Soy de los que, sin romanticismo alguno, siguen pensando que los derechos humanos, correctamente concebidos, seriamente aplicados y coherentemente observados, tienen importantes efectos preventivos y promueven la integración social. Cuando se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH ) hace 75 años, tras la segunda devastadora guerra mundial en menos de medio siglo, se consideraba principalmente como algo preventivo. Los derechos humanos se concibieron como un instrumento orientado al futuro y a la resolución de problemas. Desde entonces, el movimiento de derechos humanos ha hecho hincapié en la reparación, es decir, en el uso de los derechos como mecanismos ex post de rendición de cuentas por las violaciones. Aunque esta función es crucial, el aniversario de la DUDH es un buen momento para recordar el papel preventivo ex ante que desempeñan los derechos humanos. Los profesionales de los derechos tienen que recuperar esa concepción de los derechos humanos como mecanismos de resolución de problemas basados en principios.
Recuperar la noción de resolución de problemas de los derechos humanos implicará, sin embargo, enfrentarse a algunos de los problemas que muchos, especialmente en el Sur Global, encuentran en el discurso y la práctica. Entre ellos se encuentra la improductiva distinción entre derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por otro, una reliquia de la Guerra Fría. Los profesionales también tienen que enfrentarse a cuestiones de selectividad y doble rasero en la aplicación de los derechos humanos.
En términos sociológicos, los derechos promulgan la diferenciación funcional, separando la política de la economía, tanto de la ciencia como de la religión, beneficiando a todos. Sí, la diferenciación implica cierto autocontrol, pero las ganancias son enormes: los políticos ya no pueden decidir los debates teológicos o las cuestiones de biología evolutiva, pero (a) tampoco se les hace responsables únicos de las decisiones («malas») en esos ámbitos, y (b) podría decirse que las distintas esferas de decisión tienen un grado de autonomía basado en criterios relevantes para ellas. Por ejemplo, cierto grado de separación entre los organismos religiosos y el Estado protege tanto a las instituciones estatales como a las religiosas, teniendo en cuenta, en un momento de tantos prejuicios, que la mayoría de los países musulmanes -incluso donde la sharia ocupa un lugar destacado- no son teocracias. Además, la libertad de investigación protege no sólo a las instituciones académicas, sino también a los gobiernos de la «mala ciencia».
Por supuesto, se puede argumentar que los derechos protegen a los individuos del poder arbitrario y lo hacen de forma similar: el derecho a practicar libremente la religión protege tanto a las instituciones religiosas como a los creyentes individuales. El derecho a elegir profesiones protege los campos de trabajo y las elecciones individuales. La cuestión es que los derechos humanos son derechos individuales, pero no necesariamente derechos individualistas que interpreten a los individuos como átomos que flotan libremente. Los derechos sólo tienen sentido -y funcionan- dentro de sistemas. Son esencialmente relacionales.
Además, hay pruebas convincentes de que los derechos humanos pueden dar resultados, y de hecho lo hacen, por ejemplo reduciendo el riesgo de conflictos violentos. En un documento que Adam Day y yo escribimos para la celebración de la DUDH en Ginebra en diciembre de 2023, destacamos que, frente a tendencias mundiales profundamente negativas, existe un conjunto claro y creciente de pruebas que demuestran el efecto positivo de los derechos humanos en la paz y la seguridad. Este efecto se debe a diversos factores, de los que mencionaré tres. En primer lugar, los derechos humanos abordan los riesgos de las desigualdades y los agravios no reparados: según el informe Caminos hacia la paz de la ONU y el Banco Mundial, uno de los motores más importantes de los conflictos violentos es un «sentimiento de injusticia» causado por la exclusión política y económica. La distribución desigual del capital político, económico y social está ampliamente reconocida como desencadenante y causa profunda de la violencia generalizada. La desigualdad está empeorando, no sólo a nivel mundial entre los Estados, sino también dentro de muchas fronteras nacionales.
Un proyecto sobre iniciativas de prevención a escala nacional que dirijo desde hace tres años señala que el aumento de la desigualdad es, en parte, el resultado de una tendencia mundial hacia la separación de las estructuras políticas de los electores a los que se supone que deben servir, de distintas formas de «captura del Estado» y, en el límite, de formas de gobernanza más autoritarias, caracterizadas por un poder político muy centralizado, una distribución desigual de los recursos y, en muchos casos, graves restricciones del espacio político. La función de los derechos humanos como «mecanismo antiagravios» puede resultar aquí fundamental a efectos preventivos.
En segundo lugar, el sistema de derechos humanos produce algunas de las señales de alerta temprana más importantes sobre el malestar social emergente, la violencia y los posibles conflictos. Pero como la prevención se concibe tan a menudo en términos de prevención de crisis, centrándose en el papel de los actores internacionales más que en las iniciativas nacionales que llevan el peso de la prevención cotidiana, se eluden lecciones cruciales que surgen de las experiencias nacionales en relación con la prevención de violaciones masivas de los derechos humanos y su contribución a los riesgos de conflicto. Entre ellas se encuentra la eficacia de herramientas constitucionales y legales como las «instituciones garantes» (por ejemplo, instituciones que no dependen de una rama concreta del Estado pero que contribuyen a proteger los derechos fundamentales, como las comisiones electorales independientes, los organismos anticorrupción y otras instituciones de supervisión); las iniciativas para reforzar la independencia judicial; y las reformas del sector de la seguridad para adoptar medidas policiales que ofrezcan una protección respetuosa con los derechos y reforzar la supervisión civil de las fuerzas armadas. Este tipo de iniciativas lideradas a nivel nacional deben ser destacadas y apoyadas en el trabajo de paz y seguridad de la ONU.
En tercer lugar, importantes investigaciones recientes han constatado lo siguiente:
-
La protección de los derechos civiles, políticos, culturales, sociales y económicos tiene un impacto directo en la estabilidad y en los riesgos de conflictos violentos;
-
La protección de los derechos políticos es una de las formas más importantes que tiene un país de poner fin a los ciclos de violencia;
-
El acceso a la justicia reduce los riesgos de conflicto violento en una amplia gama de contextos;
-
Los acuerdos de paz con fuertes aspectos de derechos humanos son más duraderos y eficaces.
Así pues, los derechos humanos, bien entendidos, no son meras limitaciones a la acción del Estado, sino que protegen tanto a las personas como a los sistemas de gobierno. La prevención, cuando se entiende como un programa amplio y «ascendente» basado en los derechos humanos e impulsado por los agentes nacionales, en lugar de como parte de una «caja de herramientas» de prevención de crisis que da prioridad al papel de los agentes internacionales, es un campo rico con muchos éxitos que demostrar. Por último, así entendida, la conexión entre derechos humanos y prevención no amenaza sino que protege la soberanía nacional.