Como señaló Thomas Kuhn en su famoso análisis de cómo se producen las revoluciones en las ciencias físicas, cuando el paradigma dominante que organiza nuestro pensamiento y acción choca cada vez más con la realidad que experimentan las personas, ese paradigma está listo para el cambio.
La respuesta mundial a la pandemia dejó claro que la arquitectura de la cooperación multilateral —en la que los países donantes ricos establecen las prioridades y reparten la ayuda— está listo para ese cambio. En lugar de incentivar las transferencias de tecnología y el intercambio de conocimientos como bienes públicos globales, el COVAX fue un mecanismo de emergencia mal diseñado para poner en común las vacunas donadas, que no cumplió ni siquiera con sus escasas aspiraciones para los países de ingresos bajos y medios.
Luego, a pesar de los tremendos esfuerzos de promoción, un puñado de países poderosos reforzó su control sobre la OMC, lo que la llevó a rechazar cualquier exención significativa de la propiedad intelectual y subordinando el bien común a los intereses de los monopolios farmacéuticos. Y ahora el Fondo de Intermediación Financiera del Banco Mundial para la Preparación y la Respuesta a las Pandemias parece dispuesto a repetir los errores del pasado, con el control del fondo en manos de un club relativamente pequeño de donantes.
Tres lecciones importantes de la pandemia de la covid-19 subrayan el imperativo urgente de construir un movimiento para cambiar ese paradigma de cooperación y garantizar la salud y otros derechos sociales.
En primer lugar, en lo que respecta a la situación de las personas, la consagración formal de las normas de los derechos a la salud importa menos que la cultura política y la infraestructura existente para garantizar en la práctica el disfrute efectivo del derecho a la salud y otros derechos. La covid-19 llamó la atención mundial sobre el estado preocupante de infrafinanciación de los sistemas sanitarios en gran parte del mundo. Todos los demás determinantes sociales de la salud —que influyen en la forma en que diversas personas pueden vivir sus vidas durante una pandemia o en tiempos normales, desde la educación hasta la protección social y las redes digitales— también requieren una financiación más sostenida e inversiones a largo plazo.
En segundo lugar, las proclamaciones para aumentar la "asistencia y cooperación internacional" sin cambiar las reglas del juego son radicalmente insuficientes para hacer mella en la economía política de la salud mundial. La asistencia internacional siempre opondrá los intereses nacionales a la ayuda a "otros de fuera", lo cual mantiene las relaciones de poder del statu quo. La negativa de los países del G7 a regular de forma significativa los monopolios farmacéuticos multinacionales o a fomentar el intercambio de conocimientos técnicos y la descentralización de la producción de vacunas y terapias no sólo es moralmente repugnante, sino que socava el bienestar de todo el planeta. En otras palabras, la preparación y respuesta ante una pandemia es un bien común y una responsabilidad compartida.
En tercer lugar, la covid-19 puso de manifiesto que el reconocimiento retórico de la universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos simplemente no es suficiente para abordar los factores estructurales de los retos interrelacionados a los que se enfrenta nuestro mundo. La prevención de futuras pandemias y el avance de la equidad sanitaria mundial están ligados de manera inextricable a la seguridad alimentaria y la justicia climática, que a su vez también están relacionadas con los conflictos y la desigualdad de género. Ninguno de estos retos interrelacionados puede resolverse mediante la ayuda impulsada por la crisis y los rituales de reposición de fondos; todos ellos requieren asignaciones presupuestarias estatutarias para una inversión pública mundial o regional sostenida procedente de fuentes internacionales mancomunadas.
La "cruel pedagogía" de esta pandemia desnudó la falsa inevitabilidad de la arquitectura económica global, que engendra nihilismo y supone una de las mayores barreras al cambio social. Existe una oportunidad para avanzar hacia un modelo de financiación basado en la Inversión Pública Global (GPI, por sus siglas en inglés), que incentive la puesta en común y el gasto colectivo en bienes públicos globales y regionales y en necesidades comunes que trasciendan las fronteras.
La GPI es un concepto sencillo: todos los países pagan (según su capacidad); todos reciben beneficios; y todos pueden opinar sobre cómo se gasta el dinero a través de un modelo basado en las circunscripciones. En consonancia con los principios de los derechos humanos, un modelo de GPI también cambia la gobernanza de los mecanismos de desarrollo, dejando atrás el statu quo, en el que el poder de decisión se concentra en un puñado de países del Norte Global, para pasar a un modelo plural que toma en serio la toma de decisiones democrática, incluido un papel institucionalizado significativo para la sociedad civil.
Durante los últimos dos años, Partners In Health, junto con muchas otras organizaciones, ha contribuido a la cocreación del modelo de GPI porque creemos que es un complemento crucial de los muchos otros esfuerzos para promover las condiciones estructurales que sustentan la salud y otros derechos sociales, incluyendo la justicia fiscal, la condonación de la deuda, la reforma de la propiedad intelectual y los principios de las economías basadas en los derechos.
Esta semana, en la Asamblea General de la ONU, se lanzó oficialmente una Red de GPI, lo que supone el primer paso hacia la creación de un movimiento a favor de la GPI. Los principios de la GPI ya están ganando adeptos en las comunidades políticas, de defensa y académicas, en relación con el nuevo fondo del Banco Mundial para la preparación y la respuesta a las pandemias, así como para la financiación del clima.
Pero la GPI no puede convertirse en otra herramienta que los tecnócratas discutan y desplieguen a puerta cerrada. Necesitamos un movimiento de GPI que se cruce con otros movimientos progresistas, como el de los derechos humanos, cuyo objetivo es cambiar la estructura de nuestro orden social institucionalizado.
Cambiar los paradigmas mundiales es una tarea ardua, pero no imposible. La Agenda de Desarrollo Sostenible arrebató el control de la narrativa política del progreso en el mundo al club de donantes que nos dio los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de arriba abajo. La sociedad civil desempeñó un papel importante en ese cambio a través, entre otras cosas, del proceso del Grupo de Trabajo Abierto.
Ahora, para conseguir un mundo en el que no se "deje atrás" a una gran cantidad de personas, y mucho menos se les aplaste sistemáticamente, necesitamos de manera urgente un cambio de paradigma similar en la financiación del desarrollo, que reivindique el papel central de los fondos públicos como motor del desarrollo sostenible, en lugar de ser un elemento que cubra las carencias del mercado.
El avance de la GPI exigirá sin duda estrategias experimentales antes y después de que se financie la agenda de desarrollo posterior a 2030, y eso es algo positivo. La experimentación de modelos y la exploración de estrategias contrastadas fomentan arquitecturas institucionales abiertas a la revisión a la luz de las experiencias encarnadas de grupos situados de forma diversa, lo cual es clave desde la perspectiva de los derechos humanos.
No obstante, siempre existe el peligro de que los poderes fácticos bloqueen el cambio progresivo que la GPI podría ayudar a catalizar, así como un peligro igual de importante de que la coopten.
La comunidad de derechos humanos tiene una enorme experiencia que aportar a una red de GPI para garantizar que el diseño y la aplicación de la GPI en los presupuestos gubernamentales y la financiación multilateral sean coherentes con los principios de los derechos humanos y realmente transformadores. Puede que no haya mayor imperativo en materia de derechos humanos que el de trabajar para reestructurar la "economía global hacia la consecución de objetivos ampliamente compartidos para el bien común global”.