Docenas de gobiernos en todo el mundo están reduciendo el espacio que tiene la sociedad civil para organizarse y trabajar. Una de las herramientas más importantes de esta campaña de “resistencia” son las medidas gubernamentales para limitar o detener el financiamiento extranjero para la sociedad civil local, a menudo mediante leyes restrictivas. Además, los gobiernos difaman a las ONG locales que reciben recursos extranjeros y acosan, e incluso expulsan, a las agrupaciones internacionales que ofrecen apoyo a la sociedad civil. Los gobiernos que actúan contra la sociedad civil están aprendiendo unos de otros y reproduciendo sus acciones; de esta manera, difunden las “peores prácticas” en un proceso que refleja perversamente los esfuerzos de aprendizaje de “mejores prácticas” de la comunidad de ayuda internacional.
Esta resistencia afecta gravemente a varias organizaciones de la sociedad civil, particularmente a aquéllas que trabajan en temas políticos delicados, como los derechos humanos. En éstas y otras áreas delicadas desde el punto de vista político, las fuentes locales de financiamiento suelen ser escasas, y existe una fuerte dependencia del apoyo externo. Por mencionar un ejemplo, una ley draconiana sobre las ONG que se aprobó en Etiopía en 2009 ha obligado a muchas agrupaciones locales de derechos a restringir o abandonar sus labores.
Esta reacción negativa contra la sociedad civil también representa un desafío importante para los profesionales de la ayuda y los encargados de formular políticas en Occidente. Los profesionales de la ayuda enfrentan hostilidad y desconfianza sobre su trabajo cada vez mayores, lo que genera una preocupante serie de dificultades en casos de alto perfil, como los de Egipto, Rusia y Venezuela, así como en lugares menos notorios, como Azerbaiyán, Camboya, Kenia y Nicaragua.
Hasta el momento, le ha resultado difícil a la comunidad internacional organizar una respuesta coherente. Después de responder apresuradamente un caso tras otro, los Estados Unidos (EE. UU.) y los gobiernos europeos, junto con otros actores afectados, están desarrollando una respuesta más sistemática. En los márgenes de la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) del pasado mes de septiembre, por ejemplo, el Presidente Obama, junto con otros más de veinte líderes mundiales, emitió una llamada a la acción para proteger a los actores de la sociedad civil. El Relator Oficial de la ONU sobre libertad de reunión y asociación, Maina Kiai, dedicó un informe reciente al tema, representándolo en términos de los marcos legales internacionales, en vez de los “intereses políticos occidentales”. Los proveedores de ayuda están ofreciendo capacitación sobre seguridad electrónica y tecnología de protección para los activistas y agrupaciones amenazados, mientras que un sistema de alerta de la Community of Democracies (Comunidad de Democracias) moviliza a la diplomacia ante las leyes que reprimen a las ONG. Las iniciativas internacionales, como el fondo de donadores múltiples Lifeline ayudan al apoyar el activismo contra las leyes nocivas anti ONG.
Sin embargo, los sucesos negativos aún toman por sorpresa a los encargados de formular políticas a nivel internacional. La competencia entre los intereses de los donadores, la falta de coordinación y una concienciación insuficiente sobre las tendencias globales a gran escala debilitan las objeciones diplomáticas ante incidentes específicos. Además, el deseo de los gobiernos occidentales de mantener buenas relaciones con los gobiernos restrictivos, como Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, supera una y otra vez al impulso de contraatacar de una manera enérgica y coherente.
Sin embargo, la débil respuesta internacional a la represión de los gobiernos contra la sociedad civil no sólo es resultado de las burocracias ineficaces o de objetivos geopolíticos contrapuestos. La resistencia global contra las ONG ha generado preguntas difíciles y aún sin solución sobre la naturaleza, el alcance y los objetivos generales del apoyo internacional para la democracia y los derechos humanos. Reavivó el debate sobre la dependencia de la sociedad civil del financiamiento extranjero, el cual se estaba fermentando desde que los proveedores de ayuda se enfocaron principalmente en el apoyo a la sociedad civil en la década de los 1990.
