Si la mayoría de la gente siempre quisiera hacer lo correcto, las democracias no tendrían que preocuparse por los derechos humanos. Pero como no se puede confiar en el gobierno de la mayoría sin restricciones, el propósito de los derechos humanos es, al menos en parte, ser un freno a la extralimitación de la mayoría.
Esto no significa que la opinión pública pueda serles indiferente a las agrupaciones de derechos humanos. La acción de avergonzar, la herramienta central del movimiento de derechos humanos, no funciona si la denuncia pública del mal comportamiento de los gobiernos se recibe con aprobación en vez de condena. Así que el movimiento de derechos humanos debe seguir prestando atención al desarrollo y el mantenimiento de una opinión pública favorable. Esto es cierto incluso en las dictaduras, que nunca pueden depender exclusivamente de la coerción para conservar el poder. ¿Quién puede discutir la idea, propuesta por otros autores en esta serie, de que a las agrupaciones de derechos humanos les conviene saber qué piensa el público sobre las cuestiones de interés?
Pero ese claro planteamiento también puede llevarnos por mal camino. A menudo, el público pertinente para fines de avergonzar a un gobierno no es el público en general, sino un subconjunto de la población. A menos que una encuesta profundice hasta llegar a este subgrupo particular, puede desviar la atención de los hechos y argumentos más importantes.
De vez en cuando una cuestión de derechos humanos es tan grande, como la tortura realizada por la CIA en EE. UU., por ejemplo, que casi todas las personas tienen una opinión, y los responsables políticos deben tener en mente esta amplia perspectiva pública. Pero pocas cuestiones de derechos humanos se elevan hasta ese nivel de la conciencia pública. Estos días, me sorprende qué tan pocas personas fuera de Siria han oído hablar de las bombas de barril (que el gobierno sirio usa para matar civiles indiscriminadamente y diezmar los vecindarios de civiles en las zonas que controla la oposición); sin hablar de que tengan alguna opinión sobre qué hacer con ellas. Lo mismo puede decirse de muchos otros problemas actuales: la masacre en Sudán del Sur, la guerra civil abusiva en Yemen y Libia, la grave situación de los rohingya en Birmania, así como el aumento de la represión en Egipto, Rusia y China.
Flickr/Freedom House (Some rights reserved)
The aftermath of a barrel bomb detonation in Aleppo, Syria.
Permitir que las encuestas generales de opinión guíen la generación de mensajes de derechos humanos puede hacer que sobrevaloremos opiniones que simplemente no influyen en la ecuación política real.
Solamente un pequeño porcentaje de la población en general fuera de estos países llegará a desarrollar puntos de vista sobre estos temas. Permitir que las encuestas generales de opinión guíen la generación de mensajes de derechos humanos puede hacer que sobrevaloremos opiniones que simplemente no influyen en la ecuación política real. Tener una opinión cuando se les pregunta (como en las encuestas descritas aquí y aquí) no es lo mismo que tener una preocupación preexistente; mucho menos que estar lo suficientemente movilizado como para votar o actuar al respecto.
La opinión pública es, sin duda, más firme respecto a las cuestiones de derechos nacionales que a las internacionales. Pero incluso entonces, los públicos a menudo piensan que las violaciones solo afectan a partes marginales de la población. En estos casos, un fuerte sentimiento de parte del público es la excepción, más que la norma. Por otra parte, muchos asuntos nacionales son complicados, como los procesos penales injustos o ciertas cuestiones de discriminación. Otros están ocultos, como la tortura. Y algunos ocurren de manera sutil, como algunos tipos de censura o restricciones a la sociedad civil. Dicha complejidad tiende a obstaculizar la formación de una opinión pública general.
En consecuencia, la mayoría de las acciones para avergonzar en materia de derechos humanos no se dirigen al público en general, que en muchos temas presta poca atención, sino a la audiencia especializada que sí está interesada. Esto incluye los responsables políticos, periodistas, grupos de expertos, grupos de incidencia, aficionados a las noticias, exiliados y refugiados, y unas cuantas personas adicionales con interés en el tema. Esta audiencia es pequeña pero importante: frecuentemente, sus integrantes incluyen una buena cantidad de asociados profesionales de los responsables políticos a los que se dirigen los esfuerzos de incidencia, así como periodistas que trabajan para los medios de comunicación más influyentes y los expertos que muchas veces sirven como sus fuentes.
De hecho, los responsables políticos suelen tomar la cobertura que dan los medios de comunicación tradicionales a un asunto (cuando hay prensa libre) como un sustituto de la opinión pública. Lo hacen tanto por la típica ausencia de otras formas de medir la opinión pública como por el papel de los medios para dar forma a dicha opinión. Evidentemente, los medios de comunicación tradicionales de todas maneras pueden transmitir una multitud de puntos de vista, y nada impide que la gente esté en desacuerdo con lo que dicen. Pero entre más generalizado se vuelve un consenso en los medios, más responden los responsables políticos a ese consenso. El ex presidente estadounidense Bill Clinton, por ejemplo, entró a la guerra en Yugoslavia no porque hubiera un clamor entre el público en general, sino porque estaba siendo acribillado por su falta de acción en las páginas editoriales del New York Times y el Washington Post.
