Eric Posner ha derramado mucha tinta argumentando que estamos en el “crepúsculo de las leyes de derechos humanos”, usando como evidencia el vasto número de derechos humanos garantizados en los estándares internacionales en comparación con las tasas abismales de cumplimiento y aplicación en varios países. Aunque buena parte de las críticas de Posner son acertadas, particularmente la observación de que las organizaciones internacionales no cuentan con las herramientas adecuadas y los Estados no están interesados en hacer que se apliquen los derechos humanos alrededor del mundo, su conclusión de que las leyes internacionales de derechos humanos son inútiles en consecuencia no es convincente desde el punto de vista lógico ni está sustentada por la evidencia que presenta el mismo Posner.
Las quejas de Posner sobre el funcionamiento de las leyes y las instituciones internacionales están justificadas, pero nunca enfrenta realmente la siguiente pregunta: ¿en comparación con qué? Los tratados son vagos, pero también lo son las constituciones. Los comités internacionales de supervisión no imponen obligaciones procesables, pero parece que Posner estaría absolutamente horrorizado si lo hicieran.
A diferencia de la conclusión a la que llega Posner en su reciente libro en el sentido de que “el impacto real [de la CPI y el derecho penal internacional] en los gobiernos es... poco claro”, las investigaciones recientes indican que, en realidad, quizás es más cierto lo contrario. Conforme se difunde la ratificación de los estatutos de la CPI y la Oficina de la Fiscalía indica su determinación al abrir investigaciones, acusar a los presuntos infractores y emitir órdenes judiciales, los casos de asesinatos intencionales de civiles por parte de agentes gubernamentales (y, en menor medida, incluso de algunos grupos rebeldes) de hecho han disminuido perceptiblemente. Es posible estar completamente de acuerdo con la aseveración de que la Comisión (el Consejo) de Derechos Humanos de la ONU ha estado, y tal vez sigue estando, llena de personas deshonestas; pero esta crítica deja de lado la explicación fundamental de cómo se vuelven relevantes los derechos humanos internacionales.
Si consideramos la tortura como ejemplo, puede parecer que las leyes internacionales contra la tortura han tenido pocos efectos. Pero, como señalan Kathryn Sikkink y Ann Marie Clarke, los datos brutos sobre tortura no toman en cuenta el acceso a más información (entre más sabemos, peor se ven las cosas) ni el cambio en las normas a través del tiempo (es posible que lo que cuenta como tortura en 2015 ni siquiera se haya mencionado en los informes del Departamento de Estado de los que se deriva la información de 1975). Esto significa que es casi seguro que la medición subestime la influencia de las normas según se codifican en los tratados internacionales de derechos humanos.
El silencio de Posner con respecto a la alternativa más plausible a la imposición externa, la presión a nivel nacional, es ensordecedor. El autor descarta la idea de que los tratados puedan ser herramientas útiles para las contiendas políticas nacionales; pero, ¿pueden los actores locales articular sus propias exigencias y hacer que sus propios gobiernos actúen sin la ayuda normativa del derecho internacional? Claro, a veces, cuando los gobiernos responden. En otros casos, Posner tiene razón al decir que ondear un tratado no cambiará nada, ya que no hay motivos para pensar que los gobiernos represivos responderán los llamamientos para que se respete el estado de derecho. Pero entonces queda toda una gama de países en los que los gobiernos solamente cederán si los convencen o presionan para que lo hagan.
En Chile, por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) fue un centro de atención para la oposición al régimen de Pinochet, y la Convención contra la tortura (CCT), irónicamente, fue responsable de que la Cámara de los Lores británica dictaminara que Pinochet podía ser extraditado a España una década después. En Colombia, las agrupaciones de mujeres utilizaron la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDM) para convencer al gobierno y a la sociedad de reevaluar la prioridad de temas relacionados con la mujer, como los servicios de salud reproductiva. Los tratados agregan presión porque sugieren nuevas maneras en las que las personas pueden percibir su relación con el gobierno y con los demás.
Luis G. Gomez/Demotix (All rights reserved)
A women's rights demonstration in Bogota. "In Colombia, women’s groups used the Convention on the Elimination of Discrimination against Women (CEDAW) to convince government and society to reprioritize women’s issues."
