En el pequeño pueblo del estado de Nueva York en el que crecí, todos sabían que habían dos cosas de las que no se hablaba: la política y la religión. Mi familia violaba esta norma constantemente con respecto a la política, y yo crecí con la idea de que la política era un tema de crucial importancia, en vez de un tema prohibido. Éste sigue siendo el caso hoy en día en mis comunidades intelectuales y de activismo, tanto en Estados Unidos como en Latinoamérica, en donde he realizado labores de investigación y activismo durante muchos años.
Sin embargo, la suerte de la religión fue otra, particularmente en la comunidad de derechos humanos. Para la mayoría, la religión se convirtió en el dominio de la derecha: de las políticas retrógradas contra el aborto y la anticoncepción, contra la comunidad LGBT, contra las familias “no tradicionales”, contra la ciencia. Y del intento de combinar la religión y la política, lo cual se vio como un ataque al Estado laico. En la medida en que la mayoría de los activistas de derechos humanos han estado dispuestos a tratar el tema de la religión, lo han hecho para defender el derecho a practicar la religión que cada quien elija.
Hay muchas razones históricas y políticas muy buenas para que la comunidad de derechos humanos dude en asociarse con las organizaciones e instituciones religiosas. Algunas de estas razones están esbozadas en el análisis de Nida Karmani sobre las posibles consecuencias nocivas de dichas asociaciones, particularmente para las mujeres y las minorías sexuales y religiosas. Sin embargo, la religión organizada también ha desempeñado un papel importante en el activismo de derechos humanos a lo largo del tiempo, como se argumenta en la publicación de Larry Cox, que menciona a personalidades como Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Shirin Ebadi. A esta lista, yo agregaría el gran número de instituciones y esfuerzos religiosos que han sido fundamentales para el movimiento de derechos humanos en Latinoamérica, desde la participación de las organizaciones religiosas en las comisiones de la verdad hasta el papel de las prácticas espirituales y las religiones indígenas en el activismo en defensa de los derechos humanos y la amplia influencia de la teología de la liberación en los movimientos sociales y de derechos humanos en la región.
Las acciones del Papa Francisco, primer Papa jesuita y primer Papa proveniente de Latinoamérica, son las que más han acaparado los titulares recientemente, por supuesto, incluyendo su apoyo a las campañas contra el fracking en Argentina, su realización de una conferencia en el Vaticano sobre Humanidad y naturaleza sostenibles y, el mes pasado, su invitación a los presidentes de Israel y Palestina en el Vaticano para realizar un “encuentro de oración”. Las respuestas de los activistas de derechos humanos a estas iniciativas y colaboraciones han sido principalmente positivas, lo cual parece señalar un cambio hacia un esfuerzo estratégico por involucrar a las organizaciones religiosas en las campañas de activismo. Este mismo foro de openGlobalRights es una muestra de la nueva tendencia a considerar qué “puntos de colaboración” pueden existir entre las religiones y los derechos humanos.
Dicho lo anterior, quisiera argumentar que las preguntas sobre si debemos involucrar estratégicamente a la religión en los derechos humanos y cómo hay que hacerlo dejan de lado una de las razones más importantes por las que la religión debe ser uno de los temas de conversación del movimiento de derechos humanos. Esa razón tiene muy poco que ver con lo estratégico para el movimiento, y todo que ver con lo eficaz para la práctica.
Al principio, me parecía que si bien esta fe en Dios podía ser importante personalmente para algunas de las personas desplazadas con las que trabajaba, su importancia para mi propio trabajo era periférica. ... Pero cada vez más, me fui dando cuenta del papel tan crucial que desempeñaba Dios en el mismo proceso que estaba intentando entender.¿Cuántos defensores de derechos humanos trabajan con personas o comunidades que creen en un Dios o en varios dioses? Yo diría que son muchos. ¿Cuántos defensores de derechos humanos (con algunas importantes excepciones, incluidos los que trabajan en cuestiones de guerras religiosas) realmente hablan sobre los aspectos concretos de esas creencias? Yo diría que son pocos. Esto es un error, no sólo para las campañas estratégicas, sino también para la capacidad de los activistas en esos círculos, sean ellos mismos creyentes o no, de entender a las personas religiosas y trabajar eficazmente con ellas. Entender a las personas y las comunidades con las que trabajamos es la base de una práctica eficaz.
