Con frecuencia, muchas “causas nobles” se van banalizando para conseguir más adeptos. Las del movimiento de derechos humanos no han sido la excepción, en la medida en que se imponen discursos en los cuales las formas parecieran ser más importantes que el fondo.
Cada vez con más fuerza, desde comienzos del siglo XXI, se ha desarrollado una tendencia entre algunos donantes, tanto gubernamentales como del sector filantrópico, que consiste en exigir un mayor impacto de los proyectos que financian. Aunque no hay duda de que es necesario poner más énfasis en la eficacia de las campañas y otras acciones de incidencia, los indicadores de medición no han sido claros y, en consecuencia, se está confundiendo impacto con visibilidad.
En tiempos de redes sociales e interacción virtual, la valoración del supuesto impacto se mide a través de la cantidad de seguidores, “retweets” y “likes”. El activista de calle ha mutado a “influencer”, más interesado en proyectar su imagen personal en redes sociales para ganar seguidores y marcar tendencias, que en ser vocero de contenidos de la organización que representa. De hecho, muchos de estos activistas-influencers están teniendo más seguidores que las organizaciones a las que pertenecen y aprovechan el culto a la personalidad para diseminar su imagen.
Se trata de un fenómeno que no ha pasado inadvertido para intelectuales y analistas. Por ejemplo, Martín Hopenhayn observa:
El nuevo activista en la sociedad civil global no quiere agruparse en grandes unidades o partidos, y ejerce su resistencia manteniéndose en la multiplicidad reticular, porosa, rizomática de actores que concurren a oponerse enérgicamente a las formas dominantes de la racionalidad económica, política, financiera y a la estandarización cultural.
Es como si la disciplina y el rigor propio de organizaciones cuyo principal patrimonio es la credibilidad se convirtieran para el nuevo activista en una camisa de fuerza a la que no está dispuesto a someterse.
Sin duda, las redes sociales tienen un poder que no pretendo subestimar. Hay campañas que han salvado vidas, iniciativas que han convocado a movilizaciones que han derrumbado gobiernos y propuestas cuya difusión por redes ha permitido cambiar decisiones políticas. Pero su valoración como indicador de impacto no puede convertirse en un determinante, como parece estar pasando con organizaciones que, a pesar de ser pequeñas y no contar con suficientes recursos humanos para el trabajo sustantivo, han tenido que contratar personal sólo para contar reacciones en redes sociales y reportarlas a los donantes, sin ningún análisis crítico sobre el impacto real de esas expresiones virtuales de apoyo que, por lo general, provienen principalmente de amigos o personas y comunidades afines.
El “activismo” virtual tiene algunos efectos perversos. Las ONG están perdiendo calle, y no es por culpa de la pandemia. Es más cómodo un “click” que la interacción física. Y de nuevo, algunos donantes han insistido en la necesidad de explorar nuevos lenguajes y narrativas. Esta propuesta puede tener valor, ya que sin duda es necesario diversificar lenguajes para que el mensaje llegue a sectores no tradicionales.
A comienzos de los noventas, un defensor de derechos humanos en Perú se refería al reto de la diversificación de lenguajes en tres niveles: movilizar al convencido, convencer al indiferente y neutralizar al opuesto. El riesgo consiste en confundir el medio con el fin. El lenguaje es para transmitir, pero no es fácil reducir los principios de los derechos humanos a 140 caracteres, a un verso o a unas notas musicales, sin acompañar estas versiones simplificadas de un significado que se refleje en los hechos.
Al mismo tiempo, los nuevos lenguajes parecieran estar desarrollándose a cambio de, más que además de, las acciones tradicionales. Esto se estaría traduciendo en menos litigio, menos acompañamiento a víctimas, menos interacción comunitaria, menos movilización presencial.
Al respecto, un artículo publicado en este mismo espacio recogió una valiosa iniciativa “experimental y práctica de cambio de narrativa” que rescata precisamente la necesidad de “volver a valores básicos como la empatía, la unión y la participación comunitaria y aprender a vivir esos valores en todos los niveles de nuestro trabajo”. Esta experiencia recuerda que el trabajo narrativo “requiere que los actores de derechos humanos sean encarnaciones vivas de sus relatos; mostrar es mucho más poderoso que contar. Lo que hacemos es la narrativa, lo que decimos es nuestro esfuerzo por enmarcarla”.
La competencia entre donantes y su afán por un impacto que se queda en lo superficial está erosionando esos valores básicos del movimiento de derechos humanos y los defensores están haciendo poco o nada para enfrentarlo, al caer en una trampa que lleva a la banalización del trabajo y del discurso.
No propongo que las “causas nobles” deban ser un asunto de sectores reducidos de la población. Por el contrario, la masificación del lenguaje de los derechos humanos, hasta convertirlo en cultura, es decir, en una identidad colectiva que guíe nuestro comportamiento, debe ser nuestra meta; pero esa masificación no debe sacrificar lo sustantivo, sino transformarlo desde una práctica que sea la que marque la pauta del discurso.