Sin embargo, hay dos cambios relativamente recientes y notables en esta comprensión tradicional de avergonzar en materia de derechos humanos. En primer lugar, el auge de las redes sociales significa que hay más personas influyendo en la opinión pública además de los periodistas tradicionales, más maneras en las que la gente puede aprender sobre los asuntos de derechos humanos además de a través de los medios de comunicación dominantes, y más formas en las que los responsables políticos pueden discernir los puntos de vista de un público pertinente que mediante el consumo de noticias a través de los periódicos y las transmisiones. Desde hace tiempo, el público en las democracias tiene la capacidad de expresar sus inquietudes mediante llamadas telefónicas, cartas, correos electrónicos y alternativas similares, pero las redes sociales ofrecen una manera nueva y fácil de usar para expresarse con un nivel relativo de informalidad. La mayoría de las publicaciones en las redes sociales siguen siendo invisibles para los responsables políticos hasta que alcanzan una masa crítica. Entonces, quienes detentan el poder prestan atención, incluso si los medios tradicionales ignoran el asunto o expresan opiniones distintas.
En segundo lugar, algunos violadores de derechos humanos se han vuelto mucho más sofisticados respecto al uso de los medios de comunicación, tanto tradicionales como sociales, para influir en la opinión mundial. Hemos pasado de la rígida prosa de Pravda a las sofisticadas producciones de Russia Today, de la previsibilidad torpe de Xinhua a una CCTV refinada y amigable. Algunos de estos usos son claramente en defensa propia: ya sea al negar las violaciones entre los rebeldes patrocinados por Rusia en Ucrania, o hablando mal de los abogados arrestados por tratar de defender el imperio de la ley en China. Los partidarios de Israel, Ruanda, Sri Lanka y Bahréin se destacan por hacer un uso particularmente agresivo de las redes sociales para desviar la atención de la conducta abusiva de esos gobiernos.
Pero una parte de este despliegue de medios tradicionales y sociales es más insidiosa, y desafía no solo representaciones específicas de conducta infractora sino también los valores fundamentales del movimiento de derechos humanos. Un grupo de líderes africanos que tienen las manos manchadas de sangre (entre los que destacan Kagame de Ruanda, Bashir de Sudán y Museveni de Uganda) sostiene que la justicia internacional a favor de sus víctimas refleja un sesgo contra los africanos, un supuesto nuevo colonialismo. Rusia, China, Turquía y otros hacen uso del nacionalismo para socavar la legitimidad de los activistas nacionales de derechos humanos. Brasil, India y Sudáfrica, en diversos grados, reactivan los argumentos sobre imperialismo de la época colonial para desviar la presión para responder a los problemas de derechos. El gobierno británico interpreta los derechos humanos como una imposición europea. Muchos se refieren al terrorismo como una amenaza suficiente para justificar prácticas de derechos que de otra manera serían indefendibles.
Estos argumentos no solo se tratan de defender prácticas específicas que violan los derechos humanos, sino más fundamentalmente, de socavar la legitimidad de los derechos humanos en general. Ponen en duda si los gobiernos que enfrentan problemas graves, o incluso que están preocupados por su propia conservación, deberían verse limitados por los derechos que emanan de la dignidad inherente de cada individuo. En este sentido, son ataques tanto existenciales como tácticos.
Estos desafíos existenciales no requieren el tipo de conocimiento especializado que domina la mayoría de los debates sobre derechos humanos. Cualquier persona puede sentirse identificada con las apelaciones generales al orgullo nacional. De hecho, el objetivo muchas veces es reclutar a un público general que de otra manera no estaría interesado para invalidar a actores más informados que de lo contrario dominarían el debate público. En estas circunstancias, cuando se usan las apelaciones emocionales a la opinión de la mayoría para neutralizar los límites que imponen los derechos, es esencial tener un entendimiento claro de qué argumentos funcionan mejor con el público en general.
Incluso los actores no estatales están sumándose a la tendencia de apelar a un público más amplio. El autoproclamado Estado Islámico, o ISIS, ha tenido un éxito notable en la captación de seguidores a través de su uso sofisticado de las redes sociales y de videoclips ingeniosos. Parte de su propaganda intenta idealizar la yihad o la vida en el califato; otra parte ataca al movimiento de derechos humanos de una forma más fundamental, al rechazar las limitaciones de los derechos a cambio de su forzada interpretación de la ley islámica. Contrarrestar a ISIS requiere no solamente del tipo de estrategia militar que se está desplegando en Irak y Siria, sino también de un desafío ideológico capaz de disuadir a quienes puedan sentirse atraídos a esta racionalización de la ejecución sumaria, la esclavitud y la violación. Realizar encuestas entre las personas a las que se dirigen estos mensajes puede ayudar a dar forma a la respuesta más eficaz.
Estas observaciones sobre el papel de la opinión pública también se pueden aplicar a los argumentos acerca de la necesidad que tiene el movimiento de derechos humanos de construir una base social amplia. En principio, por razones de peso político y respaldo económico, un movimiento social amplio es algo deseable. Pero teniendo en cuenta que las agrupaciones de derechos, como todos los demás, tienen recursos limitados, cualquier organización particular debe preguntarse si es mejor utilizar sus recursos para construir un movimiento de masas o para realizar actividades de incidencia dirigidas a audiencias más específicas.
Entonces, sí, el movimiento de derechos humanos debe usar las encuestas de opinión, pero hay que tener claro cuál es su objetivo. Para algunas cuestiones, el público en general de un país es una audiencia fundamental; en estos casos, las encuestas generales son una herramienta útil. Pero para otras, el público en general es menos importante que determinados subconjuntos, más informados e influyentes. Debemos tener cuidado de no dejar que las encuestas generales eviten que comprendamos a las audiencias más específicas que a menudo son las más importantes.