Los actores locales suelen exigir la ratificación de tratados precisamente porque creen que pueden fortalecer su causa en los debates nacionales. Las mujeres en Japón han utilizado la CEDM, por ejemplo, para mejorar su derecho al empleo. Es poco probable que los defensores de los derechos de los niños en Ghana vean una intervención externa a favor de los derechos, pero han citado la Convención sobre los derechos del niño para promover ante el gobierno la importancia de dar una mayor prioridad a la atención médica básica para los niños. Las agrupaciones israelíes a favor de los derechos se han apoyado en los estándares internacionales y la CCT para fomentar un cambio en las prácticas de detención.
Ciertamente, estos tipos de reclamos pueden estimular las reacciones en contra y a la oposición conservadora. El triunfo de los compromisos de los tratados sobre las prácticas nacionales no es de ninguna manera inevitable, así como tampoco es inevitable que todas las reivindicaciones de derechos sean imposibles de resistir. En conjunto, sin embargo, los tratados ratificados proporcionan un espacio político para los promotores de derechos humanos que sería mucho más reducido si no existieran. Al enfocarse en la imposición desde el exterior, Posner pasa por alto el papel esencial que han desempeñado los tratados en los procesos políticos para mejorar los derechos humanos a nivel local.
Pero la falta de voluntad en el exterior para hacer que se aplique el derecho internacional no es el único problema, de acuerdo con Posner. Los Estados no cumplen sus obligaciones de derechos humanos porque no pueden hacerlo. Y no pueden hacerlo porque los gobiernos supuestamente están abrumados por obligaciones que se multiplican aceleradamente. Sin embargo, este argumento es engañoso, ya que no presta atención a los numerosos casos de elaboración, convergencia o refuerzo mutuo. Por ejemplo, el libro de Posner detalla cada criterio para un juicio justo como un derecho independiente. El derecho a no ser torturado está mencionado como algo distinto al derecho a quejarse al respecto. Los principios de no discriminación se cuentan por triplicado a lo largo de tratados que se refuerzan mutuamente. La totalidad de este ejercicio de conteo es contraria a la manera en la que realmente funciona el derecho.
Las obligaciones de derechos humanos son herramientas útiles para que una población exija más atención a los derechos y necesidades humanos básicos de la que reciben de parte del Estado.
El punto es el siguiente: las obligaciones de derechos humanos son herramientas útiles para que una población exija más atención a los derechos y necesidades humanos básicos de la que reciben de parte del Estado. Posner insiste en que los derechos tienen un presupuesto fijo y que los defensores de derechos tendrán que luchar entre ellos para obtener financiamiento. Pero si existe alguna manera de fortalecer las exigencias nacionales de recursos mejor orientados, los tratados internacionales podrían ayudar, y ciertamente no perjudicarían, a defender el argumento.
La reflexión sobre cómo se financia la aplicación de los derechos lleva a una conclusión muy distinta a la de Posner. La inversión en un “sector de derechos”, por ejemplo, se puede considerar un costo irrecuperable con externalidades positivas en otros sectores. Si un Estado gasta dinero para implementar juicios justos conforme al PIDCP, habrá invertido en una infraestructura judicial que también respalda los derechos conforme a la CEDM y el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CEDR). Si un gobierno gasta dinero en transporte para llevar a los niños a la escuela y cumplir sus obligaciones conforme a la Convención sobre los derechos del niño, dejar que las niñas también tomen el autobús, en cumplimiento de la CEDM, representa solamente un costo marginal.
Muchos de los “costos” para desarrollar un sistema que respete los derechos humanos no se basan en “unidades” (ya que una inversión puede servir para muchas personas) y ni siquiera se basan en los derechos (la capacidad de investigar la tortura puede facilitar la investigación de una gran variedad de detenciones ilegales). Contar derechos y pensar en términos acumulativos, en vez de en términos de efectos indirectos positivos, lleva a conclusiones equivocadas.
¿Los derechos “no se respetan mejor” que en el siglo XIX? ¿En la década de los 1930? ¿En la de los 1960? ¿Estamos en el crepúsculo porque los países “buenos” como los Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la mayoría de los países europeos están “lejos de ser perfectos desde una perspectiva de derechos humanos”? “No ser perfecto” no es con mucho una crítica demoledora de los efectos de las leyes, en cualquier momento o lugar. Además, debemos presionar para que se planteen hipótesis de contraste. ¿Qué estamos pasando por alto en este recuento? El mediodía puede parecer el crepúsculo si nos negamos a quitarnos los lentes oscuros.
Este artículo es una versión resumida de una reseña del libro de Eric Posner, The Twilight of Human Rights Law (El crepúsculo de las leyes de derechos humanos), publicada anteriormente.