicia de género.
No obstante, no cabe duda de que el movimiento feminista ha sido un poderoso impulsor del cambio. Desde el apogeo del feminismo de la segunda ola durante los años setenta, ha logrado avances significativos en la reducción de la brecha salarial entre hombres y mujeres, en el cambio de la narrativa sobre el acoso sexual y en otras cuestiones importantes.
Pero en muchos aspectos, las mujeres pobres están hoy peor que entonces. En la década de 1970, las mujeres que vivían en la pobreza tenían acceso a viviendas subsidiadas y asequibles, y el desplazamiento de la vivienda era poco frecuente. Esto cambió en la década de 1980, cuando la Administración Reagan recortó drásticamente la financiación de los programas federales de vivienda subsidiada. Como es lógico, las viviendas asequibles se evaporaron con rapidez y el número de personas sin hogar se disparó.
Aunque en la década de 1990 las cosas mejoraron de manera gradual para muchas mujeres, siguieron empeorando para las mujeres con bajos ingresos y sin hogar. En 1996, Bill Clinton promulgó una ley de reforma de la asistencia social que la transformó para peor porque la hizo mucho más débil, más punitiva y mucho menos accesible que antes.
La nueva ley también impuso por primera vez límites de tiempo y otras restricciones discriminatorias a la ayuda. Creó nuevos mandatos, como los requisitos de trabajo, que obligaban a las madres con hijos pequeños a ir al mercado laboral de bajos salarios y no reconocían su cuidado como un trabajo real. Y estableció un sistema draconiano de sanciones para las mujeres que no pudieran cumplir, que incluía la reducción de las prestaciones o la denegación total de la ayuda. A pesar de sus dramáticas consecuencias para las mujeres pobres y sus familias, el proyecto de ley encontró poca resistencia organizada.
En la actualidad, el número de personas que experimentan el desplazamiento de la vivienda en Estados Unidos aumenta con más rapidez para las mujeres que para los hombres, y las consecuencias que se derivan de la desigualdad de riqueza y de ingresos han influido de forma directa en este aumento del desplazamiento de la vivienda en las últimas décadas.
La vivienda asequible es también una forma de justicia económica. Las mujeres no deberían tener que vivir en albergues, en la calle o en casas inasequibles para que los ultra-ricos puedan extraer más beneficios económicos de un sistema cada vez más desigual. No deberían verse obligadas a renunciar a su autonomía, a su integridad corporal y a su condición de persona cuando entran en los centros de acogida. No deberían tener que soportar la discriminación de género, el abuso y la violencia a cambio de los recursos de los refugios que necesitan para mantenerse con vida.
No deberían tener que vivir en la calle, donde corren un mayor riesgo de sufrir privaciones materiales, violencia sexual y agresiones físicas. Si están alojadas, no deberían tener que trabajar en varios empleos y destinar la mayor parte de sus ingresos al alquiler sólo para llenar los bolsillos de los propietarios depredadores.
Las mujeres no deberían tener que vivir en albergues, en la calle o en casas inasequibles para que los ultra-ricos puedan extraer más beneficios económicos de un sistema cada vez más desigual.
En definitiva, el movimiento feminista ha florecido de nuevo en los últimos años y se ha hecho cargo de varias violaciones importantes de los derechos humanos y de cuestiones de justicia de género, pero creo que todavía no se centra lo suficiente en las preocupaciones específicas de las mujeres pobres y sin hogar.
Las organizaciones de derechos humanos, las ONG y las organizaciones basadas en principios feministas deberían trabajar para resaltar las voces, las perspectivas y los intereses de las mujeres sin hogar. Estas mujeres son las expertas en nuestras políticas fracasadas porque sus vidas se ven directamente afectadas por estos fracasos.
El movimiento de las mujeres debe privilegiar las voces y los intereses de las mujeres sin hogar para que pueda ser guiado y moldeado por sus conocimientos y experiencia que se han ganado de manera dura. Además, debemos dar a las mujeres afectadas un asiento en la mesa, en lo que respecta a la política, y apoyar su inclusión en la elaboración de políticas o en los consejos consultivos para la política de vivienda. De este modo, se espera cultivar a los líderes políticos que deberían encabezar la lucha por la justicia en materia de vivienda y potenciar sus historias.