Foto: EFE/EFE Ulises Rodriguez
A candlelight vigil in Guatemala for victims of HIV/AIDS. Author Alicia Ely Yamin asks: what is the role for strategic litigation of social rights, and in particular health rights?
La pasión por el populismo autocrático que se extiende por varios países de todo el mundo es descrita con frecuencia como una exportación del modelo de los caudillos latinoamericanos. Pero hay otra manera de interpretar este fenómeno. Hace más de cien años, José Enrique Rodó escribió un ensayo en el que contrasta dos caminos para el futuro de Latinoamérica: el utilitarismo y materialismo deshumanizadores que veía prevalecer en los Estados Unidos, personificados en el bestial Calibán de La tempestad de Shakespeare, o los ideales espirituales que representaba Ariel, el espíritu aéreo de Próspero.
Hoy en día, está claro que Calibán (nombre que Shakespeare utilizó originalmente por ser un anagrama de “caníbal”) fue desencadenado. El plutócrata petulante que ocupa el cargo de jefe de Estado en los EE. UU. y sus compinches, como Orbán en Hungría y Bolsonaro en Brasil, no parecen tener reparos a la hora de canibalizar las prácticas e instituciones sociales democráticas, o de enfrentar a sectores de la población entre sí para destruir el tejido de la democracia. Además, Calibán parece haber capturado o convencido a Ariel para que promueva agendas “espirituales” socialmente conservadoras, incluida una virulenta reacción en contra de la “ideología de género” y la salud y los derechos sexuales y reproductivos (SDSR).
En estos contextos, ¿cuál es el papel del litigio estratégico en materia de derechos sociales, específicamente los derechos a la salud? En primer lugar, debería ser evidente que la utilidad de cualquier litigio en particular depende del contexto específico: la estructura de oportunidades políticas; la estructura de oportunidades legales, y la posibilidad de abrir la primera mediante el uso de la última. En segundo lugar, hay un sinnúmero de países en los que nunca se ha considerado que el poder judicial sea absolutamente independiente y en donde, sin embargo, se han producido fallos importantes y se ha recurrido a los tribunales para impulsar los derechos a la salud. Los ejemplos incluyen desde eliminar las restricciones sobre el acceso a los medicamentos genéricos y prohibir la detención de mujeres que acaban de dar a luz en Kenia, hasta llamar a cuentas al gobierno por las violaciones de los derechos a la salud de las madres y los niños en Uganda y combatir la estigmatización de los consumidores de drogas en Rusia. En tercer lugar, los mordaces argumentos contra la dependencia de poderes judiciales intrínsecamente conservadores para la transformación democrática eran pertinentes desde mucho antes de la ola de populismo actual.
Además, el litigio estratégico en materia de derechos a la salud, y otros derechos sociales, siempre se ha enfrentado a la paradoja de ser más útil para lograr reformas sociales y políticas cuando existen obstáculos en el ámbito político; mientras que estos se interponen a la conversión de estándares jurídicos progresivos en un disfrute efectivo de los derechos a la salud y otros derechos en la práctica. El famoso caso de la Treatment Action Campaign (TAC) ante el Tribunal Constitucional de Sudáfrica (en el que se exigía el acceso a medicamentos para prevenir la transmisión de VIH de madres a hijos) superó los obstáculos en gran medida gracias a que el litigio formaba parte de la estrategia mucho más amplia de un movimiento social. A su vez, ese movimiento estaba conectado con redes transnacionales de defensa y promoción. No obstante, el caso de la TAC dista mucho de ser la norma en varios sentidos.
En Latinoamérica, algunos de los principales expertos en constitucionalismo progresivo, como Roberto Gargarella, han señalado los problemas intrínsecos que supone trasplantar nociones de derechos en gobiernos en los que existe una hipercentralización del poder en el ejecutivo, lo cual los convierte en “iliberales” en la práctica. A lo largo de la región, se han aprobado la gran mayoría de los cientos de miles de recursos de amparo interpuestos, lo que ha permitido el acceso a tratamientos y medicamentos para personas específicas. No obstante, estos han funcionado principalmente como válvulas de escape para sistemas de salud con brechas crónicas en cuestión de normatividad y cumplimiento.
