Photo: Ernesto Guzman Jr/EFE
Cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) firmaron su acuerdo de paz histórico con el gobierno colombiano en 2016, muchas personas alrededor del mundo elogiaron el carácter innovador del acuerdo debido a su enfoque en el género y los derechos de las mujeres. Los titulares celebraron este acuerdo de paz “pionero” que enfatizaba los derechos de las mujeres como una prioridad central. Sin embargo, las celebraciones eclipsaban el hecho de que el referendo público sobre el acuerdo fracasó debido, en parte, a la retórica incendiaria sobre la “ideología de género”: un término burlón cada vez más usado por los líderes religiosos conservadores para provocar una especie de pánico moral que asocia la igualdad de género con el deterioro social.
El borrador original del acuerdo incluía una sección considerable sobre el género, los derechos de las mujeres y los derechos LGBTI, pero llegó en medio de una oleada de controversia, que había alcanzado su punto álgido en 2015, sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y los derechos LGBTI en las escuelas. El propósito declarado del enfoque de género en el acuerdo era reconocer el efecto desproporcionado que tuvo el conflicto en las mujeres, sobre todo en términos de la violencia sexual, y en la comunidad LGBTI. También se suponía que este enfoque de género reconocería y encararía el hecho de que es menos probable que las mujeres tengan títulos de propiedad y respondería a la exclusión política histórica tanto de las mujeres como de los miembros de la comunidad LGBTI.
Sin embargo, los líderes políticos y religiosos que se habían movilizado en contra del Ministerio de Educación el año anterior también se movilizaron en contra del acuerdo de paz, y rápidamente calificaron de “ideología de género” al lenguaje del acuerdo sobre los derechos LGBTI, afirmando que sería una amenaza directa para las familias tradicionales. Argumentaron que el acuerdo ponía a Colombia en riesgo de una “colonización homosexual”, aunque el documento no mencionaba en absoluto el matrimonio entre personas del mismo sexo. A pesar de las leyes progresistas sobre los derechos de las mujeres y la igualdad de género, partes de Colombia aún conservan una fuerte tradición de machismo (ideales hipermasculinos de poder, agresión y dominio patriarcal) en algunos círculos, y las mujeres que defienden sus derechos representan una amenaza para esos ideales.
La Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU informó que los asesinatos de defensoras de derechos humanos en 2019 aumentaron casi un 50 % en comparación con el año anterior.
Cuando el referéndum fracasó, los miembros de la delegación de las FARC y el Gobierno colombiano se reunieron discretamente con los líderes conservadores y negociaron un acuerdo que se consideró más aceptable y, podría decirse, menos revolucionario. Se diluyó el lenguaje de igualdad de género por el que tanto habían luchado las organizaciones populares de mujeres y los grupos LGBTI colombianos, así como los países garantes; aunque algunos argumentaron que solo se hizo más específico. Se redujo el número de alusiones al género. Por ejemplo, en términos de participación política, en lugar de hablar de “equidad de género”, el acuerdo ahora se refiere a la “participación equitativa entre hombres y mujeres”, y hay cambios de lenguaje similares en la sección sobre la restitución de tierras. El texto final del acuerdo también menciona a la familia tradicional como el “núcleo fundamental de la sociedad”.
Ahora, más de tres años después, la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU informó que los asesinatos de defensoras de derechos humanos en 2019 aumentaron casi un 50 % en comparación con el año anterior. Si bien la participación de las mujeres en el conflicto (tanto en grupos estatales como no estatales) puede ser una ilustración del cambio en las normas de género, el debate sobre la “ideología de género” muestra que estas normas son mucho menos maleables de lo que podríamos esperar. Según las investigaciones, la violencia contra las mujeres a menudo aumenta después de los acuerdos de paz, en gran parte debido a que la guerra altera las normas de género tradicionales. Por otra parte, una base de datos exhaustiva sobre los acuerdos de paz de 1990 a 2010 encontró que solo el 16 % de los 585 acuerdos contenían referencias específicas a las mujeres (contando incluso las menciones nominales). Solo siete de estos (1 %) dedicaban atención a las necesidades específicas de las mujeres y las niñas en los procesos de desarme, desmovilización y reintegración (DDR). Otro estudio sobre 31 procesos de paz entre 1992 y 2011 encontró que solo el 9 % de los negociadores de paz fueron mujeres, a pesar de las investigaciones que demuestran que las negociaciones de paz que incluyen a las mujeres tienen resultados más duraderos. En Colombia, entonces, dado el énfasis en los derechos de las mujeres y la igualdad de género, muchos de nosotros teníamos la esperanza de que la paz perdurara.
