Más allá de un pequeño club de las élites de los derechos humanos, identificar a las organizaciones que deberían y podrían alistarse como parte de un movimiento global (compartiendo identidades organizacionales, expresando mensajes consistentes y haciendo campaña a través de los mismos canales) es difícil. ¿Por qué? Porque la internacionalización a menudo puede causar más daño que beneficio, como ilustra claramente el ejemplo de la esfera de derechos humanos en la India.
El argumento a favor de hacer que los derechos humanos sean más representativos es indiscutible, y hasta el momento el debate ha generado tres modelos para lograrlo: la descentralización (un movimiento hacia el Este y hacia el Sur), las franquicias (la creación de centros locales desde la base) y las alianzas (vínculos entre agrupaciones a nivel nacional e internacional). Cada enfoque ofrece varios beneficios, y ofrecen las experiencias, los recursos y el alcance que han acumulado las organizaciones internacionales no gubernamentales (OING) a las olas de actividad a nivel nacional.
Pero el llamamiento de las ONG en favor de un movimiento global de ONG asume que unir del brazo a las agrupaciones internacionales y locales no planteará problemas. Hacerlo oculta la enorme diversidad de la comunidad de derechos humanos cuando, de hecho, esta heterogeneidad es fundamental. Las diferencias reflejan elecciones consideradas cuidadosamente sobre la identidad, la estrategia y el alcance de parte de las agrupaciones de derechos humanos, y estas distinciones dejan claro que la internacionalización no es para todos.
En la India tanto la prensa como los informes oficiales y la literatura académica enumeran una lista diversa de tipos organizacionales, y esta pluralidad se refleja en las maneras en las que las agrupaciones se identifican a sí mismas. Los términos usados varían desde “grupo comunitario”, “movimiento social” y “organización de la sociedad civil” hasta “grupo cuasi gubernamental”, “organización de beneficencia”, “instituto de investigación” y “campaña de bases populares”; por mencionar tan solo unas cuantas opciones. Estas variadas etiquetas abarcan agrupaciones que defienden toda la gama de causas, desde la resolución de conflictos hasta la conservación, y reflejan los distintos modelos, membresías y medios de estos grupos. El proceso de internacionalización, como señala Johanna Siméant, corre el riesgo de enterrar estas diferencias detrás de un único logotipo organizacional; una medida que resultaría mortal para la autonomía, la independencia y la libertad de acción que están en el núcleo de muchas de estas unidades.
La internacionalización también conlleva graves riesgos. “ONG” y “OING” son categorías muy cargadas: en muchas jurisdicciones se les vilipendia como grupos de intereses extranjeros que obedecen agendas profesionales, financieras e ideológicas. Independientemente de lo injusta que pueda ser esta demonización, vincular las agrupaciones nacionales con los movimientos globales frecuentemente expone a los activistas locales a ser atacados. Por ejemplo, el gobierno de la India recientemente canceló las licencias de 8,975 ONG porque no declararon de manera correcta los fondos que recibieron del extranjero. La India lleva a cabo una guerra larga y enconada contra las agrupaciones de la sociedad civil; y las operaciones cada vez más interconectadas de las ONG del país, que han establecido lazos con organizaciones en el extranjero, han hecho que una amplia coalición de críticos (desde cínicas corporaciones hasta gobiernos hostiles) se enfurezca y despliegue nuevas medidas represivas.
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A Greenpeace India demonstration in Hyderabad. The increasingly networked operations of India's NGOs, which have established ties with organizations overseas, has incensed a broad coalition of critics.
Y la internacionalización rara vez, por no decir nunca, puede ser benigna. Con frecuencia, las alianzas son intercambios asimétricos en los que las ONG establecidas compran legitimidad y una presencia a nivel local a cambio de fondos y apoyo administrativo. La globalización no es un proceso exento de valores; las agrupaciones locales corren el riesgo de que sus causas resulten relegadas o comprometidas, y el proceso puede incluso poner en peligro la eficacia de las ONG de mayor tamaño, las cuales corren el riesgo de perder su influencia y acceso a los donantes al trasladarse al exterior. No solamente existe un desajuste fundamental entre las necesidades locales de las grupos nacionales y las aspiraciones globales de las OING, sino que además el ámbito de los derechos humanos es jerárquico y competitivo. El proceso de internacionalización podría tanto aumentar estas desigualdades como reducirlas.
Lo más importante, sin embargo, es que la globalización es un ejercicio en el que se pierde y se gana poder. En su artículo sobre la exitosa descentralización de ActionAid, Adriano Campolina sostiene que “ceder poder no significa tener menos poder”. Pero, a menudo, eso es precisamente lo que está en juego. Sus vínculos con un grupo local que hacía campaña para levantar cargos contra el primer ministro de la India, Narendra Modi, por su supuesta complicidad en los disturbios de 2002 en los que murieron miles de musulmanes, culminaron en que la Fundación Ford, que se jacta de una larga y fructífera trayectoria filantrópica en la India, fuera incluida en la lista de vigilancia de seguridad nacional del país.
A pesar de lo encomiable que es el impulso de “volverse globales”, es muy frecuente que las agrupaciones locales de derechos sean víctimas de sus circunstancias. Como bien destaca Stephen Hopgood, las fronteras nacionales muchas veces pueden ser herméticas, y contener el alcance y las ambiciones de las agrupaciones de derechos. La internacionalización fracasará allí donde los Estados decidan evitarla y, como demuestra el caso de la India, cuando los gobiernos que lo hacen tengan numerosas herramientas a su disposición.
La internacionalización se plantea sin reparos como un bien absoluto, como una panacea que señala la nueva fase del activismo de derechos humanos. De hecho, a menudo se presenta como un proceso evolutivo: como algo inevitable, deseable y necesario para la supervivencia de las agrupaciones locales e internacionales. Esta es, sin duda, una narrativa atractiva y tentadora. Pero, para los actores de derechos humanos, el dilema se convierte en el de elegir las batallas adecuadas, y la globalización es, para innumerables grupos, una guerra de más.
Admitir esto no hace que el activismo de derechos humanos retroceda. En cambio, vuelve a enfocar la atención en una estrategia alternativa y más antigua: una de desgaste, en varios frentes, montada a nivel local, regional e internacional. La comunidad de derechos humanos no debe precipitarse a abandonar esta estrategia. Después de todo, se trata de un enfoque que ha generado los impresionantes avances que ahora damos por sentado. Y, lo que es crucial, volver a este enfoque cuando es necesario evita causar el daño muy real que resulta de asumir que una estrategia uniforme de internacionalización es la única y la ideal.