Sin embargo, incluso en estos contextos, los tribunales constitucionales o supremos a menudo han logrado establecer principios y criterios relacionados con el funcionamiento de un sistema de salud democrático, como: la obligación de prestar atención continua e integral, la regulación de aseguradoras y proveedores privados, los procesos equitativos para la determinación de beneficios, y los derechos a la información (relacionados con la atención y los determinantes sociales de la salud). Al evaluar los efectos de la judicialización en cuanto a la equidad, este papel también es crucial. Si la salud se entiende como un derecho, los sistemas de salud se deben entender como instituciones sociales democráticas que incorporan valores normativos como la solidaridad, la autonomía y la dignidad. No son simples vías para proveer bienes y servicios. Como guardianes de nuestros valores constitucionales, los tribunales tienen un papel intrínseco que desempeñar en la interpretación de esos valores.
Por otra parte, Latinoamérica ha estado en el epicentro del experimentalismo en materia de derechos sociales. De hecho, en 2018 se cumplen diez años desde que se emitieron dos fallos de importancia monumental en materia de derechos a la salud en Colombia (T 760/08) y Argentina (Mendoza/Matanza Riachuelo). Estos casos establecieron recursos que requirieron un proceso de diálogo y deliberación democrática para determinar el resultado más justo. Una década después, queda claro que ambos fallos impulsaron varios cambios significativos, y que la participación ciudadana es esencial para que este tipo de fallos sean relevantes en la práctica.
Por otra parte, ahora tenemos una mucho mejor idea de cómo medir las repercusiones de estos y otros fallos de litigios estratégicos, y vamos más allá de la mera evaluación del cumplimiento formal. Entendemos que estas repercusiones incluyen, entre otras cosas: efectos jurídicos y de políticas (leyes y reglamentos); resultados materiales directos e indirectos (como la mejora de los índices de cobertura en Colombia, o la reducción de la contaminación de la tierra en Argentina); cambios institucionales que abren campos para otros actores; efectos en el discurso público, y efectos conceptuales relacionados con la apropiación de derechos. Tomar en cuenta esta clase de repercusiones refleja una comprensión más avanzada de lo que significa el derecho y de cómo funciona para hacer frente a las asimetrías de poder. Nos lleva más allá de un entendimiento frágil y formalista del derecho como un conjunto de normas que obligan a las personas a hacer o no hacer algo, y hacia un reconocimiento de cómo podemos utilizar las leyes, y los derechos, para fomentar la salud y la dignidad humanas.
¿El auge del populismo cambia lo anterior? Por supuesto que no. En algunos sentidos, hace que los frenos judiciales sean aún más importantes. Por ejemplo, el populismo necesita alimentar al público con una dieta constante de miedo, desde la invención de invasiones de inmigrantes hasta el espectro del fin de la civilización cristiana occidental que representa la SDSR de las mujeres, lo que después se utiliza para justificar las leyes y reglamentos discriminatorios. A su vez, los defensores de la SDSR y las minorías excluidas se ven obligados a llevar estos casos ante los tribunales y, dada la ausencia de un debido proceso, muchas veces tienen que recurrir a foros internacionales para que se hagan cumplir las normas.
Pero es conveniente reconocer las limitaciones de las estrategias judiciales para lograr algo más que resistencia y mitigación en muchos contextos. El uso del litigio estratégico también conlleva peligros intrínsecos cuando los poderes judiciales tienen poca independencia, autoridad o capacidad. Además, el litigio estratégico siempre ha tenido que ser tan solo una de las herramientas para defender y proteger los derechos, y así debe serlo ahora más que nunca. Si queremos utilizar los derechos humanos para fomentar la justicia social en nuestra tempestad actual, tenemos que liberarnos no solo de la brutalidad de Calibán, sino también del yugo del relato avasallador de Próspero, que en este caso es la narrativa neoliberal dominante del progreso en el mundo.