Este 10 de diciembre, el mundo celebra el Día de los Derechos Humanos, el día en que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH). Casi 75 años después de su aprobación, la DUDH sigue siendo un paradigma que demuestra la indivisibilidad de los derechos: la idea de que la negación de un derecho impide el disfrute de otro, y que todos los derechos dependen unos de otros para su cumplimiento. A medida que la pandemia de la covid-19 se acerca al final de su segundo año, la importancia de reafirmar este principio es evidente.
La aparición de la variante ómicron de la covid-19 explica por qué. Apenas la Organización Mundial de la Salud evaluó esta nueva variante, Estados Unidos y los países europeos invocaron poderes de emergencia para restringir la libertad de movimiento en nombre de la salud pública. Los políticos de los países ricos se inclinaron por tres esfuerzos —información, fronteras y refuerzos— en lugar de hacer caso a los llamados de la Organización Mundial de la Salud y otros para hacer lo que realmente se necesita para prevenir nuevas mutaciones: vacunar a todo el mundo.
El consiguiente debate sobre el cierre de las fronteras nacionales —o la restricción de cualquier libertad en nombre de la salud pública— ocultó lo que realmente se necesitaba para contener eficazmente la covid-19. En una petición a los países ricos para que apoyen a Sudáfrica en materia científica y financiera, uno de los científicos sudafricanos que identificó la variante ómicron señaló que la población de ese país “no puede estar encerrada sin apoyo financiero”. En otras palabras, la forma más eficaz de evitar que el ómicron se extienda por todo el mundo es dar a la población las herramientas necesarias para evitar su propagación a nivel local.
Esta situación se remonta a los primeros meses de la pandemia, cuando los gobiernos de todo el mundo se apresuraron a poner en práctica respuestas de derechos económicos y sociales bien reconocidas, como las licencias pagas por enfermedad, las transferencias de efectivo y el seguro de desempleo, en un intento de animar a la gente a refugiarse en su lugar y evitar la infección por el virus. El Banco Mundial estima que los países invirtieron al menos 800 000 millones de dólares en más de 1400 medidas de protección social entre abril y diciembre de 2020, y llegó a más de mil millones de personas. No se trataba de mera caridad, sino de una ampliación visionaria de la red de seguridad social que salvó vidas, a la vez que calmó el miedo de la gente a que el gobierno les quitara sus libertades.
Estas medidas eran ejemplos por excelencia de la indivisibilidad de los derechos. Reconocieron que los derechos a la vida y a la libertad no pueden separarse de los derechos a la protección social y a un nivel de vida adecuado. De hecho, la DUDH garantiza el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona en una única disposición, sin crear una jerarquía entre ellos.
La forma más eficaz de evitar que el ómicron se extienda por todo el mundo es dar a la población las herramientas necesarias para evitar su propagación a nivel local.
Sólo después de la adopción de la DUDH, en la negociación de tratados separados sobre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales, se dividieron estos derechos. Cabe destacar que la Convención sobre los Derechos del Niño, el primer tratado redactado al final de la Guerra Fría, los reunió de nuevo, y contenía, por ejemplo, el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo en un solo derecho.
Dividir estos derechos inherentes fue un grave error, y las pandemias posteriores explicarían por qué. El VIH/SIDA nos enseñó, por ejemplo, que garantizando el acceso al tratamiento del VIH no sólo se cumpliría el derecho a la salud, sino que se posibilitaría el ejercicio de otros derechos como el trabajo, la educación y la participación política. La covid-19 nos ha recordado también que todas las personas dependen de un conjunto de apoyos económicos y sociales para cumplir con las medidas que les protegen de la enfermedad y la muerte. Cuando se les obliga a elegir entre su medio de vida o la posible exposición a un virus, la mayoría elegirá lo segundo.
La misma lógica puede aplicarse en el contexto de los mandatos de vacunación. Las investigaciones realizadas en Estados Unidos muestran que las personas no vacunadas tienen más probabilidades de vivir en la pobreza, de enfrentarse a la inseguridad alimentaria o al riesgo de desahucio, o de trabajar en empleos que les exponen a la infección. En septiembre, el KFF demostró que el factor más potente para predecir quiénes seguían sin vacunarse en Estados Unidos era la falta de seguro médico. Esto sugiere que garantizar a las personas una medida de seguridad económica y social también podría disminuir la necesidad de adoptar mandatos coercitivos para proteger la salud pública.
Lamentablemente, rara vez reflejamos este entendimiento en nuestras respuestas políticas a la covid-19. Esto no es sólo una preocupación con las acciones de los gobiernos, sino para la comunidad de derechos humanos en nuestros propios esfuerzos. ¿Con qué frecuencia nos enfrascamos en debates estrechos sobre si el cierre de fronteras y los mandatos de vacunación infringen la “libertad”, sin considerar su relación intrínseca con las necesidades económicas básicas de las personas? Incluso las generosas disposiciones de la red de seguridad propuestas en el país más rico de la tierra —cuidado infantil, preescolar universal y seguro de desempleo— se presentan como algo que permite la recuperación económica de la covid-19, pero no como algo que ayuda a las familias a protegerse de la pandemia en curso.
La atención a la indivisibilidad de los derechos también proporciona una salvaguarda crítica contra el autoritarismo. En los años que precedieron a la pandemia, vimos cómo la angustia económica contribuyó a alienar a la gente del sistema político, convirtiéndola en blanco fácil de las falsas promesas de populistas y demagogos. Algunos de estos mismos populistas llegaron a restringir los derechos básicos en nombre de la salud pública, por ejemplo, al abusar de los poderes de emergencia para atacar a las poblaciones marginadas por el VIH y el SIDA.
Una de las muchas ironías de la covid-19 es que, precisamente cuando más necesitamos insistir en la indivisibilidad de los derechos humanos, nos entregamos a un falso debate entre la libertad individual y la seguridad colectiva. El propio marco de la covid-19 como una simple “emergencia de salud pública” no reconoce que la pandemia es igualmente una emergencia económica, una crisis de supervivencia humana que expone a las personas tanto a la indigencia como a los nuevos patógenos.
Este Día de los Derechos Humanos, deberíamos aprovechar la oportunidad para afirmar la indivisibilidad de los derechos humanos, y fusionar estas luchas. Los derechos que más implica la covid-19 —la vida, la salud, la información, la seguridad económica, la supervivencia y el desarrollo, y la no discriminación— trascienden estos falsos binarios. Cuanto más tiempo no reconozcamos esto, más mutará y ganará la pandemia.