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Las potencias emergentes India, Brasil y Sudáfrica han hecho campaña para convertirse en miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Durante un año, en 2011, el mundo tuvo la oportunidad de ver cómo funcionaría el Consejo de Seguridad con estas potencias emergentes como integrantes, ya que los tres países participaron juntos en el Consejo por primera vez ¿Y cuál fue el resultado? Sólo más de lo mismo. En lugar de reformar el Consejo, estos líderes sureños parecieron estar satisfechos conformándose con lo mismo de siempre, y no dejaron un impacto significativo. Parecía que no tenían la voluntad o la capacidad de aprovechar sus experiencias históricas y actuar como líderes en la lucha contra los regímenes abusivos del momento.
¿Qué se requiere para transformar esta dinámica? Podría pensarse que después de haber terminado con el apartheid, Sudáfrica llegaría lista para darle pelea a los regímenes opresivos en otros lugares; como también se esperaría de Brasil y de la India, dadas sus experiencias con la dictadura y el colonialismo. Pero no fue así. La élite de la política exterior de estos tres países sospecha profundamente de los gobiernos occidentales; de su doble moral y de la falta de una política consistente para tratar con los gobiernos abusivos. Puede que los líderes de estos países aún sigan debatiendo cómo serán sus políticas exteriores, pero en algo están completamente de acuerdo: quieren que sean diferentes a las de occidente.
Esta cruzada para conseguir un nuevo papel en el mundo ha sido impulsada por el resentimiento a causa de la dominación y explotación del pasado, por lo que forjar un camino distinto al de los países occidentales resulta políticamente ventajoso. Las potencias emergentes le han sacado provecho a esta tensión en sus declaraciones públicas, con argumentos como el del ex presidente de Brasil, Lula, quien afirmó que la política exterior de Brasil había estado “caracterizada por la subordinación intelectual y orientada hacia los Estados Unidos y Europa”, y que “incluso después de obtener la independencia en 1822, Brasil seguía siendo un país colonizado”. Del mismo modo, el Presidente Jacob Zuma de Sudáfrica ha dicho que la política exterior de su país se basa en “un rechazo al colonialismo”, mientras que el Ex presidente Mbeki arremetió en contra del “nuevo imperialismo” a raíz de la intervención en Libia.
Desde luego, la renuencia de las potencias emergentes a respaldar la condena internacional por razones de derechos humanos también puede ser por interés propio. Pueden temer que a la próxima sean ellos los países señalados, ya sea por el historial del gobierno de la India en Jammu y Cachemira, o por la poca consideración que dio el gobierno de Brasil a los derechos humanos de los pueblos indígenas durante la ejecución de proyectos de desarrollo como el de la instalación de la Planta Hidroeléctrica Belo Monte.
Esta combinación de factores lleva a que las potencias emergentes adopten posiciones que a veces parecen contradecir los supuestos valores o metas de una democracia dinámica. Aunque por el momento este enfoque anti-occidental está muy arraigado, aún hay espacio para que estos gobiernos puedan desempeñar un papel positivo en materia de derechos humanos, especialmente en aquellos lugares donde el apoyo de los países occidentales ha sido inconsistente o insuficiente; lugares tales como Bahrein, Afganistán, Irak o cualquier otro lugar donde los intereses de occidente han superado a sus ideales. Un buen ejemplo de esto fue la iniciativa brasileña, emprendida tras la intervención de la OTAN en Libia, que se enfocó en las responsabilidades del personal que realiza operaciones militares (“responsabilidad al proteger”). Este concepto, nacido de la ira producida por la percepción de que la OTAN se extralimitó en Libia, podría estimular debates necesarios sobre la transparencia y la rendición de cuentas de las acciones militares autorizadas por el Consejo de Seguridad. Al forjarse un camino nuevo, que no sea ni de sometimiento ni de oposición automática a los países desarrollados, las potencias emergentes podrían ayudar a quebrantar la dinámica de “el occidente contra todos los demás” (the west vs the rest) que hasta ahora fomenta la protección de ciertos gobiernos represivos.
Las potencias emergentes también podrían apoyarse en sus propias experiencias como países menos desarrollados y utilizarlas en los debates críticos en materia de derechos humanos sobre el acceso a la atención médica, la protección del medio ambiente o la lucha en contra de la pobreza. Si las interpretan de la manera adecuada, estas experiencias podrían contribuir al debate sobre la importancia de integrar con éxito la protección de los derechos en las estrategias de desarrollo.
También existen precedentes de que las potencias emergentes pueden desempeñar papeles positivos y fundamentales para promover los estándares sobre derechos humanos a través de trabajos temáticos. Sudáfrica encabezó una iniciativa histórica en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2011 abogando por la adopción de una resolución sobre las violaciones con base en la orientación sexual y la identidad de género; Brasil también desempeñó un papel importante en la resolución sobre la orientación sexual y además ha sido un firme defensor del derecho a la salud. Aunque estas cuestiones temáticas pueden abrir el paso para avances en una variedad de asuntos, se debe considerar a estos enfoques como un complemento, y no como un remplazo, de las acciones necesarias para hacer frente a los abusos de ciertos gobiernos.
