Leo el debate entre Stephen Hopgood y Aryeh Neier en Quito, Ecuador, en medio de eventos públicos que marcan el primer aniversario de una de los fallos más importantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En él, la Corte condenó al Estado ecuatoriano por haber autorizado ilegalmente la explotación de petróleo en el territorio del pueblo indígena Sarayaku, en la Amazonia.
Lo que leo dista mucho de lo que veo aquí, aunque estoy en una clásica misión de derechos humanos: abogar por el cumplimiento de una sentencia, con una coalición internacional de ONG y movimientos sociales de la que hace parte mi organización (Dejusticia, basada en Bogotá, Colombia).
En efecto, la práctica diaria de los derechos humanos, tanto en el sur como en el norte globales, es mucho mas compleja y diversa que lo que sugieren Hopgood y de Neier. Aunque se ubican en extremos opuestos del debate, los dos tienen una cosa en común: una visión demasiado simplificada de los actores, el contenido y las estrategias del movimiento internacional de derechos humanos.
En cuanto a los actores, los dos pintan un cuadro reduccionista. Hopgood tira el primer golpe: “Human Rights are a New York-Geneva-London-centered ideology”, dominada por las élites que componen el “1%” del movimiento”, encabezadas por Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Como toda caricatura, el contraste tiene algo de verdad. Pero, en últimas, es tan imprecisa como injusta. Porque los derechos que defienden las ONG (del norte y del sur) son, muchas veces, los mismos que reclaman los sectores mas oprimidos del 99%, desde los pueblos indígenas como Sarayaku hasta los desplazados por la violencia con los que hemos trabajado en Colombia, en colaboración con organizaciones internacionales. Condenar a los defensores profesionales de derechos humanos por ser de “élite” –como si fueran equivalentes a las élites de los gobiernos autoritarios, o a los economistas que imponen draconianos programas de austeridad desde los bancos multilaterales—, es hacerle el juego a visiones desencantadas y despolitizadas de los derechos humanos, que proliferan en sectores de la academia del Norte global.
Pero Hopgood tiene un punto muy importante: el movimiento es profundamente desigual. Las organizaciones del Norte reciben más del 70% de los fondos de fundaciones filantrópicas de derechos humanos. Continúan teniendo un poder desproporcionado para fijar la agenda internacional. Y con demasiada frecuencia la definen con base en sus deliberaciones internas, más que en procesos colaborativos con ONG del sur global, movimientos sociales, redes activistas y otros actores relevantes.
Una muestra de esto es la respuesta de Neier, que tiende a extrapolar la misión, la agenda y las estrategias de HRW a todo el movimiento internacional de derechos humanos. Cuando se refiere a “nuestra misión”, salta de hablar de la organización a hablar del movimiento en general. Por ello, concluye desaconsejando para todo el movimiento lo que considera desaconsejable para HRW.
En la práctica, los actores son mucho más variados, y sus relaciones más complejas, que lo que sugieren estas dos visiones. El éxito del lenguaje de los derechos humanos es tal que ha sido adoptado por comunidades de base, movimientos sociales, redes de activistas virtuales, organizaciones religiosas y profesionales, centros de investigación y muchos otros actores que colaboran entre sí. En lugar de imponer sobre ellos una dicotomía simplista (élites vs. bases) o una definición estrecha de “nuestra misión”, lo que se necesita son conceptos y estrategias útiles para un movimiento mucho más variado y dinámico que el de décadas pasadas.
Una solución similar se requiere para el segundo tema del debate: la definiciónde derechos humanos. Neier los concibe que como “una serie de limitaciones al ejercicio del poder”. Quedan incluidos los derechos civiles y políticos, pero quedan por fuera los derechos sociales, económicos y culturales.
La crítica histórica de Neier y de HRW a los derechos sociales y los derechos colectivos es bien conocida. Pero lo que sorprende es que se insista en ella a pesar de que (1) la tendencia clara en las constituciones del mundo y en el derecho internacional es hacia el reconocimiento de estos derechos, (2) las ONG y movimientos sociales del sur global dedican buena parte de su trabajo a ellos y (3) lo mejor de la filosofía moral contemporánea ha ampliado el concepto de derechos humanos para tomar nota de estos cambios.
La distinción entre derechos humanos y justicia social de Neier es muy difícil de sostener hoy, empírica y conceptualmente. Pero ello no significa que sean lo mismo, como tiende a proponerlo la visión de Hopgood, que diluye los derechos humanos en la justicia social.
En el medio de las dos posturas, de nuevo, se encuentran las ideas y las prácticas más promisorias. Activistas, académicos y cortes de países como Argentina, Colombia, India, Kenia y Suráfrica han desarrollado concepciones sofisticadas y eficaces de los derechos sociales. Organismos internacionales de derechos humanos como las relatorías especiales de la ONU, la Comisión Africana de DH y la Corte Interamericana están dándole contenido a los derechos sociales y culturales, a iniciativa de movimientos sociales y ONG. Todo esto sin diluir la idea de los derechos humanos en la de justicia social, ni debilitar los derechos civiles y políticos.
Una aproximación igualmente abierta y plural es necesaria en relación con las estrategias del movimiento. Para eso, hay que evitar la lógica binaria que propone desechar las estrategia tradicionales y reemplazarla por movilizaciones de base (Hopgood) o mantener las primeras y desechar las segundas (Neier).
Lo que se necesita son coaliciones y colaboraciones que combinen (1) la documentación cuidadosa y las estrategias de presión internacional al estilo de Amnistía y HRW, (2) la presencia en el terreno y la legitimidad que sólo pueden tener las ONG locales y (3) la movilización masiva, tanto real como virtual. Esto es lo que está pasando en los casos más exitosos, desde la campaña reciente por los derechos laborales en Bangladesh hasta el litigio y la movilización a favor del pueblo Sarayaku.
Esto suena más fácil de lo que es en realidad. Para organizaciones como HRW y Amnistía implica un reto difícil: ajustar su tradicional modus operandi vertical y jerárquico, que les ha permitido hacer aportes clave a los derechos humanos, por un modo más horizontal que les permita trabajar en redes de actores diversos.
En lugar de ver el movimiento de derechos humanos como una monocultura, hay que verlo como un ecosistema. O al menos así se ve desde este lugar en la mitad del mundo.