Pero la “paz” ha empeorado las cosas en ciertas regiones del país: los asesinatos de activistas de derechos humanos son más frecuentes en las áreas que solían estar bajo el control de las FARC. Desde que las FARC abandonaron el lugar, los grupos guerrilleros rivales, organizaciones paramilitares y narcotraficantes se han adueñado de buena parte de estas tierras, debido al vacío de poder que el gobierno no llenó después de la desmovilización. Para la gente que vive en estas regiones, la violencia ha empeorado desde que se firmó el acuerdo de paz, en lugar de mejorar. Las mujeres indígenas y las excombatientes corren un riesgo particularmente alto, sobre todo las que han asumido posiciones de liderazgo político y están presionando por la igualdad de género y la redistribución de la tierra. El triple estigma de ser exguerrillera y mujer y defensora de derechos humanos es mortal en Colombia, por lo que muchas mujeres, sobre todo las desertoras, hacen todo lo posible para ocultar su estatus de excombatientes. Ser una defensora de derechos humanos indígena es aún peor: los defensores de derechos con mayor probabilidad de ser atacados son aquellos que defienden los derechos indígenas y ambientales.
¿Qué se puede hacer cuando un acuerdo de paz que supuestamente enfatizaría los derechos de las mujeres empeora las vidas de algunas de ellas en lugar de mejorarlas?
¿Qué se puede hacer cuando un acuerdo de paz que supuestamente enfatizaría los derechos de las mujeres empeora las vidas de algunas de ellas en lugar de mejorarlas? Quizá sea injusto culpar al acuerdo de paz: el ambiente de violencia contra las mujeres, y contra las personas defensoras de derechos humanos en general, existía desde mucho antes que el debate sobre la “ideología de género”. La prolongada práctica del Gobierno colombiano de presentar a los guerrilleros como narcoterroristas ha subsumido históricamente, por extensión, a cualquier persona que se incline incluso ligeramente a la izquierda: líderes sindicales, estudiantes universitarios, defensores de derechos humanos, campesinos que cultivan coca y personas que simplemente viven en zonas controladas por la guerrilla. El historial del ejército colombiano en cuanto a la colusión con escuadrones de muerte paramilitares misóginos para atacar a líderes sociales, y la participación de la policía y el ejército en misiones de “limpieza social” para sacar a los “indeseables” de las calles (incluidas las prostitutas, las personas LGBTI y los niños de la calle), también dejan en claro que esta violencia es estructural y sistémica.
Sin duda, la violencia contra las mujeres y la comunidad LGBTI tiene una larga historia dentro del aparato de seguridad del Estado, y los asesinatos recientes son la continuación de una supresión estratégica, que se ha realizado durante décadas, de las personas que tratan de generar un cambio social positivo en Colombia. Incluso el intento del Gobierno de restar importancia a las miles de ejecuciones extrajudiciales de civiles calificándolas de “falsos positivos” es evidencia de una tradición administrativa que prefiere encubrir las cosas que enfrentarlas directamente.
A medida que el Gobierno se sigue retrasando en la aplicación de elementos fundamentales del acuerdo de paz, y ahora que varios líderes destacados de las FARC han vuelto a tomar las armas, es poco probable que las defensoras de derechos humanos reciban una protección (o incluso atención) adecuada por parte del Gobierno en el futuro cercano.
El Gobierno colombiano necesita asumir su papel en esta violencia, y quizá todos necesitamos un recordatorio de que la paz no es solo la ausencia de guerra. Después de todo, la paz inclusiva debe considerar la seguridad de todas las personas, no solo de las que estuvieron sentadas en la mesa de negociación. Quienes formamos parte de la comunidad internacional de derechos humanos no podemos darnos el lujo de colocar a Colombia en la categoría de “posconflicto”, celebrar el premio Nobel de la paz y confiar en que las cosas mejorarán. Estas mujeres son parte de nuestra comunidad. Ellas son nosotros. Nosotros somos ellas.
Se merecen algo mejor.