De hecho, algunas voces en la comunidad de ayuda, activistas y académicos argumentan que esta resistencia contra la ayuda extranjera presenta una oportunidad para que tanto la sociedad civil como los financiadores reflexionen sobre sus hábitos arraigados en materia de ayuda. Algunos activistas sugierenla posibilidad de que la solución resida no sólo en volver a abrir las puertas a la asistencia extranjera, sino también en medidas innovadoras diseñadas para fomentar un apoyo local para la sociedad civil más amplio. Éstas incluyen los avances tecnológicos que facilitan el financiamiento colectivo, el acercamiento a la comunidad y las estructuras organizacionales más sencillas.
Las nuevas medidas para impulsar el apoyo económico local para la sociedad civil nacional son cruciales, pero estos nuevos enfoques aún distan mucho de poder compensar la ayuda internacional perdida.
Otro tema espinoso es el respeto internacional de las leyes nacionales. ¿Deberían los proveedores internacionales de ayuda simplemente cumplir las leyes locales diseñadas para bloquear sus actividades y reprimir a la sociedad civil? Si los procedimientos de registro son engorrosos y arbitrarios, ¿deberían los proveedores de asistencia financiar a las ONG no registradas que realizan labores importantes de derechos humanos? Algunos actores de la comunidad de ayuda, incluido el gobierno de EE. UU., están más dispuestos que otros.
La transparencia de la ayuda es otro problema apremiante. Algunas personas argumentan que proporcionar más información a los gobiernos sobre la ayuda mitigará los temores sobre la subversión extranjera. Los escépticos responden que una mayor transparencia sólo generará más riesgos para los beneficiarios vulnerables y no cambiará las sospechas de los gobiernos de que hay conspiraciones extranjeras que dirigen la ayuda para la sociedad civil.
La resistencia también agudiza los debates sobre los límites políticos que deben respetar los actores que promueven la democracia. Durante las últimas dos décadas, el alcance de los programas de asistencia para la democracia se ha extendido considerablemente hasta abarcar una amplia gama de temas delicados, incluidos el desarrollo de partidos políticos, las elecciones y el apoyo a los medios de comunicación independientes. El principio rector oficial de esta ayuda relacionada con la política es que este apoyo no “toma partido” en las contiendas políticas locales. En cambio, se enfoca solamente en fortalecer los sistemas, valores y procedimientos democráticos. Poner en práctica este principio apolítico, sin embargo, ha resultado confuso y complicado.
En contextos autoritarios y semiautoritarios, la línea que divide la asistencia neutral del apoyo partidista puede ser ambigua. Cuando los proveedores de asistencia argumentan que necesitan ayudar a “igualar el terreno de juego” para los partidos prodemocráticos frente a los titulares antidemocráticos, pueden terminar apoyando explícitamente a las fuerzas de la oposición, como en Bielorrusia. En estos contextos, las organizaciones de la sociedad civil a menudo desempeñan el papel de oposición política de facto, o se les percibe de esa manera.
Dadas estas complejidades, parece poco probable que se alcance pronto un consenso sobre “qué tan política” debe ser realmente la ayuda para la sociedad civil.
La tendencia mundial hacia un espacio para la sociedad civil cada vez más reducido no es algo temporal, más bien es parte de un cambio más amplio en la vida internacional de un contexto relativamente benigno de la posguerra fría a un entorno global más competitivo y conflictivo. Por lo tanto, es probable que esta resistencia siga presente en la comunidad de ayuda durante el futuro próximo.
Anteriormente, los proveedores de ayuda asumían que podían evitar las acusaciones de intervencionismo al caracterizar vagamente su involucramiento en la vida sociopolítica de otros países como un “desarrollo de la sociedad civil” benigno. La resistencia actual demuestra que estas esperanzas estaban equivocadas.
La próxima generación de defensores internacionales de los derechos humanos y de sociedades más libres, equitativas y justas encontrarán disputas y controversias en cada paso del camino.