Sin embargo, aún está por verse qué herramientas estarán dispuestas a utilizar las potencias emergentes para hacer frente a los gobiernos abusivos; y ya quedó claro que el mantra actual de “cooperación, no condena” no va a ser suficiente. Si bien es cierto que a veces les convendría a los países occidentales probar instrumentos menos contundentes, las potencias emergentes también deben aceptar que la cooperación en materia de derechos humanos requiere de aliados dispuestos, no sólo de gobiernos que buscan una herramienta retórica para evadir las presiones por sus propios abusos contra los derechos humanos. La eficacia de los enfoques cooperativos depende en cierta medida de la posibilidad de que la falta de cooperación tenga consecuencias.
Hacia un nuevo papel para las potencias emergentes
¿Entonces, qué se necesita para convencer a las potencias emergentes de que promuevan los derechos humanos de manera más coherente y positiva en su política exterior?
En primer lugar, se les debería exigir a las potencias emergentes que se responsabilicen más por las deficiencias de su política exterior en materia de derechos humanos; y esta exigencia debe provenir especialmente de sus propios ciudadanos y prensa. En esos países, la opinión pública suele enfocarse en la amplia gama de asuntos internos de derechos humanos que constantemente requieren atención, mientras que el tema de la política exterior suele ser interés de las élites, principalmente. Pero los grupos que han aceptado afrontar este desafío, como Conectas en Brasil y el Instituto de Estudios sobre Derechos Humanos del Cairo en Egipto, han demostrado que exigir que el gobierno rinda cuentas sobre su posición en materia de derechos humanos puede dar resultados. Una herramienta que les ha sido eficaz es centrar la atención de los medios de comunicación en las políticas sobre derechos humanos, lo cual ha servido para revelar la brecha entre los compromisos establecidos en cuanto a los derechos humanos y la aplicación de esos principios en la política exterior. Los grupos internacionales como Human Rights Watch pueden apoyar la causa al proporcionar antecedentes de hechos sobre países distantes y establecer vínculos entre la defensa nacional de derechos y los esfuerzos mundiales.
En segundo lugar, otros países poderosos del sur global podrían ejercer un control efectivo sobre la política exterior en materia de derechos humanos de las potencias emergentes, un pequeño grupo que generalmente sólo incluye a la India, Brasil, Sudáfrica e Indonesia, y en ciertas ocasiones, a Nigeria y Turquía. Sin embargo, aunque se comprende que la atención se centre más en las potencias más dominantes, eso oculta la considerable influencia que tienen, para bien o para mal, otros actores regionales,
como México, Argentina, Malasia, Tailandia, Egipto y Senegal. México, que se está convirtiendo en un exportador de armas, abogó por la elaboración de un sólido Tratado sobre el Comercio de Armas y también encabezó la campaña para que se adoptara dicho tratado, a pesar de las protestas de Irán, Corea del Norte y Siria, por ejemplo. Además, los bloques regionales a menudo adoptan posiciones sobre asuntos internacionales por consenso, por lo que incluso los países más pequeños tienen la capacidad de influir en las políticas. Por ejemplo, Mauricio, las Maldivas y Costa Rica han demostrado la capacidad de pelear por encima de su peso, presionando a los grupos regionales a que respondan más enérgicamente a las violaciones de derechos humanos.
En tercer lugar, las mismas potencias occidentales pueden ayudar a que sea más fácil para las potencias emergentes dar respuesta a las inquietudes sobre derechos humanos, si ellas se ocupan de las inconsistencias evidentes en sus propios enfoques hacia la política exterior en materia de derechos humanos. Por ejemplo, el concepto de “excepcionalidad” en la política exterior de los EE. UU., que sirve para proteger a sus aliados como Israel de las críticas o de tener que rendir cuentas por sus abusos contra los derechos humanos, también les puede servir como pretexto a los estados que quieren evitar promover los derechos humanos en otros lugares.
En cuarto lugar, tratar con las potencias emergentes sobre las políticas de derechos humanos puede requerir romper con algunas de las estrategias tradicionales para hacer frente a las violaciones de derechos humanos. Por ejemplo, las potencias occidentales deberían estar dispuestas a pasar a segundo plano o a colaborar pacientemente junto con socios de los países del sur global, para así evitar que las iniciativas para proteger los derechos humanos tengan el estigma de ser una “imposición de occidente”. Además, las potencias occidentales también deberían estar dispuestas a participar de una manera más positiva en el tema de los derechos económicos y sociales, donde el apoyo occidental ha sido limitado, y a reconocer la importancia de las medidas para reducir la pobreza; un paso que algunos países occidentales han evitado tomar por temor a que dé lugar a más peticiones de apoyo económico. Adicionalmente, los defensores occidentales de derechos humanos deberían apoyar a las instituciones regionales, como la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, y dirigir más atención a su participación en asuntos clave, reconociendo que éstas pueden desempeñar un papel importante para reforzar la legitimación de las iniciativas de derechos humanos.
¿Cuáles podrían ser los resultados de un compromiso basado en principios de las potencias emergentes con los derechos humanos en todo el mundo? Como mínimo, su participación demostraría que la preocupación por los derechos humanos es universal, y no sólo un producto de los “intereses occidentales”, lo cual ejercería más presión sobre los gobiernos que se apoyan en esa excusa para evitar hacer frente a graves violaciones de los derechos humanos. Si se conducen correctamente y enfrentan con el mismo empeño los abusos en los países desarrollados y los países en vías de desarrollo, este enfoque con base en principios podría convertir a las potencias emergentes en una fuerza a considerar, incluso en el Consejo de Seguridad.