Miguel tiene 60 años y está jubilado del Metro de Caracas, donde trabajó durante 30 años. En 1987, cuatro años después de la inauguración de este sistema de transporte masivo, comenzó a funcionar su red de autobuses, el Metrobús. Allí trabajaría sindicalmente un joven activista de izquierdas llamado Nicolás Maduro. Miguel condujo un Metrobús durante tres décadas y, aunque no conocía personalmente a Maduro, en 1998 votó por primera vez a Hugo Chávez. En las siguientes elecciones, las declaraciones directas de Chávez -por ejemplo, «ser rico es malo»- motivaron a Miguel y al resto de su familia a repetir esa selección.
Sin embargo, en 2017, ese entusiasmo se había convertido en decepción. Ante la falta de oportunidades, su única hija -el centro de su mundo- decidió salir del país con su esposo e hijo como migrante forzada. Y como si esa separación no fuera suficiente, tras una nueva devaluación del bolívar, la moneda local, su jubilación por todos sus años de servicio sumó 60 dólares. Mientras sus compañeros criticaban en voz baja los privilegios de los directivos de la empresa, llamándoles «boliburgueses», Miguel abandonó sus sueños de hacer un viaje con su mujer y montar su propio negocio. A partir de entonces, empezó a desarrollar un resentimiento silencioso.
Rebelión popular
La historia de Miguel es común en la Venezuela de 2024. Aunque Hugo Chávez nunca obtuvo los diez millones de votos que anunciaba en cada campaña electoral, hasta la fecha de su muerte contaba con el apoyo de la mayoría de la población. Para ello, el llamado «izquierdista de Sabaneta» contaba con su gran capacidad comunicativa y unos extraordinarios ingresos estatales procedentes de los altos precios de los principales productos de exportación del país, el petróleo y el gas, en los mercados internacionales. El economista Manuel Sutherland calcula que entre 1998 y 2015 los ingresos petroleros venezolanos fueron equivalentes a diez Planes Marshall. Aunque no hubo transformaciones estructurales de las causas de la desigualdad, la combinación de carisma y dinero a repartir reforzó los lazos de lealtad política durante décadas. Su muerte coincidió con el final de la «década de las materias primas», que desplomó los ingresos públicos e inauguró tiempos de crisis económica.
Tras la muerte de Chávez en 2013, el Gobierno organizó rápidamente unas elecciones para capitalizar políticamente el proceso de duelo. El resultado fue inesperado: aunque ganó Nicolás Maduro, obtuvo un millón de votos menos que Chávez, con un margen de diferencia sobre la oposición de sólo el 1,7%. Se podría especular qué habría pasado si la figura central del bolivarianismo hubiera seguido con vida, pero lo cierto es que en las siguientes elecciones a la Asamblea Nacional se confirmó una tendencia a la baja de la popularidad en todo el partido.
En diciembre de 2015, el oficialismo obtuvo dos millones de votos menos que la coalición opositora. Convertido en minoría social y electoral, el chavismo decidió cruzar la última bandera roja de la democracia en octubre de 2016, suspendiendo el referéndum revocatorio y las elecciones regionales previstas para diciembre de 2016. El cierre de los canales institucionales de resolución de conflictos dio paso a la confrontación. Entre abril y agosto de 2017 se produjeron las manifestaciones más importantes -en términos de duración, cobertura geográfica y participación- de la historia contemporánea de Venezuela.
Una evidencia adicional de la crisis de popularidad del chavismo ocurrió en diciembre de 2023. El Gobierno convocó un referéndum consultivo sobre el conflicto de Venezuela con Guyana por el territorio del Esequibo. Se trataba de una respuesta política a la celebración de elecciones primarias por parte del sector mayoritario de la oposición, que el 22 de octubre logró el sufragio de 2.400.000 personas. Aunque esto representaba el 10% de la población total con derecho a voto, la importancia de la cifra residía en la participación registrada en territorios anteriormente dominados por el partido en el poder.
Invocando el sentimiento nacionalista, Nicolás Maduro puso a prueba su poder de convocatoria un mes después, el 3 de diciembre. «El Esequibo es nuestro» se convirtió en el lema de una campaña publicitaria de un millón de bolívares que instaba a la población a respaldar la posición oficial sobre el tema. El gobierno afirmó que diez millones de personas habían votado en la consulta. Sin embargo, las imágenes de colegios electorales vacíos indicaban un profundo malestar en la vieja base electoral bolivariana.
Alertas tempranas
Es cierto que líderes populistas con rasgos autoritarios llegan al poder a través de las elecciones y luego comienzan a debilitar las instituciones democráticas y la separación de poderes. Polarizando a la sociedad, manipulando las emociones derivadas de años de desigualdad e injusticia, y arrinconando a sus adversarios, estos líderes convocan elecciones, que finalmente son aceptadas por la comunidad internacional. ¿Qué ocurre cuando, tras años de hegemonía, incumplen sus propias promesas de mejorar la calidad de vida de la población y pierden popularidad?
El caso de Venezuela sugiere que transforman su autoritarismo electoral en un autoritarismo pleno que implica cierre de espacios cívicos, represión y coerción. El número de empleados públicos en Venezuela ronda los cuatro millones de personas; el chavismo siempre podría contar con esta cifra como el número mínimo de votos que podría conseguir en unas elecciones. Por lo tanto, para poder ganar las elecciones como minoría, el partido tenía que ser capaz de dividir a la oposición. Su dilema para las elecciones de 2024 es que no sabe con certeza cuántos votantes apoyarán al partido.
En febrero de 2024, la encuesta de Datincorp estimaba que la intención de voto para Nicolás Maduro se situaba en el 15%, con un 23% de los encuestados diciendo que su principal sentimiento hacia Maduro era la rabia. Sin embargo, el chavismo está organizando unas elecciones presidenciales de una forma que ha generado las críticas de sus aliados políticos Lula Da Silva y Gustavo Petro.
La historia latinoamericana está repleta de líderes mesiánicos apoyados por la población. Sin embargo, la experiencia indica que, ante este tipo de autoritarismo popular, la comunidad internacional debe estar más alerta que nunca. ¿Qué pasará cuando Maduro pierda la legitimidad del apoyo popular y su gobierno abandone cualquier atisbo de democracia? ¿Será el camino que transiten en el futuro otros líderes como Nayib Bukele?