La tempestad que se desencadenó este verano debido a que el gobierno sudafricano desafió una orden judicial para el arresto de Omar Al Bashir, quien fue acusado formalmente por la Corte Penal Internacional (CPI), puso de relieve un enigma que ha plagado el movimiento a favor de la justicia internacional desde su creación: ¿cómo administrar justicia imparcial por delitos graves en un mundo con desigualdades de poder?
En los últimos meses, he tenido el privilegio de participar en debates apasionados sobre la CPI en Johannesburgo, Río de Janeiro y Jerusalén. Muchos activistas de derechos humanos que apoyaron la fundación de la CPI están preocupados por la cantidad de personas que eluden su alcance. O, como más de una persona dijo sin rodeos: “¿Por qué la CPI levantó cargos contra Bashir y otros líderes africanos, pero no contra personajes importantes del norte global, como [el ex presidente de EE. UU. George W.] Bush y [el ex primer ministro británico Tony] Blair”, por los crímenes cometidos mientras llevaban a cabo la guerra en Irak y la “guerra global contra el terrorismo?”.
Aunque esta pregunta puede sonar descabellada en Washington o Londres, se considera de sentido común en muchas otras capitales.
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"Why has the ICC charged Bashir and other African leaders, but not senior figures from the global north for crimes which occurred in prosecuting the war in Iraq and the 'global war on terror'?"
Hay, por supuesto, una respuesta “jurídica” al argumento sobre Bush y Blair. Estados Unidos no se ha unido a la CPI. Así que, mientras no haya una remisión por el Consejo de Seguridad de la ONU, donde EE. UU. tiene poder de veto, sus funcionarios no están sujetos a la jurisdicción de la Corte. Y, de hecho, la Corte está analizando las denuncias de que tropas británicas en Irak estuvieron involucradas en 60 casos de homicidio ilegítimo y en el maltrato de más de 170 detenidos.
Pero estas respuestas, aunque técnicamente son correctas, no explican de manera satisfactoria por qué el sistema de justicia internacional con el que contamos hoy en día es tan injustamente selectivo al poner en la mira a algunos y no a otros que son (o al menos se puede argumentar que son) igualmente culpables. Tampoco son suficientes incluso en sus propios términos. Estados Unidos tiene la obligación legal y moral de enjuiciar a todos aquellos, incluidos los funcionarios de la administración de Bush, responsables de los crímenes de tortura y desaparición forzada. Hasta la fecha, ha fracasado rotundamente en ello.
Sería un flagrante perjuicio sugerir que no puede haber justicia para nadie hasta que haya justicia para todos. Pero la verdad es que la crítica implícita de la hipocresía debilita la lucha contra la impunidad para quienes cometen delitos graves. Debemos prestarle atención, o los importantes logros del último cuarto de siglo pueden verse disminuidos.
Los defensores de la justicia deben hacer un mayor esfuerzo para mover los límites jurisdiccionales actuales, establecidos a través de la política, que restringen a la CPI. No basta con recordar que la mayor parte de las investigaciones de la CPI en curso se realizan en África, porque los mismos Estados africanos invitaron estas investigaciones o porque el Consejo de Seguridad pidió que la Corte interviniera. Si no se realizan esfuerzos más vigorosos para ampliar el alcance de la Corte, el mantra de que “la Corte simplemente sigue la ley y las evidencias” comenzará a sonar hueco.
La sociedad civil debe impulsar a la CPI para que se ayude a sí misma al explorar exhaustivamente todas las vías legales para la investigación en situaciones que ya son de su competencia, como Afganistán, Georgia y Ucrania, en las que pueden estar implicadas las fuerzas de una gran potencia mundial (EE. UU. o Rusia). Y los estadounidenses, en particular, puede recordarle a Washington que, a pesar de que no es un miembro de la CPI, puede desempeñar un papel constructivo de varias maneras.
En primer lugar, la CPI está examinando la situación en Israel y Palestina. Israel tiene el poder de facto para negar la entrada de los investigadores de la Corte a Palestina. Washington debería instar a Israel y a las autoridades palestinas, tal como lo hizo previamente con Kenia y otros gobiernos africanos, a cooperar con la Corte y facilitar su consulta de todas las partes. No es inconcebible que ambas partes vean una investigación de la CPI como algo favorable para sus intereses.
En segundo lugar, como miembro permanente del Consejo de Seguridad, EE. UU., al igual que China y Rusia, está en la posición moralmente insostenible de dar forma a la lista de la CPI incluso mientras se niega a someter a los ciudadanos estadounidenses a su jurisdicción. EE. UU. no se unirá a la Corte en el corto plazo. Tampoco se realizará pronto una reforma del Consejo de Seguridad, a pesar de que cada vez son más las voces que la exigen. Sin embargo, un paso intermedio importante sería que EE. UU. respaldara la propuesta reciente de Francia de que todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad se abstengan de utilizar el veto en casos de atrocidades en masa.
Quizás lo más importante es que EE. UU. debe demostrar que está dispuesto no solo a decirles a los demás que apliquen la ley, sino a aplicarla también.
Otra meta difícil pero no imposible sería que EE. UU. ayudara a convencer al Consejo de reconsiderar los casos de Siria y Corea del Norte. Como mínimo, el Departamento de Estado podría apoyar una solicitud de la Asamblea General de la ONU, donde los estados P5 no tienen poder de veto, para que el otro tribunal con sede en La Haya, la Corte Internacional de Justicia, considere qué infracciones del derecho internacional se han cometido en ambos lugares y cuáles son los Estados y los actores no estatales responsables.
Reconociendo la realidad de que la CPI solamente puede abordar una fracción de los crímenes más graves, EE. UU. debería apoyar los esfuerzos nacionales, y a los valientes fiscales y jueces nacionales que tratan de llevar a los responsables ante la justicia. Durante el año pasado, Washington contribuyó al respaldar iniciativas de rendición de cuentas en Guatemala, la República Centroafricana y Sudán del Sur. Pero puede y debe hacer más.
Quizás lo más importante es que EE. UU. debe demostrar que está dispuesto no solo a decirles a los demás que apliquen la ley, sino a aplicarla también.
Hay dos acciones que tendrían especial repercusión para restaurar la legitimidad de EE. UU. en todo el mundo. En primer lugar, enjuiciar a los funcionarios públicos responsables de autorizar, y llevar a cabo, la tortura y la desaparición forzada desde el 11 de septiembre. En segundo lugar, elaborar y poner en práctica una política sobre los ataques mortales con drones que reconozca abiertamente las bajas civiles y ofrezca indemnización por ellas.
Las últimas dos décadas atestiguaron la creación de una arquitectura institucional de justicia internacional que yacía por necesidad dentro de un marco político desigual. Como declaró memorablemente el ex presidente de la CPI Song, la Corte es “una institución judicial que opera en un mundo político”.
Pero en la medida en que se vuelven más evidentes las contradicciones entre un poder político desequilibrado y un ámbito judicial con igualdad de condiciones, la misión de la CPI, y la causa de justicia que simboliza, se han visto amenazadas. La misma intensidad de propósito dentro de la sociedad civil que llevó a la creación de la CPI ahora se dirige hacia las inequidades que frustran su funcionamiento. “Ya no es posible conformarnos con nuestros logros”, me dijo un activista sudafricano este verano, “hay que demostrarles a las masas que el derecho puede trabajar para ellos, y no solo para los poderosos”.