Yo hago trabajo de investigación en una región de Colombia en la que un porcentaje significativo de la población fue desplazado debido al conflicto armado. Algunas personas han perdido varios seres queridos a causa de asesinatos, desapariciones forzosas y el reclutamiento por grupos armados. El Estado ha hecho esfuerzos para remediar y compensar algunas de estas pérdidas durante los últimos años. Sin embargo, sus propias acciones y omisiones a lo largo del conflicto han provocado la desconfianza de una buena parte de la población desplazada, particularmente con respecto a la probabilidad de que el Estado evite que sufran más daño o garantice su bienestar. Ante la falta de confianza en el gobierno, he descubierto que muchas personas colocan sus esperanzas sobre su vida y medios de subsistencia en otro lugar: en Dios.
Al principio, me parecía que si bien esta fe en Dios podía ser importante personalmente para algunas de las personas desplazadas con las que trabajaba, su importancia para mi propio trabajo era periférica. Yo estaba estudiando procesos de desplazamiento y despojo, y si las personas creían en Dios o no, era asunto suyo. Pero cada vez más, me fui dando cuenta del papel tan crucial que desempeñaba Dios en el mismo proceso que estaba intentando entender.
Las personas desplazadas que trataban de reclamar sus tierras, un propósito a veces peligroso en Colombia, se dirigían explícitamente a Dios para pedirle fortaleza, seguridad y medios materiales de subsistencia. Cuando los guardaespaldas patrocinados por el gobierno se negaban a protegerlos, declaraban que confiarían en Dios para que los mantuviera seguros. Cuando no tenían suficientes recursos para alimentar a sus familias o pagar la educación de sus hijos, le pedían a Dios que proveyera, y le daban gracias a Dios cuando les llegaban esos recursos. Algunos incluso celebraban sesiones de oración antes de mis entrevistas con ellos, en las que pedían a Dios que bendijera mi trabajo y el conocimiento que generaría, y que me protegiera contra cualquier daño.
Hace algunas semanas, asistí a una reunión de personas desplazadas que estaban armando una propuesta sobre las cosas que necesitaban para el asentamiento urbano en el que viven actualmente. Un activista que había estado trabajando con ellos les presentó una lista de necesidades: mejoramientos para las viviendas, una escuela, recolección de basura, una clínica médica, una biblioteca, un espacio para huertas urbanas. Les preguntó si faltaba algo. Una de las participantes levantó la mano. Una capilla, dijo. Un lugar para ir a rezar. El activista dijo que él no podía resolver eso. Que una capilla era un tema privado y ahí había que tratar temas públicos. La mujer, avergonzada, dijo que ella no sabía que se trataba de cosas diferentes, y se disculpó por haberlo mencionado. La reunión prosiguió, y se dejó de lado la discusión sobre la religión y la necesidad de tener un lugar para practicarla.
Como muchos integrantes de mis círculos intelectuales y de activismo de los derechos humanos, no me identifico como una persona religiosa. Pero quiero argumentar a favor de la importancia de hablar sobre la religión como parte del trabajo de activismo. No sólo para defender el derecho a practicarla, no sólo en el contexto de una guerra religiosa y no sólo porque las organizaciones religiosas puedan ser aliadas estratégicas; sino más bien porque la fe en un Dios o en varios dioses suele ser una parte crucial de los mundos sociales en los que trabajamos. Para entender estos mundos sociales y trabajar eficazmente con y en ellos, la religión debe estar presente como tema de conversación, junto con la política. Esto no significa que los activistas tengan que basar su práctica en principios religiosos, satisfacer necesidades religiosas o ser religiosos ellos mismos. Lo que sí significa es tratar de entender, discutir y hacer preguntas sobre el papel que puede desempeñar la fe en las decisiones, las esperanzas, los miedos y las vidas de las personas con las que trabajamos. Esto quiere decir ir más allá de un concepto de la religión como instituciones que pueden ser violadoras dederechos o aliadas estratégicas, y empezar a pensar sobre los aspectos concretos de la fe en la vida de las personas y las comunidades, y sobre cómo podrían afectar las posibilidades y los límites de nuestro trabajo con ellas.
Mientras tanto, podemos celebrar al “Papa más chévere de la historia”, y esperar que sus esfuerzos para combatir el cambio climático y propiciar la paz entre Israel y Palestina tengan más éxito del que han tenido los de los políticos del mundo. Esto es, como dirían las comunidades con las que trabajo, si Dios quiere.